Iniciamos el año con la celebración universal del día de la paz, escuchando el mensaje del Pontífice y las declaraciones pacificadoras de las Naciones Unidas. Nos llegaron también y con abundancia superflua otras deliberaciones de paz, de parte de todo los que por ministerio u oficio tienen obligación de hacer caminos para el encuentro pacifico de los seres humanos. La mente común descubre que acaso son demasiadas las declaraciones de paz y son muy pocas las actitudes verídicas de pacificación personal y comunitaria. De este entrecruce de muy pocas actitudes con muchas voces, lo único que le llega al mundo suele ser una gran confusión y de ella nadie puede esperar nada.
Por lo mismo, deberíamos concertar un compromiso comunitario para que, a nivel de personas y de grupo, desde un pacto de silencios y diálogos sencillos, vivamos sin declaraciones de ninguna especie, un gran afán pacificador. Debemos vivirlo en la historia personal y en la realidad social. Ese afán de paz debe llevarnos a programar, preparar y conseguir una declaración de haga la conciencia de cada uno a su propia personalidad, mi conciencia -a mi personalidad- en la que se me diga lo que puede hacer para construir la paz y lo que me impide conseguirla, lo que establece barreras entre mis intereses aparentemente justos y las necesidades realmente exigentes de los demás.
¿Qué significa tener buena voluntad? Cuando éramos niños y vivíamos la herencia de una formación catequística muy formalista, no asomábamos al miedo más asustante, cuando los profesores y confesores nos decían que el infierno está lleno de buenas voluntades, que nunca pasaron de la línea fácil de la “buena voluntad”. Desde ella al menor acto de comprensión y amor humano hay una distancia muy grande, en la que vive el egoísmo, reside la vanidad, manda el orgullo y se impone la mentira. Y todos esos pecados son lo que conforman el mundo opuesto a la “buena voluntad”.
Hoy no tenemos necesidades de asomarnos a ninguna predicación del infierno ni comprometer nuestro cambio de vida desde el susto provocado por ninguna pintura. Hay infierno en tantas pasiones de los poderosos y de los mínimos. Hay tanto infierno en tanta mentira insignificante, pero derrumbadora, en tanto engaño público y privado, en tanto falseamiento cínico de la vereda. Hay tanto infierno en la pasión consumidora del provecho propio y en el frenesí del beneficio monopolizador. Hay tanto infierno en el castigo irredimible al que se condena al valiente y hay tanto infierno en la exaltación farsante de la técnica aprovechadora sobre la ciencia responsable. Hay tanto infierno en el cinismo de casi todos los pactos de amistades que celebran los enemigos disfrazados de amigos o hermanos.
Para todas estas actitudes falsas, que pertenecen a la línea de las llamadas “buenas voluntades”, el Evangelio tiene una sola versión de la auténtica buena voluntad anunciada por Cristo inocente, por voz de ángeles que iniciará su revelación histórica. La paz que Cristo promete al nombre de buena voluntad, supone que el ser humano desarme su corazón y fortifique su inteligencia, renuncia a la agresividad y se consagre a la luz, destierre la agresividad y profese la comunidad, para que desde el amor encuentre la comunidad, desde la luz salga su palabra de encuentro. La buena voluntad evangélica no es sino el humilde reconocimiento propio. El hombre que se ve a sí mismo tal cual es, se encuentra con la huella de Dios y la sombra del barro. Verle a Dios sin turbación idólatra y reconocer el barro sin humillación, eso es tener buena voluntad de la auténtica y única paz.
Publicado en diario El Mercurio, 1986.