Generalmente, cuando se piensa en la ciudad, se la concibe como un espacio urbano y arquitectónico definido que sirve de sostén a la población, a partir de una determinada organización territorial y un patrimonio construido a lo largo de su historia. Sin embargo, resulta claramente una concepción restrictiva e insuficiente a la hora de descubrir, pensar, analizar, rescatar y valorar el entramado bastante complejo de las relaciones humanas y de las lógicas, saberes y prácticas cotidianas que acontecen todo el tiempo en la ciudad.
La ciudad no es de ningún modo, y nunca ha sido, la consecuencia de un fenómeno espontáneo, natural y externo a nosotros. La ciudad es, ante todo, una construcción social y como tal, implica el cambio multidimensional, la posibilidad siempre abierta y la necesidad de su transformación para convertirla en espacio vital donde todos sus habitantes encuentren las condiciones materiales y subjetivas para el disfrute del buen vivir. En esta perspectiva, se hace necesario revalorizar la ciudad como espacio social y público de usufructo colectivo tanto de su cultura, bienes y conocimientos, más allá de la primacía del valor económico, en las funciones y en los usos de la ciudad.
Las ciudades se constituye verdaderamente, en espacios de transacciones de todo tipo y de todo orden en una dinámica tal, que es capaz de agregar o quitar valores a las situaciones pasadas, presentes y las que se avizoran; un movimiento expansivo que muestra a la ciudad como un proyecto humano, y por ello ético, abierto, un horizonte en permanente construcción y transformación. En esta dinámica las ciudades se muestran y se piensan a sí mismas a través de una serie de imaginarios de distinta índole, de tal modo que se tornan en conjuntos realmente vivos de memorias, acciones, deseos, lenguajes diversos, palabras, recuerdos, promesas donde se conforma el carácter de la vida social en su forma urbana.
La ciudad es un espacio tal, en el que se entrecruzan y se tejen el saber práctico cotidiano e intuitivo de la vida diaria y que, por su sentido común, los ciudadanos comparten y se reconocen; distintas y diversas motivaciones vinculadas al mundo de la vida, a la lógica práctica de la experiencia, razones, convivencias, comunicación y capacidad de deliberación.
Desde este panorama, la ciudad puede pensarse como un proyecto ético de carácter social y profundamente humano, cuya consecución pertenece a todos sus ciudadanos, dado que, tenemos una capacidad comunicativa capaz de comprensión de cooperación de solidaridad con otros, con la naturaleza, de organización, de creación, de transformación o conservación del orden social, para bien vivir con dignidad. Sin embargo, esta capacidad comunicativa, es de hecho una ética comunicativa, procedimental y propia de un nivel desarrollado de conciencia moral; se trata, no tanto de una reflexión, sino de los procedimientos por los que podemos hacer juicios morales correctos acerca de los recursos y las normas de la vida cotidiana. Según los niveles de Kohlberg, el nivel preconvencional responde al obrar como individuo particular donde la acción se motiva por premio o castigo. Un nivel convencional, donde las personas miembros de la comunidad actúan según se espera de ellas. Finalmente, el nivel postconvencional de mayor desarrollo moral tiene en mente los principios universales de la sociedad justa, el derecho de la naturaleza y la defensa de los Derechos Humanos. Y éste es el nivel deseado y necesario para una sociedad humana y justa.
Es precisamente la deliberación, el diálogo, tal como sucedía en la polis griega, la que otorga a la persona su calidad de ciudadano permitiéndole el ejercicio de sus derechos y obligaciones en libertad e igualdad, que son a todas luces el fundamentos de la democracia. El reconocimiento de la igualdad es necesariamente el principio de la deliberación pública. Para los griegos clásicos, solo se puede ser libre entre iguales, aunque los esclavos no fueran considerados iguales, pero podían conseguir su libertad y con ella la igualdad. Se es libre solo en el ámbito de la polis, de la ciudad y en relación con otros ciudadanos, de hecho, la expulsión de la ciudad era casi un acto de tortura. La realización de la libertad para los griegos requería de un espacio físico donde el pueblo pudiera reunirse (el ágora, el mercado, la polis) un lugar público donde las actividades humanas se manifiesten se realicen, ser vistos y que otros los vean, los juzguen y los recuerden, un espacio para debatir asuntos importantes que competen a la ciudad y a sus ciudadanos.
El principio discursivo, que por cierto no es nuevo, entonces, se articula en la libertad, no solo desde el ámbito privado sino también desde lo público, puesto que aquí se expresa el sentido de un proyecto de vida, un horizonte encausado por principios éticos y por leyes constituidas en acuerdos mínimos, con los que todos estaríamos en buena lógica, de acuerdo, y en la expectativa y esperanza de alcanzar un nivel de desarrollo moral adecuado.
Las ciudades, por su misma dinámica y por su proyección, urgen ser pensadas como un norte ético, un horizonte “…un bien público que debe convenir a todos por su dignidad, lo cual implica pensarla, transformarla y dirigirla como un espacio para hacer posible los Derechos Humanos.” (Bernardo del Toro 1995)
Pensar la ciudad desde un horizonte ético exige además una formación en ciudadanía capaz de reconstruir el entramado comunicativo, deliberativo y un nivel de desarrollo moral importante, para crear la ciudad que queremos, que soñamos, que necesitamos. La ciudad como un proyecto abierto capaz de tejer una trama discursiva y práctica, fomentando una red de solidaridades y agendas que hagan de la ciudad un espacio de encuentro y de convivencia en paz. La ciudad es pues, un lugar privilegiado de encuentros de consensos y también de disensos en su necesaria dialéctica.
Un horizonte de sentido de un mundo de la vida que se resiste a la dinámica de colonización de la vida tecnócrata y planificadora de la modernidad y exige el reconocimiento de la diversidad y distinción de culturas, formas de vida, intereses, perspectivas, concepciones de la vida y del hombre. Tal situación requiere entonces de la ética como articuladora de los distintos “contenidos” en la sociedad civil.
Pero la ciudad es también un escenario, el paradigma, el horizonte desde el cual la comunicación genera y construye poder ciudadano para bien o para mal, pues no todo ejercicio de poder es coactivo, ni todo poder es de dominación. La ciudad genera un poder comunicativo pudiendo encaminar procesos políticos y educativos claves, puede articularse en instituciones, en las leyes de tal modo que, la ciudadanía sea capaz de dinamizar la democracia participativa, no solo para la solución de conflictos, sino también para la realización de agendas ciudadanas para el cambio.
“Los derechos humanos fundamentales, si se reconstruyen como competencias, y la autonomía pública que funda el Estado de derecho no son realidades independientes se determinan recíprocamente Por ello las instituciones jurídicas democráticas se debilitan sin ciudadanos formados en cultura política capaces de ejercer sus derechos.” (Guillermo Hoyos 1995)
La determinación del horizonte colectivo que se pretende, del imaginario de ciudad que queremos construir, así como del modo de lograrlo tienen indudablemente, un carácter ético, político, público y es de interés social. Es imperioso entonces que los ciudadanos ejerzamos el poder comunicativo en democracia participativa y seamos parte activa y determinante de este necesario proceso. Los ciudadanos estamos llamados a ser parte activa de este proceso de manera consciente y deliberada para pensar y construir la ciudad teniendo por interés los principios de sostenibilidad, democracia, equidad y justicia social y como base un desarrollo moral deseable.
Bibliografía.
Colectivo Cuenca Ciudad para Vivir. 10 años de apuesta por la ciudadanía activa. Sistematización de la Experiencia. 2020
Hoyos Vásquez Guillermo (1995) ética para ciudadanos. Instituto de estudios Sociales y Culturales, PENSAR, Universidad Javeriana, Bogotá.
Máster en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y en Estudios Culturales por la Universidad del Azuay. Licenciada en Filosofía, Sociología y Economía por la Universidad de Cuenca. Ha ocupado altos cargos académicos en la Universidad de Cuenca como la Dirección de Posgrado, del Departamento de Humanidades de la Facultad de Filosofía, de la Junta Académica de la Carrera de Filosofía, fue profesora e investigadora de la Facultad de Filosofía; fue miembro del Consejo Académico de la Universidad. Actúo también como Directora de la Delegación Provincial Electoral del Azuay. Miembro del Colectivo Cuenca Ciudad para Vivir. Competencias académicas, ética, estética, filosofía de la cultura.