En tiempos antiguos, cuya distancia se hace cada día más notable por obra de contrastes evidentes, todo ser humano contaba, en sus acciones públicas, con un presupuesto de honorabilidad de pudor, de severidad, cuyo desfinanciamiento suponía un desgaste propio y público de la personalidad de tal naturaleza que conlleva el retiro, el distanciamiento, el ostracismo. La quiebra de la honorabilidad no se medía por cuantías millonarias sino céntimos, no por desprestigios monumentales sino por deficiencias mínimas.
El pudor público sufría mermas imponderables por pequeños defectos: un error involuntario podía significar el éxito social. El hecho de ser comprometido con la opinión común exigía antiguamente una severidad en el pensamiento y en sus traducciones, nadie hablaba un término sin medir la responsabilidad de él derivada y quién no la medía, sabía también que el pez muere con el anzuelo en su boca.
Sin embargo, en nuestra época, las personas que por suerte de cualquier resultado sorpresivo –y los orígenes de la sorpresa nunca son claros- han llegado a ocupar puestos de excepción social y política, llegan a ellos con muchísima frecuencia, sin el aval de una solvencia adquirida en el esfuerzo, en la preparación, en la lucha lícita, en la contienda honorable. Y el acumulo contagioso de estas personas en la palestra pública, ha desmoronado el concepto común de aquellos valores que siempre se requirieron como imprescindibles para tener capacidad de representatividad social, para gozar de carisma de servicio y para abrirse con naturalidad a la exigencia de la alternabilidad en la representación y en el servicio, que es un postulado indiscutible de las comunidades auténticamente democrática. El presupuesto antiguo de honorabilidad, de pudor, de severidad, exigido para tener representatividad pública, social o político, ya no es exigencia presente y las consecuencias funestas son más que notables.
Este fenómeno social ha producido gravísimo y evidentes resultados y, sobre todo uno, del que se derivan mucho más y este se llama y es al narcisismo político y social. Hay figuras auto declaradas bellas, irreemplazables, indiscutibles, cuya palabra es siempre académica, cuyas ideas son innegablemente originales y hasta inéditas –la edición completa del absurdo todavía no se pública- y cuyas actitudes no pueden ser criticadas sin caer en herejías, a la que se le castiga negándole a su osado autor todo derecho.
Los que tenemos más aspiración social y política que servir a las comunidades con las que nos hemos comprometido, en nuestro propio nivel y con nuestra personales capacidades, vemos sin miedo pero con dolor, cómo se va desarrollando en el país una conciencia adulterada de valores públicos que, brincando desde el auto voto hasta la propiciación legal de las auto reelecciones, pretenden consagrar la vanidad, la ineficacia representativa, el servicio sectario y partidista, imposibilitando o dificultando la alternabilidad en la representación y en el servicio.
Cristianamente y ubicados en un sincero discernimiento de nuestros valores y de la eficacia de nuestros sistemas, debemos luchar con mucha valentía para evitar que en el país acontezca esto. Nuestra mayor dolencia social presente parte de la incapacidad de representatividad de ideales y de aspiraciones comunitarias en aquellos a quienes la comunidad nombra sus agentes de servicio y comunicación social. Con honrosas excepcionales, que se califican a sí mismo y que todos los conocemos muy bien y gozamos de su entrega social y de su capacidad comunitaria, los representantes públicos de la opinión común no suelen ser personas que responden en conciencia a la representación que se les ha dado. Los que llegan a ciertas alturas de poder, alcanzan o consiguen el dominio de una hacienda propia, en la que se sienten magnánimos con lo no que no les pertenece, evidentes en lo que no se puede probar, verídicos en lo que nunca aconteció, indiscutibles en lo que adolece de mínima razón de verdad.
Diario El Mercurio, 1985