Durante las protestas del mes de junio, se escuchó y se leyó en carteles y en las redes sociales, insistentemente, la palabra privilegio, que como tantas otras que se utilizan como muletilla pierde contenido y significado por su abuso, más aún si se recurre a ella para descalificar al que no piensa igual o al que no es parte de la protesta, del relajo o la montonera.
Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, en su acepción general, privilegio es la exención de una obligación o ventaja exclusiva o especial que goza alguien por concesión de un superior o por determinada circunstancia propia.
El término viene del latín privilegium –ley privada de una persona o grupo de personas–
Se decía o daba a entender -durante las protestas- que los privilegiados son quienes tienen recursos económicos y bienes materiales, que les permiten tener una vida confortable y por ello no participaban o estaban en desacuerdo con el paro y sus efectos, sin discriminar si esa condición es fruto del trabajo honesto –que sin duda lo hay- o de acciones deshonestas o corruptas, en el primer caso hay que valorar y aplaudir, en el segundo no sólo hay que rechazar, hay que condenar y no permitir que se vuelva parte de la normalidad.
Llamó poderosamente la atención que esa crítica y el ataque surgieron de universitarios, estudiantes de la Universidad de Cuenca, que con mucho ímpetu repetían frases denostando a quienes llamaban privilegiados, sin reparar en que ellos mismos lo son. Pues tienen la posibilidad de estudiar en una universidad pública, a la que cientos y miles no han podido acceder, jóvenes como ellos con los mismos derechos pero sin acceso al Sistema Público de Educación, muchos, para poder tener educación de tercer nivel, junto con sus familias deben hacer grandes sacrificios, postular por becas (difíciles de obtener), acceder a créditos educativos que involucran cargas económicas importantes, etc. Reflexionábamos entonces, como es posible que “privilegiados” ataquen –verbalmente y por escrito- a otros a quienes dicen que lo son, sin conocer la realidad que los envuelve.
Durante los funestos días del paro, la descalificación a los “privilegiados” circuló mucho en redes sociales, en publicaciones de diversos formatos, haciendo gala del maniqueísmo –tendencia a reducir la realidad a una posición radical entre lo bueno y lo malo- que tanto daño ha hecho a la sociedad ecuatoriana en los últimos años.
Esa palabra reemplazó en las protestas a la de “pelucones” utilizada antes hasta el cansancio, pasando con el tiempo a convertirse en un lugar común, pero que contribuyó a crear enormes fisuras en la sociedad.
Se exacerbaron el rechazo y la descalificación al que no comparte una misma visión de la realidad nacional, se volvió a tratar como enemigo al que no se alinea con el discurso “revolucionario”, al que no está a favor de cerrar carreteras, de sitiar ciudades, de atentar contra bienes públicos y privados, de afectar la salud y la vida de quienes se decía defender.
Se produjeron descalificativos de lado y lado y esos no contribuyen a resolver los problemas.
A las demandas del movimiento indígena se sumaron otras que aprovecharon la circunstancia, es decir muchos se aprovecharon, incluso delincuentes y vándalos.
Razones para protestar y reclamar las hay, el sector rural del Ecuador ha sido desatendido por los distintos gobiernos, no se han reducido las enormes brechas entre lo urbano y lo rural, no se ha dado el cambio de la matriz productiva, no se ha reducido la pobreza, ni se ha erradicado –debió haber pasado hace años- la desnutrición infantil, el embarazo adolescente se ha incrementado, el país no tiene un sistema de salud que funcione, la calidad educativa no ha mejorado al contrario, y una lista de etcéteras que abunda en el dramático diagnóstico de la realidad nacional, que aunque no guste a muchos no es responsabilidad exclusiva del actual gobierno.
No corresponde que se veje a personas por no pensar igual, ni a ciudades enteras ni al país a pretexto de “defender el interés popular”. Lo que se rechaza es la forma de las protestas, los desmanes, los atropellos. Lo que no se puede aceptar nuevamente es la justificación de que los violentos son otros, los infiltrados, aquellos a los que no se puede controlar.
Lo que no está bien es que las voces universitarias se alineen con un segmento de la población, sin pensar en los otros, que también son del pueblo a los que se afectó, sin levantar la voz de protesta cuando faltaron los alimentos, el oxígeno para los hospitales, los medicamentos y el combustible para la ciudad.
Lo que no está bien es que se abone a la división del país, a exacerbar el desprecio e incluso el odio. Lo que no está bien es la doble moral de muchos, el doble estándar, lo que no está bien es denostar a otros disfrutando de los “privilegios” que se dice atacar, lo que no está bien es menospreciar “al privilegiado” desde un lugar también privilegiado.
No seamos parte de los que dividen, seamos parte de los que construyen. No ataquemos al que no piensa como nosotros, luchemos contra el corrupto, contra el sinvergüenza, el ladrón, contra el que busca promocionar su imagen aprovechándose de las circunstancias y la gente.
Aboguemos por la discusión de altura, por encontrar puntos coincidentes respetando las diferencias, por aportar a la solución de los problemas en beneficio de todos.
Que no se abuse de la palabra.
Imagen tomada de la orejaroja.com
Mujer estudiosa y analítica, lectora atenta y escritora novel. Doctora en Jurisprudencia y Abogada – Universidad de Cuenca, Máster en Gestión de Centros y Servicios de Salud – Universidad de Barcelona, Diplomado Superior en Economía de la Salud y Gestión de la Reforma – Universidad Central del Ecuador. Docente de maestría en temas de políticas públicas y legislación sanitaria –Universidad Católica de Santiago de Guayaquil; en el área de vinculación con la sociedad, legislación relacionada con el adulto mayor – Universidad del Adulto Mayor. Profesional con amplia experiencia en los sectores público y privado, con énfasis en los ámbitos de legislación, normativa y gestión pública.