Diario El Mercurio, 1989
Muchas consideraciones de diverso orden se realizan en nuestros medios desde el posible significado tradicional de los carnavales hasta la eventual importancia religiosa del rito cuaresmal de la ceniza. Acaso no se tocan raíces de esos significados, que son determinantes y tal vez se acentúan elementos muy circunstanciales, que no dan una idea más precisa de los valores contenidos en la pasión lúdica del carnaval o en la trágica atracción de la ceniza. No vemos los elementos de apasionamiento alevoso que pueden esconderse en el juego carnavalero. No analizamos, por miedo, la magia del terror con la que muchos signamos nuestras frentes con ceniza.
Nadie puede negar el mensaje propio del agua limpia, a la que lo general se le concede prioridad como elemento carnavalero. Nadie negar el derecho de las personas a buscar entretenimientos voluntarios, mientras no afecten superiores derechos y opiniones distintas. No es posible que todas tengan que aceptar la sorpresa aleve, la agresión inesperada, la violencia asustante en condiciones psíquicas de optimismo, de excusa generosa y hasta de coparticipación sonreída. Es indiscutible que el juego de carnaval, tan agresivo, indiscriminado y generalizado, como hemos vivido aquí desde diciembre y con furor en las últimas jornadas, rebasa las líneas de juego y las normales de convivencia.
Sin embargo, también podemos considerar, mirando desde los límites del que vive apasionadamente por mil imposiciones de distinto origen, la imperiosa necesidad de desahogo que se hace determinante, sobre todo en momentos en los que el recrecimiento de fuerzas oprimentes es notable, tanto como confundidor. En este sentido y poniéndose de lado de la normal distensión, imprescindible para el desarrollo psíquico, nos turba y contradice interiormente la contradicción que media entre agua y desahogos. No parece muy lógico y natural un desahogo con agua, una liberación opresora, una evasión agresora.
Y es allí, en este problema social y personal de cultura y de culto exigente de lo normal en las expresiones ordinarias de nuestra convivencia, en donde deberíamos detenernos lo suficiente para tratar de “fijarlas leyes del juego”. Comprendo que cuando se quiere legislar sobre lo espontáneo, se ha matado la espontaneidad. Sé que cuando se quiera obligar a la guarda de unas normas es un hecho que tan sólo alcanza su plenitud en el instante en el que lo sorpresivo califica en grado máximo el gusto del que logra sorprender, entonces le hemos quitado lo esencial a la sorpresa y a su regusto… Pero estoy seguro que, hasta el más tradicional jugador de carnavales puede aceptar ciertos plazos, horas y participantes. No es justo que se juegue “desde el año pasado hasta la ceniza”; no es normal que se juegue desde la aurora hasta la medianoche; no es justo que le ataque al evidentemente enfermo, a la señora encinta, al anciano; no es justo que se afecten los servicios comunes y necesarios jugando en oficinas y repartos asistenciales; no es normal que se ataque al conductor de vehículos cuando la velocidad o el trafico de peatones pueden provocar con el agua del carnaval tragedias incalculables; no es justo, sobre todo, que se le eduque al niño en el ataque “vengativo”: pocos calculan cuanto se incuba en esa asocial agresión.
Pensamos muchos que después de todos los carnavales y con las carnestolendas satisfacientes, nos redimimos de todo apasionamiento y completamos el cuadro de la tradición con toque magicote “cenizas” en la frente. La Iglesia sapientísima en la guarda de su cultural ritual, de ese mundo rico de significados históricos y vitales que conforma la liturgia, nunca le dio al rito de la ceniza el tono trágico que, contradictoriamente, siempre lo tuvo para las costumbres de creyentes y descreídos. Tal vez las palabras con las que el ministro sagrado imponía la ceniza –“acuérdate que eres polvo y en polvo te convertirás”- nos hacían pensar que la fe nos llevaba, con la ceniza, desde los desahogos paganos de los carnavales a la exoneración de todo resquicio de pecado y rezago de culpa, manchando la frente con señales trágicas de destino.
En la más pura teología y en el sentido más ortodoxo de nuestro signos de fe, la ceniza que es más bien un signo de superación, una prueba de evidente trascendencia. Para la fe reconocer nuestro origen terreno y saber que un destino de tiempo pueden ser meditados, reflexionados o valorados, significa que la mente no se apaga que el amor perdura, que la vida no tiene los límites de sus espacios físicos y temporales, sino una trascendencia superior. La liturgia posterior al concilio Vaticano II cambió la fórmula ritual de la ceniza por una muy antigua y válida: “Acepta el evangelio y conviértete”. Parece que muchas personas no aceptan esta fórmula porque le falta lo mágico de lo trágicos… Carnavales y cenizas, aunque no lo queramos confesar, nos gustan por trágicos… Tristes, pero real.
Portada: foto tomada de https://acortar.link/wInrUq
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