Constituye un compromiso difícil el análisis de las razones por las cuales cualquier persona lleva armas consigo. En términos muy general puede afirmarse que las lleva para defenderse y para atacar. ¿Para defenderse de quién? ¿Para atacar a quién? En ambas posibilidades hay un fondo débil muy notorio que caracteriza el prevenido resentimiento del que prepara la defensa antes de todo ataque o del que sistematiza el ataque como método de defensa. Muchas personas tan sólo se valoran en cuanto atacadas y su depresión es muy grande cuando nadie la toma en cuenta ni para el mínimo ataque crítico. Otras personas desayunan pólvora para que nadie ose investigar su hambre. Ambas actitudes son demostraciones de debilidad.
La historia demuestra que el valentón es el menos valiente, don Juan el menos enamorado, el que grita es el menos capaz de mantener un silencio valeroso. Cristo tiene una expresión –que a muchos confunde– preparando a sus discípulos para uno de los trances más frecuentes de la persecución que, en nuestro tiempo, tiene fuerza oscura y eficaz muy grande: “Cuando seáis conducidos a los tribunales, no preparéis vuestra defensa, que el espíritu os enseñará en ese instante a defenderlos”. El que sale al tribunal con los argumentos en el bolsillo, el que va a ella con el arma cargada con el corazón, el que no tiene más poder que la negra osadía de unas cuantas onzas de pólvora y plomo, ése el menos válido y valiente, el menos cierto y certero. El valentón corre, apenas lanza la piedra la mano que él alquiló; don Juan huye apenas su vanidad compromete el corazón de una persona débil; el que grita a sueldo es incapaz de guardar un secreto ni vivir un silencio valiente.
Al margen de estas afirmaciones que las ratifica la historia del valor en todos los siglos y que las corrobora la psicología de todas las épocas, hay un espacio político y social en el que se demuestra la valentía auténtica y por el cual no pasan los servidores pagados de ciertas ideologías. Es tanto más valiente un político y es tanto más valeroso un hombre público, cuanto más conforme es su vida a su ideología y viceversa. El coraje de ser lógico y la valentía de ser auténtico valen más y tiene mayor fuerza de ataque y de defensa que la pólvora y el insulto. Esta lógica y autenticidad no suelen ser aceptadas ni comprendidas por las multitudes ni aun por determinados áulicos que, dentro de las multitudes, no se resignan a ser carne de cañón, aunque eso sí a inmolarla. Ellos suelen ser los que capitanean las fuerzas de choque, los que ven fantasmas donde no hay nada, los que llaman enemigos a los curiosos, los que se defienden antes de ser atacados, no solamente su sueldo, sino su depauperada virilidad. La psiquiatría demuestra que los guardaespaldas profesionales suelen ser débiles mentales. Y los hechos corroboran estas afirmaciones científicas. El hogar de los guardaespaldas suele ser el más abandonado, el menos defendido y los instructores y mantenedores de fuerzas de choque con frecuencia son los que más chocan el cumplimiento del deber diario.
En nuestros días, el sereno y sobrio Ministerio de la paz pública ha hecho un llamamiento a la entrega de armas de parte de los que él califica como “fuerzas de choque” de ciertas agrupaciones políticas. La prensa dirige esa calificación a una definida agrupación. El elemental valor para decir la verdad impide especializar la acusación y exclusivizar la encomienda ministerial a un solo grupo. Todo el país y todos los comprometidos en su paz pública estamos viviendo un clímax violento, armado de injusticias, de prejuicios, enfermos, sospechas e insultos, de la pasión inhumana de las descalificaciones, del ánimo de sepultar honores para medrar de carroñas, del bravucón desafío constituido en suplemente de la razón.
Es hora de desarmarnos. Las tradiciones creyentes y el interés comercial tratan de preparar, por medios muy distintos, el ambiente de la próxima navidad. Al margen del regalo comprometido, del caramelo cansador, del juguete caro y de la felicitación excitante, debemos empeñarnos en una navidad desarmada, en una navidad de buena voluntad y paz. La hora que nos toca vivir resulta tiempo de gastos desmedidos y de abusos de la justicia que no se satisface por el regalo generoso sino por el cumplimiento honrado del deber. Regalémonos un compromiso sincero de desarme; renunciemos comunitariamente a todo regalo que resulte injurioso para el que no lo tiene, no lo pueda dar ni aspira a recibirlo; demos a nuestros hermanos el don abierto y espontáneo de un verdadero deseo de comunión, de integración social y de solidaridad pública. Renunciemos a las promesas y regalemos el aporte sencillo que implica atender la queja del que nunca fue atendido y siempre se quejó; no prometamos cambios que nunca llegan y en los que nadie cree. Cambiemos nuestra actitud, nuestra agresividad: donde hubo insulto pongamos verdades nítidas, donde hubo amenazas dejemos el recuerdo de una mano fuerte que apoya y de una palabra buena que reconcilia. Entreguemos las armas: usemos simplemente la verdad.
Publicado en El Mercurio, 1983