Hay favores que huelen a perfume barato: duran poco, marean y, cuando se evaporan, dejan un recuerdo pegajoso. El nuevo “acuerdo” entre Ecuador y Estados Unidos tiene justamente ese aroma: una mezcla de caridad fingida y negocio entre amigos. Washington publica que Ecuador se compromete a recibir a 300 personas deportadas y, como gesto de cortesía diplomática, a no devolverlas jamás. A cambio, Donald Trump —ese tío que siempre promete regalos pero trae medias usadas— ofrece, quizá, posiblemente, en algún momento, revisar el arancel del 15% que afecta al banano de Noboa, al cacao del autoproclamado “embajador del cacao” Iván Ontaneda, y a otros productos que, curiosamente, pertenecen a los mismos grupos económicos que hoy gobiernan por dentro y por fuera el país.
Es decir, Estados Unidos envía gente. Ecuador devuelve frutas. Un trueque digno de la colonia, pero con redes sociales y ruedas de prensa.
La canciller Sommerfeld —que suele recitar estos acuerdos como si leyera los atractivos turísticos de un resort— ha aclarado que los deportados “no tienen antecedentes penales”. Qué alivio. Uno no sabe si preocuparse más por los 300 deportados o por el entusiasmo con el que el gobierno celebra que no sean criminales, como si hubiésemos ganado la lotería de la deportación. Pero queda una pregunta que nadie en Carondelet parece querer formular: si no tienen antecedentes, si son trabajadores, si su único pecado fue buscar un futuro mejor… ¿por qué no regresarlos a sus países de origen? ¿Por qué somos nosotros los escogidos para recibirlos? ¿Porque Trump es generoso o porque en la geopolítica del banano, el silencio es parte del trato?
Mientras tanto, acá seguimos con un 34% de empleo formal, y una mayoría viviendo en la informalidad de vender cualquier cosa en cualquier esquina. Estos 300 nuevos habitantes del limbo laboral no harán sino engrosar ese mar de sobrevivientes que, con suerte, encontrarán oficio en un país donde los ministerios están militarizados, los hospitales están agotados y la economía es un acto de ilusionismo fiscal. Bienvenidos a la patria, señores deportados: el milagro ecuatoriano se explica mejor en modo sarcasmo.
El gobierno habla de oportunidad, de cooperación, de “relaciones maduras”, como si estuviéramos ante un acuerdo histórico. Lo histórico, en realidad, es la ligereza con la que se entrega soberanía a cambio de un tal vez comercial. Trump revisará el arancel. Revisar no implica bajar. Revisar no implica negociar. Revisar, en este caso, es simplemente abrir el cajón, mirar el papelito y volver a cerrarlo mientras el Ecuador aplaude por adelantado.
Pero no exageremos. Seguramente hay una explicación estratégica, profunda, iluminada. Seguramente no estamos viendo el genio del plan. Quizás el objetivo es convertirnos en una especie de depósito humanitario con influencia agroexportadora. O tal vez —y perdón por el atrevimiento— simplemente estamos ante otro capítulo de esa novela que ya se volvió costumbre: Ecuador, tierra de oportunidades… para otros. O quizá esa máxima de que “nadie es profeta en su tierra”, sea verdad.
Porque al final, lo que más duele no son los 300 deportados ni el arancel del banano ni el cacao con título nobiliario. Lo que duele es la sensación de que nos tratan como patio trasero… y que nuestro propio gobierno sonríe para la foto mientras barre la tierra hacia adentro. Lo que duele es ver cómo se arrodillan ante un “quizá” de Trump, como si la identidad de un país pudiera hipotecarse por un descuento en la sección del supermercado geopolítico.
Y sí, me enfurece. Me enfurece saber que mientras nos venden este acuerdo como si fuera un logro diplomático, lo único que hacen es recordarnos que este país se ha ido quedando sin voz, sin orgullo y sin memoria. Que aquí ya casi nadie se atreve a decir “no”. Y que cada vez que lo olvidamos, aparece alguien —un bananero, un cacaotero, un presidente con urgencias comerciales— dispuesto a firmar lo que sea con tal de que el tío Sam le guiñe el ojo.
Quizá ese sea el verdadero acuerdo: nosotros fingimos que somos un país, y ellos fingen que nos respetan.
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Johnny Jara Jaramillo, Cuenca 1956. Estudió Literatura en la Universidad de Cuenca y Musicología en la PUCE. Fue profesor de Literatura en el Colegio Benigno Malo de su ciudad y en el Colegio Agustín de Azkúnaga en Isabela-Galápagos. En Nueva York asistió a varios cursos sobre Literatura inglesa en la Universidad de Columbia y ha colaborado con varias revistas de literatura en Estados Unidos, México, Colombia, España y Finlandia. Es parte de Moderato Contable, antología de narradores cuencanos del Siglo XXI, Antología de Narradores ecuatorianos del Encuentro nacional de narradores ecuatorianos, en Loja 2015. Su libro “Un día de invierno en Nueva York” es su opera prima.