Sé que defender la vida de quienes están en prisión incomoda hoy a una parte del país. Pero la pregunta no es quién merece derechos, sino qué país queremos seguir siendo.
Porque hay una verdad incómoda que la política ecuatoriana ha preferido no mirar de frente: las cárceles del país ya no son instituciones del Estado. Son territorios autónomos del crimen, campos de concentración donde los cuerpos se consumen por tuberculosis, hambre y violencia, mientras el Estado observa desde la verja, como quien mira un incendio que decidió no apagar.
En Ecuador, la palabra rehabilitación es un fósil institucional. Hoy, nuestras cárceles se han convertido en la infraestructura estatal del crimen organizado: el único lugar del país donde los grupos delincuenciales no solo sobreviven, sino que administran su poder con burocracia propia, como si dentro de esos muros funcionaran ministerios paralelos: ministerios de finanzas criminales, ministerios de justicia interna, ministerios de guerra, ministerios de comunicación clandestina.
Desde esos “ministerios”, las bandas deciden quién vive, quién paga, quién muere. Y desde ahí, operan con más estabilidad que cualquier organismo oficial del Estado, porque no cambian de ministros cada tres meses.
Pero este naufragio no ocurre en silencio. Está acompañado por una banda sonora: el relato mediático del crimen. Cada noticiero es un desfile de cadáveres, sicarios en moto, cuerpos sobre el asfalto, negocios baleados, sirenas, cintas amarillas. Todos los días, a todas horas, la violencia se proyecta en pantallas como una construcción permanente del caos.
Y ese relato tiene un efecto devastador: el miedo.
El miedo es hoy la principal política pública del Ecuador. No lo diseñó un ministerio ni un gobierno: lo construyeron los medios de comunicación, uno tras otro hasta convertir al delincuente en una figura omnipresente, casi mitológica. Y cuando el miedo se instala, una parte de la sociedad empieza a susurrar —y luego a gritar— frases que en otros tiempos habrían estremecido:
“Los criminales no tienen derechos.”
“Que se maten entre ellos.”
“Ojalá hubiera pena de muerte.”
Y si alguien, desde la mínima decencia humana, recuerda que incluso un preso tiene derecho a la vida, la respuesta llega con la rapidez de un latigazo:
“¿Y qué hay de los buenos ciudadanos? ¿Acaso no tenemos derecho a vivir en paz?”
Esa frase, repetida como un mantra, revela algo doloroso: el país ha sido entrenado para pensar que los derechos humanos son un privilegio condicional, no una condición universal. Y esa pedagogía del odio es funcional al poder, porque convierte la crueldad en una forma aceptable de gobierno.
En ese clima, Noboa no necesitó justificar sus políticas brutales: la televisión ya lo hizo por él. La población, exhausta y aterrorizada, dejó de ver a los presos como seres humanos y empezó a verlos como una amenaza abstracta que hay que contener a cualquier costo.
Esto permite un absurdo monumental: mientras el gobierno presume firmeza, las bandas criminales controlan desde sus “ministerios” intramuros todo aquello que el Estado renunció a gobernar.
Porque un país que permite que sus reclusos mueran como animales no está construyendo seguridad; está cultivando barbarie. Una barbarie que no se queda en los muros: se filtra, se expande, regresa…y un día te toca a ti.
Mientras el miedo siga gobernando nuestro imaginario, las pantallas seguirán construyendo la ilusión de que la violencia se combate con más violencia, que la crueldad es eficiencia, que los derechos estorban.
Pero la verdad es otra: cuando el Estado renuncia a lo humano, no derrota al crimen, lo imita.
Defender la vida en las cárceles no es defender a los criminales:
es defender nuestra última frontera moral.
Porque si el Estado tiene derecho a dejar morir a unos, mañana tendrá derecho a dejar morir a cualquiera.
Y cuando esa línea se cruce —si no se ha cruzado ya—, no habrá relato mediático que pueda salvarnos del país que hemos permitido que nazca.
Portada: imagen tomada de https://n9.cl/w8mr7
Johnny Jara Jaramillo, Cuenca 1956. Estudió Literatura en la Universidad de Cuenca y Musicología en la PUCE. Fue profesor de Literatura en el Colegio Benigno Malo de su ciudad y en el Colegio Agustín de Azkúnaga en Isabela-Galápagos. En Nueva York asistió a varios cursos sobre Literatura inglesa en la Universidad de Columbia y ha colaborado con varias revistas de literatura en Estados Unidos, México, Colombia, España y Finlandia. Es parte de Moderato Contable, antología de narradores cuencanos del Siglo XXI, Antología de Narradores ecuatorianos del Encuentro nacional de narradores ecuatorianos, en Loja 2015. Su libro “Un día de invierno en Nueva York” es su opera prima.