En Cuenca siempre hemos presumido de tener instituciones “serias”: notarios de voz grave, registradores que parecen custodiar la memoria de la república y oficinas en donde se respira esa mezcla de papel, solemnidad y café recalentado. Uno entra a una notaría y siente que ahí el Estado todavía existe, aunque sea en modo minimalista.
Tal vez por eso la ironía pesa tanto. Porque hubo un tiempo —y muchos aún lo recuerdan— en que la ciudad tenía otras guardianas de lo limpio: las lavanderas de los ríos. Mujeres que convertían el Tomebamba, el Yanuncay, el Tarqui y el Machángara en largas franjas de ropa extendida al sol, en conversaciones que eran comunidad, en un trabajo que olía a agua, piedra y esfuerzo digno. Aquellas lavanderas despejaban la suciedad real; limpiaban la vida cotidiana.
Hoy, en cambio, cuando hablamos de lavar, ya no hablamos de ropa ni de agua: hablamos de dinero. Y en ese tránsito —de los ríos al papel sellado— se esconde una historia que preferimos no contar.
Porque no lo digo yo: lo dicen los datos. Entre enero y mayo de 2025, la UAFE detectó USD 600 millones en operaciones sospechosas de lavado de activos en el país. Seiscientos millones. Cinco meses. La cifra supera lo que antes se detectaba en un año entero. Y uno aprende a no sorprenderse: cuando el dinero se lava, nunca vuelve al río; se escurre por instituciones que deberían filtrar, pero que a veces solo fingen hacerlo.
No es casualidad que el sector inmobiliario sea uno de los terrenos más fértiles para estas operaciones. Es sencillo: el dinero ilícito encuentra techo, escritura y vista al río, y de pronto parece respetable. En ese punto vuelven, como sombra, las lavanderas: ellas lavaban a cielo abierto, con jabón azul, frente a todos; hoy el lavado se hace en oficinas silenciosas donde no hay jabón azul sino Johnnie Walker azul.
Las notarías cuencanas, por ejemplo, pueden pedir tantas copias de cédula que casi exigen una radiografía del alma del usuario. Pero cuando llega el momento de identificar al beneficiario final o preguntar por el origen de los fondos… ahí la rigurosidad se diluye como en jabón en los ríos. La solemnidad se convierte en una especie de cortina de agua: brilla, pero no moja. Y la ciudad, tan amante de sus tradiciones, no parece extrañar que las nuevas lavanderías no estén junto al río, sino junto al sello.
El Registro de la Propiedad tampoco escapa a la metáfora. Es el último filtro, el punto en que la casa se convierte en documento y la sospecha en legalidad. Pero ese último filtro no revisa el origen del capital; registra lo que viene con firmas y timbres. La cadena institucional funciona, así, como un cauce desviado: si la notaría no pregunta demasiado y el registro inscribe sin mirar demasiado, la propiedad queda limpia. Limpia como camisa recién tendida en la orilla, pero lavada con almidones sujetos a fiscalización.
Los casos lo demuestran. Desde Coopera, con comisos y sentencias entre 2019 y 2020, hasta investigaciones recientes por más de USD 21 millones en transacciones sospechosas, Cuenca acumula historias de lavado disfrazado de inversión. Y mientras el país duplicó el número de procesados por lavado entre 2023 y 2024 —18 a 36— las condenas siguen siendo pocas. Las lavanderas de antaño tenían más supervisión comunitaria que muchas de nuestras oficinas actuales.
Y, sin embargo, todo ocurre en silencio. No hay máquinas industriales haciendo ruido. No hay espuma que flote sobre el agua. Hay firmas digitales. Hay citas con aroma a legitimidad. Hay notarías donde los sellos marcan el compás de una impunidad discreta. La ciudad sigue creyendo que la corrupción vive en Guayaquil o en Quito, como si el dinero no supiera viajar, buscar altitud, comprar una casa con vista al Tomebamba y volverse respetable al cruzar el puente.
Quizá, si escucháramos con atención, descubriríamos que las escrituras también tienen corriente: arrastran historias, arrastran silencios, arrastran responsabilidades que nadie quiere asumir. El crimen organizado no irrumpe con motos ni fusiles en estas oficinas: entra con cita previa y les sirven café instantáneo.
Algún día, espero, tendremos notarias y registros que no solo documenten la realidad, sino que la interroguen. Instituciones que no se limiten a secar lo que les llega, sino que examinen la procedencia de la humedad. Que se parezcan más a las lavanderas de los ríos —transparentes, visibles, comunitarias— que a los mecanismos opacos del lavado contemporáneo.
Hasta entonces, Cuenca seguirá siendo lo que es: una ciudad hermosa donde ya nadie lava su ropa en los ríos, pero donde algunos lavan su dinero con una tranquilidad casi poética. Y ese es el verdadero problema político: que mientras discutimos ideologías y peleamos por banderas, el crimen organizado ya aprendió a usar mejor nuestras instituciones que nuestros representantes. No tomó el poder: lo tercerizó. Y lo más grave es que lo hizo sin mojarse los pies.
Portada: imagen tomada de https://acortar.link/OPojNA
Johnny Jara Jaramillo, Cuenca 1956. Estudió Literatura en la Universidad de Cuenca y Musicología en la PUCE. Fue profesor de Literatura en el Colegio Benigno Malo de su ciudad y en el Colegio Agustín de Azkúnaga en Isabela-Galápagos. En Nueva York asistió a varios cursos sobre Literatura inglesa en la Universidad de Columbia y ha colaborado con varias revistas de literatura en Estados Unidos, México, Colombia, España y Finlandia. Es parte de Moderato Contable, antología de narradores cuencanos del Siglo XXI, Antología de Narradores ecuatorianos del Encuentro nacional de narradores ecuatorianos, en Loja 2015. Su libro “Un día de invierno en Nueva York” es su opera prima.