Diario El Mercurio, 1986
Las últimas expresiones de la crisis moral que vivimos, por las que la comunidad ecuatoriana descubre comprometidos en actos ilícitos y humeantes feos, a personas ubicadas en altas misiones de representación social, constituyeron argumentos que, más que alimento de pequeñas pasiones de reacción enemiga o de negocio político, deberían ser aumento poderoso de cambio moral y de reajuste social de principios y conducta.
Es verdad que en el carro pesado y mil veces desconcertantemente veloz de los negocios y sucesos públicos, autoridades secundarias y las famosas “manos izquierda” de todos los poderosos, abusan de la confianza torcida que el poder les reconoce y de los privilegios que sobre la ley y contra ella les dé a escondidas, en secreto; pero más verdad es que las autoridades, si sienten que lo son y miden toda la responsabilidad grave de serlo, no tienen razón alguna para utilizar medios oscuros, gente escondida, agentes reservados, gastos del mismos calificativo, con todos los cuales se realiza aquello que descubierto y vergonzante no tiene más explicación de parte de quien debe responder, que el irresponsable “no lo sé”, “yo no fui”, etc., etc.
De muchos siglos a nuestra era, los moralistas y los estetas de la cosa pública –y entre ambas especies no faltan Machiavelos- han tenido muchas maneras, todas sofisticadas y farsantes, realizadas entre el sofismo y el descaro, para justificar lo injustificable y para acusar a los “imponderables personales y circunstanciales” de mil sucesos buscados directamente, realizando desde la puerta de servicio, desde la del frente, desde donde nadie sabe, desde donde nunca se podrá hacer… De esa manera se la de carácter fortuito a la venganza clínica; de esa forma se reconfiere al título de negocio ocasional y de suerte a la coima preparada y buscada; de esa manera se concede angelical justificación del pecado más feo. Pero la verdad subsiste, reflota, emerge, sale indiscretamente para el que la tiene buena y es entonces cuando la comunidad se interroga a sí misma y cuestiona valiente y decidida a aquellos a quienes ha confiado la defensa de la honestidad pública.
La comunidad se interroga a sí misma, inculpándole el fracaso de sus designaciones, de sus decisiones electas. Hasta el día de hoy, son muy pocos los pueblos que analizan su voto y se sienten satisfechos de haberlo dado. Nuestra historia es casi unánime en afirmar que el descontento aparece en todo régimen político, antes del primer aplauso merecido y casi siempre el origen del descontento personal y comunitario están en la responsabilidad y culpa de esos agentes del poder que los desdibujan, maltratan y deturpan moralmente.
Pero las comunidades no sólo interrogan así mismas y juzgan con duro apasionamiento a los que han equivocado el destino que dieron y buscaron para su voto, sino que van más allá en sus cuestionamientos y derrumban en su conciencia el valor y significado de muchas políticas, de todos los enunciados de justicia social y de moralidad pública que se realizan desde esas posiciones de los que tienen el poder y sus responsabilidades. Este efecto es gravísimo y de consecuencia s previsibles son muy graves y las imprevisibles mucho más.
Las Autoridades del país, en cualquier nivel en el que su obligación de servicio a la comunidad les haya ubicado, tiene la obligación moral grave de responder al sentimiento del pueblo con honestidad pública y privada: serlo y perecerlo, sin dejar la suspicacia propia de todo pueblo angustiado y limitado, argumentos de duda que lo desconciertan. No puede haber diferencia entre mandatarios y ciudadanos, entre poderosos y limitados, entre políticos y gente común, ni en el orden de la moral, ni de la libertad, ni de la honestidad, ni de la justicia. O cambiamos radicalmente de actitudes y hacemos del poder servicio de la comunidad colaboradora del poder, o vamos violentamente a la más bárbara destrucción de todo principio de convivencia, las culpas no se subsanarán ni con lágrimas ni con discursos.
La hora de un auténtico cambio. Lo contrario nos llevara, con incoercible fuerza al caos.
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