Introducción
Durante los mejores años de mi infancia y adolescencia tuve la oportunidad de viajar desde Cuenca hacia Ibarra, la ciudad natal de mi madre, para pasar las vacaciones escolares. Montañas, ríos, valles y lagos nos señalaban el camino y anunciaban la llegada. Nos permitían experimentar el mundo externo, lejano y ajeno, pero a la vez añorado, porque el destino final nos sabía a infancia, a familia, a abundancia, a disfrute, a libertad.
Los recorridos anuales de más de setecientos kilómetros en aproximadamente catorce horas de viaje fueron gratamente vividos por nosotros –hermanas y hermano– porque a ellos estaban asociados la seguridad del viaje, rigurosamente preparado por nuestro padre, a través de las revisiones y controles a los que sometía a la camioneta, así como el estricto examen de las condiciones de salud y alimentación diseñado por nuestra madre.
El viaje nos permitía el encuentro con la familia de Ibarra, con la Mamá Marianita y el Papá Victitor, con las primas, con las tías, con las golosinas, la visita a Otavalo, los viajes a los Lagos, el recorrido por el mercado municipal, la confección de ropa nueva, el helado de paila, el aroma de las flores del jardín y la misa de domingo. Y es que la experiencia de atravesar las fronteras internas de nuestro país, en el período vacacional, se quedó grabada en nuestros más hermosos recuerdos, se quedó en nuestra piel…
Junto a la experiencia física se entrelazaba la vivencia emocional. La visita anual a la casa de Ibarra nos permitió acercar, de alguna manera, las distancias entre “el Sur” y “el Norte”. En efecto, siempre la Mamá Marianita exaltó, como hazaña, el hecho de que viajáramos desde tan lejos. Pero las vacaciones también nos permitieron identificar las divisiones, las fronteras, los límites, muy bien definidos debido a la clase social, el género de las personas, el color de la piel, las creencias religiosas. Las fronteras que existían y siguen existiendo entre la población mestiza y la población negra, entre las familias constituidas a partir del matrimonio y aquellas que no lo están, entre las personas que lograron adquirir una preparación profesional y aquellas que no lo hicieron, entre los miembros de la familia y las personas encargadas de su servicio.
El cruce de la frontera y la experiencia del viaje de fin de clases tuvo el rostro de la abundancia de la mesa de la Mamá Marianita, de las golosinas del Papá Victitor, del juego interminable hasta altas horas de la noche, del descubrimiento del espacio, del reconocimiento de los logros académicos, del afecto de la propia familia.
El trabajo que presento a continuación fue construido luego de buscar, encontrar y desempolvar un conjunto de textos sin editar que había guardado en un baúl desde el año 2000, a partir de una serie de entrevistas que tuve la oportunidad de realizar a la Mamá Marianita, mi abuela materna. Son fragmentos obtenidos a partir de mis preocupaciones por rescatar la memoria de las mujeres que han estado presentes a lo largo de mi vida.[1]
Entre el cuidado y la formación profesional
La infancia de la Mamá Marianita se desarrolló junto a su madre, Rosa Jiménez Aguirre, quien en 1929 se quedó viuda. “Nosotros vivimos largo tiempo con mi mamita.” Por ello, los recuerdos de su infancia están ligados a la fuerte presencia de su madre:
Me gustaba mucho el estudio a mí. Siempre salía con premio de medallas, de tres, cuatro, cinco medallas, con cinta en la medalla. Después de dar el examen, salía con la premiación de las cintas. Un pecho lleno de medallas… de exactitud, de conducta, de urbanidad… De todo eran las cintas que sacaba yo. De eso se moría de gusto mi mamita. Mi bonita, decía, ¿cómo está siguiendo los estudios?
En efecto, hablar de su infancia es hablar de su madre, del gusto por el estudio, de la comida, de la vecindad, de la vida del campo… Los paseos, el pan de leche, una buena comida –de gallina con papas, tortillas, tamales, quimbolitos, humitas–, así como las celebraciones familiares son, todos, recuerdos de los primeros años de su vida. La imagen de la madre está presente en la organización de la fiesta, en dar de comer bien, aunque ello implique “gastar bastante plata”. “Tenía ese gusto, dar de comer a toda la familia, convidar a las vecindades… Sabía ser mi mamita así, tan generosa, tan buena.”
Compartir con las familias vecinas alimentos que requerían una especial preparación era una forma de “conquistar” amistades. A su madre le gustaba tener amistades y convidarles los alimentos preparados por ella. “Si hacía humitas, daba a la vecindad entera. Canastas de humitas. Qué ricas que salían. Lo mismo si hacía tamales, quimbolitos…”
Recuerda las fiestas por el santo de su madre en Yahuarcocha. No le faltaban los regalos de varias de sus amistades: cristalería, locería, toallas, ropa, de todo, “porque mamita sabía festejarse muy bien”. La señora Carmen Franco se encargaba de preparar tres, cuatro, cinco gallinas. La misma señora se hacía cargo de asar los cuyes, cocinar las papas, el mote, el choclo… y de preparar la chicha de jora. Su mamá llevaba el pan y un queso picado –grande y bueno– para el café. “La fiesta duraba de dos a tres días… hasta que se acababa el pondo de chicha”.
Su madre era parte de un grupo numeroso de hermanos –dos varones y diez mujeres–. Había vivido en Ibarra hasta la edad de siete años, luego de lo cual se había trasladado a vivir en Chaltura, un pueblo ubicado en el sector rural de Ibarra, donde sus papás habían comprado un terreno y una casa.
Su madre se había educado hasta la edad de doce años, concluyendo la educación primaria. Según la Mamá Marianita, no se trataba de una buena enseñanza. En ese tiempo, la preparación de los estudiantes era escasa –decía. Apenas llegaban a leer, escribir y realizar las operaciones básicas con los números. Tampoco las profesoras habían logrado realizar otros estudios que no sean los de la enseñanza primaria.
Se hacía profesora con sexto año, no más. Y las profesoras dizque tenían guaguas, hijos de solteras… Dizque mandaban a lavar pañales. A cada una de las alumnas les decían que vayan a lavar los pañales del hijito de la profesora. Las alumnas tenían que obedecer y ya no asistían clases, se perdían la clase, siempre se atrasaban, ya no aprendían… Para el examen de las profesoras, las madres de familia tenían que dar gallinas, huevos, cuyes, la banda de música… A los examinadores les daban caldo de gallina, ají de cuyes, la chicha, todo eso tenían que hacer los padres de familia para el examen de cada alumna. Uno ponía una cosa, otro ponía otra cosa, y así sucesivamente. Se hacía la fiesta, los bailes, la chicha, el aguardiente… Al examinador más preparado dizque le daban más de beber, de comer, buenos platos… Dizque le entregaban un pollo entero, preparado con papas, con todo… Mi mamita dizque no había sabido escribir bien. En el campo dizque era así…
En el año 1943 falleció su madre. No tuvo acceso a atención médica. La Mamá Marianita la recordaba como una mujer trabajadora –dedicada a la elaboración de empanadas, preparados de cuy, de gallina–, pendiente de la educación de su hija, temerosa de Dios. “Mi mamita vivía bien… Falleció con los auxilios necesarios, confesada y comulgando…”
Yo quería ser profesora, la ilusión de mi mamita. Ya cuando quedó solita me decía: Mijita, yo quiero que seas una buena profesora, yo te he de acompañar donde te destine el magisterio. Yo te he de acompañar. Las dos solitas nos quedamos y decía que sea profesora. No pudo ser así…
El cuerpo envejecido y enfermo: autonomía y cuidados
Mi mamita me educó bien para ser una buena esposa, conseguir un buen marido y ser adherida a las cosas de Dios… Dios, nuestro Señor… él es el único que nos ha de favorecer en la hora de nuestra muerte. Yo siempre he sido adherida a las cosas de Dios. Siempre me ha gustado rezar, oír la santa misa… Nunca he faltado a misa.
Acostada en su cama, la Mamá Marianita lamentaba no poder realizar todas las actividades a las que siempre había estado acostumbrada y que tenían una especial significación para ella. “A la edad avanzada ya no se puede hacer nada, se va decayendo, la persona ya no tiene la misma agilidad para ir a misa, el mismo gusto para conquistar amistades…” La enfermedad es sinónimo de invalidez. La frontera está en el propio cuerpo.
Ambos rezamos el rosario… El Victitor reza el santo rosario todos los días, a las cinco de la tarde y a las ocho de la noche. Él también es un hombre muy devoto. Antes rezábamos juntos, pero ahora él reza por sí solo, en la sala. Se sienta en el sillón y reza… Cuando termina viene y dice ¿ya acabó? Yo le digo: no acabo todavía. Así rezamos el santo rosario. Con esta enfermedad me he olvidado los misterios. No me acuerdo los misterios gozosos, dolorosos, gloriosos…
Y es que la enfermedad –que duró alrededor de cuatro meses– redujo notablemente su capacidad de movimiento e incluso le impidió “hablar bien”. Permaneció entre ocho y diez días sin poder hablar. “Así, en silencio”. Lo que más le preocupaba a la Mamá Marianita eran los quehaceres de la casa y quién pudiera hacerse cargo de ellos. La Lupita, su primera nieta, fue quien le acompañó durante dos meses y medio. También le acompañó su hija Juanita, quien se encargaba de todo. “Mijita es buena. Conforme es buena, es brava también…”
Cuatro meses no fui a la misa, por estar así, inválida… Ahora ya puedo andar… Camino cogida del brazo de mi marido o de mis hijas. Así me iba a la clínica, a hacer los ejercicios, a hacer la rehabilitación. En la clínica se gastó mucho dinero. Cada semana era cien mil… En el mes, cuatrocientos mil. Ahora las medicinas, ¡qué caras! Harto se gasta. Me quedé inútil…
La Mamá Marianita sufría de una diabetes desde “el año 1982”. El diagnóstico de esta enfermedad define un antes y un después respecto de sus recuerdos en torno a la alimentación. “Me ha gustado comer todo lo que Dios da”. De modo especial, afirmaba que le gustaba el caldo de gallina, el caldo de patas, el hornado…, alimentos que le prohibieron ingerir porque le hacían daño. También le gustaban los helados, pero tampoco podía probarlos porque los alimentos de dulce podían llegar a afectarle. No podía tomar el café, sino con edulcorantes. “Vea, aquí están las hermesetas. Le pongo cinco o seis a la bebida. Aun así, el cafecito o el jugo quedan desabridos…”
Yo no como arroz ni como mucho pan. No como papas porque me hacen daño, tal vez unita o dos. Fideos, casi nada, porque eso también me prohibió el médico. Lo demás, sí. Me sirvo la avena, el arroz de cebada… De vez en cuando el arroz, las papas, la zanahoria. Camote, tampoco puedo comer. Plátano frito, plátano cocinado…, eso puedo comer. La sopa de fideos, de repente, por casualidad. De ahí…, prohibida de las cosas que le menciono.
Por el contrario, abundan los recuerdos acerca de los alimentos “permitidos” en su infancia. A la Mamá Marianita le gustaban los plátanos (plátano guineo, plátano seda, plátano rosa), las granadillas de hueso, los bizcochuelos, el socrocio “que la señora Alejandrina preparaba de puro dulce”. Nunca faltaron los huevos o el pan. Le gustaba la fritada que preparaba su mamá en una olla grande, entreverada con el tostado de manteca, así como el caldo de patas y la sopa de lengua de res. En el negocio de comida que tenía su mamá se preparaban tortillas, con ají o chochos, así como las empanadas de queso y de plátano. Cada domingo su mamá preparaba chicha, la chicha con de arroz o la chicha bruja. Infaltable era el café con leche, o el café en agua, o el agua de canela, siempre con dos panes, antes de irse a la escuela. Además, su mamá le daba un real diario para comprar la agüita de cedrón que se vendía en el colegio, con dos panes amasados.
En las épocas especiales, como la navidad, la Mamá Marianita hacía tamales, quimbolitos, humitas, champús, dulce de higos… Dos o tres canastos llenos de todas esas delicias que solía preparar regalaba al vecindario entero.
He tenido una niñez muy sencilla, muy obediente para con mis padres. He vivido una vida muy austera, adherida a los quehaceres domésticos de la casa. Nunca he quedado mal con el compromiso de una deuda. Ni hablar del prójimo me ha gustado. Jamás he quitado el honor a nadie. No he sido golosa…
Cuerpo encerrado: casa y calle como fronteras reales e imaginadas
Yo he llorado mucho. Mi vida ha sido muy difícil. Siempre he padecido… Haberme casado muy niña… haberme formado sola en el hogar, sin esperar que haya una contemplación de ayuda…
La idea del espacio doméstico-familiar, como prisión, forma parte del relato de la Mamá Marianita, así como la prohibición de traspasar ciertos límites impuestos a los niños, a las mujeres, a las esposas, a las personas mayores, a los enfermos. Cada una de estas identidades, vividas de forma yuxtapuesta, dan cuenta del “deber ser” asignado históricamente a los sujetos.
Con dolor, la Mamá Marianita describe diversas situaciones experimentadas como encierro a lo largo de su vida. Dice que su niñez fue muy “metódica” y que la vivió “metida” en la casa. “Encerradita ahí en la casa, echada llave… Nunca mi mamita me sacó de tiernita a la calle…” Recuerda que alguna vez se rompió una olla grande de agua que inundó la casa y que ella fue encontrada en medio del agua.
¿Salir a jugar con las vecinas del barrio? Nunca, pues no contaba con la aprobación de su madre para esta actividad. Uno de sus mayores anhelos en la infancia era “salir a ver unas vistas en la plaza. Era como salir a ver películas”. A pesar de las invitaciones que recibía de su tía Celina y de sus primas, nunca obtuvo el permiso de su madre. “Mándeme mamita –le decía yo–. ¿Para qué? ¿Para estar enserenándose ahí en la plaza pública? –me respondía ella–.”
No. Nunca vi de niña unas películas, ni buenas ni malas, nada. Encerrada, echada llave la puerta… Nunca me sacó mi mamita. Jamás me sacó a alguna fiesta… Si se iban a una fiesta, a pasear, a tomar una chicha de jora, a un paseo, yo me quedaba encerrada. ¿Qué idea tendría mi mamita, de no llevarme nunca a ninguna parte? A los cinco años salí de la prisión, de la esclavitud, del encierro… ya fui a la escuela, donde las madres. Ahí me eduqué hasta el sexto grado.
Por el contrario, la escuela es recordada como uno de los espacios más gratos, tal vez porque estuvo relacionado con la posibilidad de estudiar, de ser “buena alumna”, recibir el afecto de sus maestras, establecer relaciones con otras niñas de su misma edad, salir al mundo exterior… “Yo no perdí ni un año. Me eduqué bien. Las madres eran muy buenas… Me acuerdo de la madre Josefina del asilo. Qué madre tan buena, cómo me quería. Le tengo presente a la madre Avelina de sexto grado. Ella me hacía cuidar a las niñas, anotar a las que se portaban mal…”
Salíamos de paseo con todas las niñas, a la hacienda de la Victoria. Llevábamos avío. Tenía un canastito chiquito en el que llevaba bastantes cositas de comer: naranjas, plátanos, melcochas, la fritada y el tostadito. De ahí comía con la Zoila Amada de la Fuente, con la Isabel Canelos, con la Blanquita Pérez, con la Cecilia Saúd… con ellas me llevaba muy bien. Todas, amigas. Las madres nos llevaban a pequeños paseos cercanos.
“¡Uh! La escuela era linda”. El recreo era experimentado por la Mamá Marianita como uno de los momentos más gratos porque le posibilitaba el desarrollo de tantos y tantos juegos. El recreo le permitía el encuentro con todas sus compañeras de estudios. “Yo me llevaba con todas las niñas. Con ellas jugábamos a la pájara pinta”. Enseguida entona una canción, tal como la recordaba:
Jugando a la pájara pinta…
Jugando a la pájara pinta
sentadito en un verde limón,
el pico le coge a la dama,
la dama le panda al amor,
ayayay tú eres mi amor,
me levanto al pie de tu manto,
me levanto de pie constante,
dame la mano,
dame la otra,
dame un besito que sale de tu boca,
la doncella Ermita
y el conde Laurel,
que salga a jugar
no encuentro con quién.
De modo muy especial vienen a su mente los paseos a los que su madre le solía llevar “ya de señorita, y de casada también”. Efectivamente, gratamente recuerda cómo salía con su mamá a ver “los inocentes”, de noche. Su mamá le llevaba, además, a tomar café con galletas o con aplanchados. Se iban juntas a los sanjuanes y su mamá le brindaba empanadas, tortillas, caucara… lo que vendía la gente por ahí. En “finados”, su mamá le llevaba al cementerio y después le ofrecía el champús con las guaguas de pan. “Así… nos íbamos a pasear las dositas.”
“Ir a misa era lo infalible”. Especial es la vivencia que implica el recorrido de la casa a la iglesia. Antes, a misa de seis de la mañana y, después, a la de las ocho. Luego, el retorno a la casa, para desayunar con todas sus hijos e hijas –y más tarde con sus nietos y nietas–. “Con toditos he ido a misa”.
Caminando me iba a la iglesia de Santo Domingo, con mi mamita, con mi marido, a veces con las guaguas. Siempre se han criado temerosos de Dios y amantes al catolicismo. No les eduqué en colegio católico, pero sí en el temor de Dios. Siempre rezando el santo rosario y así por este orden.
Una nueva experiencia con el mundo exterior la proporciona el ejercicio del sufragio. “Siempre he votado… toda la vida.” Una vez que alcanzó la edad suficiente para votar, la Mamá Marianita no dejó de ejercer este derecho. “Tengo el registro de este año, ese que nos hacen firmar después de la votación. He dado mi firma y mi votación en cada una de las elecciones para presidentes”, señala con orgullo. Recuerda a Isidro Ayora, a Galo Plaza y a Velasco Ibarra, como ex presidentes de la República. Su idea de un buen presidente es que “sepa gobernar a la nación y que no suba los precios”. Y es que, según la Mamá Marianita, en la actualidad todo está caro, no se puede comprar fácilmente, por más que se cuente con dinero. “La vida de antes era muy buena. Se ha tenido bastante alimentación porque todo se ha conseguido barato. Ahora no hay alimentación que sea suficiente para poder vivir.”
La televisión era especialmente apreciada por la Mamá Marianita. Se trataba de un elemento que le permitía conectarse de alguna forma con el mundo exterior, a través de las noticias y de las novelas. “Es el embeleso mío. Pero el Victitor dice que ya no es necesaria”.
La televisión… me gustaba mucho cuando tenía. Ahora no tengo nada. Ya no veo bien (–sus ojos se llenan de lágrimas–). Tengo cataratas… de eso me iban a operar. No me dejó el Victitor. Me hice examinar con un médico que vino de Quito. “La enfermedad está avanzada… si quiere ver unos dos años más, le podemos operar” –indicó–. Pero mi marido dijo que, para dos años, mejor que se quede así…
“Fiel y constante”: el cuerpo vestido de blanco
Dos hechos, separados uno del otro por apenas cinco años, permanecen entre los más importantes recuerdos de la Mamá Marianita: su primera comunión y su matrimonio. En los dos aparece vestida de blanco.
Para la primera comunión se puso ropa nueva, se vistió de blanco entero y usó una corona. “Esa fecha es memorable para mí, inolvidable… Hice la primera comunión de nueve años y con buenos padrinos”. Su mamá le llevó de paseo a Caranqui, en un coche tirado por dos caballos. Su mamá compró el pan de leche –grande, exquisito, en abundancia– y la tía Celina hizo melcochas para toda la familia.
Su matrimonio fue “solemnísimo”, según refiere la Mamá Marianita. Ella llevaba un vestido blanco, medias y zapatos igualmente blancos. Las señoritas Dávila le vistieron, le peinaron y le prestaron el velo. El novio vestía un terno de casimir, de color azul marino. La ceremonia fue oficiada en la Iglesia de San Francisco, a las seis de la mañana, por el padre Noboa, “un sacerdote de lo mejor, muy bueno para la confesión” que había llegado para enseñar el catecismo.
Recuerda que un día, saliendo de clases con sus compañeras, vio pasar a un joven montado en un caballo gringo, un caballo de paso, un caballo fino. Había llegado de Zuleta. Al pasar, él le prendió la mirada y se quedó parado durante un rato. También ella permaneció quieta, fijando su mirada en el joven, hasta que él dio vuelta por la Iglesia de San Francisco. Otro día, cuando ella se encontraba tejiendo en el portón de calle de la casa de una de sus compañeras –Angelina Garrido–, ubicada en el sector de La Merced, llegó el joven y le dijo que expresamente había pasado para saludarle. “Con esta eran dos veces las que nos habíamos entrevistado”.
Contando con el visto bueno del futuro suegro, el joven visitaba la casa con frecuencia, llevando toda clase de regalos. La primera vez llegó acompañado de Rafael Morales –un hombre mayor– y dos jóvenes más –Gonzalo Capelo y Elías Ponce– para hacer preparar dos gallinas en el negocio de comida instalado en su casa. Al día siguiente le hizo llegar dos quesos prensados, de marca, de los que se vendían en la hacienda Zuleta. Luego le envió un quintal de papas, “con los indios de la hacienda”.
En otra ocasión el joven mandó una carta dirigida a los padres de la niña. Era una carta “bien expresada” que decía textualmente: “Les escribo estas pocas letras, manifestando el cariño que siento por su hija.” “Este joven me gusta” –expresó la niña–. “Hijita, debes casarte con este hombre” –sentenció el papá–”. Y así se consintió el matrimonio. Pero la mamá nunca llegaría a estar conforme con esta decisión. “Ni muerta… permitir que mi hija se desperdicie con uno de estos forajidos –había expresado–.” “¿Por qué ha aceptado relacionarse con este joven?” –cuestionó la madre a su hija–.
De doce salí de la escuela y de catorce me casé. Yo acepté porque le quise. Nos casamos en el año 1927. Yo, fiel y constante en el matrimonio.
La casa que nunca fue suya: género, trabajo y propiedad
Una vez que contrajeron matrimonio, los esposos vivieron en la hacienda Zuleta. El papá Victitor era contador de la hacienda y llevaba la contabilidad del ganado, de los productos que cosechaban en la hacienda (trigo, cebada, habas, maíz, morocho, lenteja, leche). En la hacienda –de propiedad del ex presidente de la república, Galo Plaza– se elaboraban los quesos y la mantequilla que se enviaban a Ibarra y a Quito, productos especiales que llevaban el nombre de Avelina Plaza.
Muy pronto, la Mamá Marianita aprendió a bordar con la comadre Elvia Velasco, una señora mayor a quien le gustaba enseñar el oficio. Sentada junto a ella en un corredor alto de la hacienda, la Mamá Marianita bordaba las camisas “de las doñas”, en diferentes lanas: azul, rosada, de todo color, combinando las solapas, las mangas y las pecheras. Y con el dinero obtenido por la venta de las camisas compraba más material para seguir bordando.
Me hacía de mi platita… Yo trabajaba en eso cuando me casé. Sabía bordar perfectamente bien, pero con las enseñanzas de la comadre Elvia Velasco: “Así, de esta manera, se hace Marianita”. Las doñitas sabían dejarme los agrados para que les dé bordando las camisas. Me traían de regalo huevos, arvejas, porotos, maíz, morocho… Yo les daba haciendo las camisas. La comadre me daba vendiendo en 20 sucres y me traía la plata.
La Mamá Marianita también trabajó haciendo pan. Igualmente, en este caso el aprendizaje se basó en la práctica habitual conducida por la señorita María, “mujer del señor Alberto Mora” –ayudante del Papá Victitor–. Ella les entregaba un quintal de harina, manteca, huevos, levadura, sal… y les enseñaba a elaborar el pan. “Nos tocaba el turno de hacer el amasijo de un quintal para la gente de los gañales. Un pan bien hecho, con hartos buenos, con harta manteca…”
Después de cinco años de matrimonio, compraron la casa de Ibarra, en la que vivieron desde 1947.
La casa de mi mamita, que ya no es mía, fue vendida por el Victitor al mismo vecino de al lado. La señora que vivió ahí dos años y medio pagaba cuarenta sucres mensuales por el arriendo. Yo le pedía a la señora que me compre. “No tengo plata” –me decía–. ¿En cuánto le vendería? No sé.
Con el producto de la venta de aquella casa el Papá Victitor pagó las alcabalas de la casa de Ibarra, que fue adquirida en 30.000 sucres, constituida, en ese entonces, por un dormitorio, un cuarto pequeño y la pieza para los inquilinos. Fue la señorita Carmela Burgos, “una señorita de buenos méritos, de buena vida, religiosa…, quien nos hizo comprar esta casita”. Tanto el dormitorio como el cuarto pequeño únicamente tenían “teja vana”. Posteriormente se fueron adecuando los tumbados y blanqueando las paredes. Tiempo después, “el Victitor hizo fabricar las otras piezas, gastando la plata, la madera, el material, todo…”
Más antes, mi casa –la casa de mi mamita– no era ni empañetada, ni blanqueada, ni con tumbado. Ahí nací, ahí me crie y ahí me casé… ¿En cuánto vendería la casa el Victitor? No me avisa hasta ahora.
Nosotros y los Otros: género, jerarquías y poder
Durante el matrimonio, el Papá Victitor había comprado unos terrenos en Guagalá, Pimampiro, que solían visitar periódicamente. Se trataba de terrenos “de más de doscientas hectáreas”, que eran trabajados por “partidarios” y que les abastecían periódicamente de trigo, cebada, maíz, chulpi, habas, morocho, canguil, zambo, zapallo, pepa de zapallo, conejos y puercos. “De allá venía todo…”
Recuerda la Mamá Marianita que en la primera siembra se dio un zapallo tan grande que un hombre solo no pudo levantarlo; ese zapallo fue traído para una exhibición. La Mamá Marianita se compró un par de conejos (que parían de diez a doce crías) y los mandó a la montaña. Allá le “daban criando”. Cada año su suegra le “daba engordando” un puerco. La carne permanecía colgada, adobada con ajo, comino, cebolla y achiote. Se comía mucha carne de chancho. “¡Jesús!, teníamos la olla llenita de fritada y tostado…”
Mis partidarias no tenían ni qué comer. Venían a regalarme lechuguitas, papas, zanahoria blanca, cebolla gruesa. Con lo que quiera venían a visitarme… pobrecitas. Así mismo, después de las cosechas, ellas me venían a dejar acá, a Ibarra… cada una con su canasto y cargadas a mis guaguas, a la Consuelito, a la Hermilita –las gemelitas–. Bien buenas eran nuestras partidarias…
Durante varios años, los partidarios habían estado viviendo en esos terrenos y prestando sus servicios; por ese motivo se organizaron para demandar la entrega de las tierras que ellos habían trabajado. A cada uno le tocó una, dos, tres, cuatro hectáreas… según el tiempo que habían trabajado la tierra.
Me acuerdo de una Rosa Caguasano; después de que murió su marido, ella se quedó con su hijo, sembrando… Había unos partidarios de San Gabriel, el papá y dos hijos, que cuidaban las ovejas y nos traían las cosechas a la casa. Buenos partidarios… Todos ellos se apropiaron del terreno: unos se quedaron a vivir ahí; otros vendieron el terreno que les correspondió. Nosotros nos quedamos sin nada.
En cada cosecha, la Mamá Marianita se iba a Guagalá para elaborar pan, matar uno o dos conejos, traer el hornado…. Había de todo: zanahoria blanca, camote, zapallos, sambo, canguil, morocho, trigo, cebada, quinua, arroz de cebada, fruta… En la hacienda se confeccionaba la chicha de jora, que era envasada en unos pondos grandes para que pueda madurar. También se hacía el pan, amasando dos o tres arrobas de harina, con manteca, huevos, levadura, sal y el concho de la chicha de jora… De la hacienda volvía con doscientos o trescientos huevos, con porotos, arvejas, mellocos, gualicones, motilones, chamburos, tímbalos, y con bastante pan ya elaborado…
Lo cierto es que mis partidarios me querían mucho. Yo iba comprando unas libras de arroz, sal refinada, atún y bancos de dulce… a todos les daba una funda con estos productos. Cuando yo me iba a la hacienda, los partidarios hacían fiesta… me esperaban con guitarras y con cantos… “Ha venido la patronita” –decían– y hacían chicha para brindarme…
A la Mamá Marianita le gustaba tomar el morocho con leche, porque estaba hecho con leche de las chivas. “Solo por eso me iba yo, por tomar la leche de chiva.” Tenían alrededor de quince chivas. Y había una chiva a la que le pusieron el nombre de Fortuna:
Fortuna, Fortuna, favorecida,
vuélveme a poner,
me sacaste de mi tierra,
vuélveme a favorecer.
Fortuna, Fortuna, favorecida,
vuélveme a poner,
me sacaste de mi tierra,
vuélveme a favorecer.
La idea de abundancia se remonta a la infancia de la Mamá Marianita. Recuerda que solía llevar a la escuela una bolsa grande de fritada para intercambiar con los juguetes que Josefina Nieto, una de sus compañeras de aula e hija de un alfarero, llevaba a la escuela: cazuelitas vidriadas o sin vidriar, ollitas, jarritas, monjitas, gallitos, gallinitas, pollitos. “¡Jesús!, me privaba por los juguetes. Era el embeleso.”
Cuando niña, la Mamá Marianita había tenido un montón de juguetes: ollas, lecheras, floreros… Su madre le había comprado mesitas, sillas, banquitas a 12, 14, 16 reales. También le había comprado una docena de “tasitas de China” con sus respectivos platos, así como peroles de aluminio y de hierro enlozado. Asimismo, le compró armarios y estanterías para exhibir los productos para la venta. Su madre le había confeccionado una balanza y bolsitas para poner arroz, azúcar, sal y harina, como si se tratara de una venta. Comenta que su mamá le compró varias muñecas. De manera especial, recuerda que le solía comprar las “muñecas filomenas o muñecas de China” (con cabeza, manos y pies de cerámica y brazos y piernas forrados de tela). “También tenía muñecas de trapo. Esas eran las criadas de las patronas: las muñecas de China…”
Recuerdo a una criada de las Zabala, Rosa… era una longuita que tenían las Zabala (Clotilde y Josefina Zabala). Con ella jugaba, pero era un poco mañosa; se llevaba los trastos de barro y se quedaba con ellos. Yo reconocía las cosas que ella se había robado y le decía: “Te has llevado las cosas mías. ¿Por qué sois así, ladrona? No se coge lo ajeno”. Y le avisaba a la señorita Clotilde Zabala, quien le decía: “Devuelve lo que te has traído de allá”. Y le pegaba en las manos. Y le hacía devolver…
Y es que nosotros construimos las fronteras en las relaciones que establecemos con otros a partir de nuestras expectativas, nuestras vivencias, nuestros intereses y nuestros afectos. Estos fragmentos dan cuenta de las fronteras arbitrarias que los sujetos diseñamos para diferenciarnos de los otros y construir un nosotros.
“Yendo y viniendo”: entre lo público y lo privado
La Mamá Marianita también vivió alrededor de tres años en Santo Domingo de Chorlaví –una parroquia rural de Ibarra–, en la propiedad de sus suegros, quienes le habían confiado el cuidado de un terreno. Entre sus responsabilidades estaba el cuidado de los chanchos, los cuyes y las cosechas.
Yo cuidaba los chanchos… Iba al potrero, cargada un costal grande para coger la hierba y dar de comer a los puercos. Bajaba a Ibarra y pagaba a un hombrecito que me llevaba la papacara hasta la estación, el costal de hierba, y de ahí cogía el tren e iba llevando la papacara para mis puercos. Tenía doce, catorce puercos…
¡Mi vida ha sido amarga! Ciertamente, las condiciones en que la Mamá Marianita desempeñaba su trabajo no eran las mejores. A veces llovía y el corral de los chanchos se llenaba de lodo. Entonces tenía que entrar al corral y, en esas circunstancias, se cubría de lodo hasta las rodillas. Debía limpiar el corral, llevando a la quebrada el lodo podrido junto con la majada. “¡Una tiranía!”. Recuerda que alguna vez se cayó la choza y encontró a los puercos nadando en el lodo. Fue algún tiempo después que le fabricaron una nueva choza para los puercos.
Un puerco pequeño de cuatro o cinco meses de nacido se vendía a 2,50 sucres. A veces se vendía más caro, a 5 sucres cada puerco. El dinero de la venta de los puercos fue invertido en una tienda. Efectivamente, la Mamá Marianita tenía una pequeña tienda en la que vendía una serie de productos de primera necesidad.
Yo tenía mi principal propio que mi marido me dio para que venda. Tenía de venta azúcar, sal, arroz, plátano, pan, dulce, jabón, panela, color y velas de cebo también… Todo, bien surtido. Cuando se me terminaban los productos, entonces volvía a Ibarra para abastecerme de varios quintales. Y vendía, reunía la plata y vuelta volvía a comprar en Ibarra. Así viví largos años, yendo y viniendo…
El negocio le permitió a la Mamá Marianita “tener su plata propia”. Con las ganancias de la tienda ella podía comprar, por ejemplo, la carga de leña para poder cocinar; caso contrario, estaría obligada a cocinar con la sarapanga del maíz, por expresa disposición del Papá Victitor. Pero la sarapanga se convertía fácilmente en ceniza y había necesidad de estar constantemente alimentando el fuego para que este no se apague. No valía la pena cocinar los granos de este modo.
“Cocinará con sarapanga” –decía mi marido–. ¡Qué he de cocinar con sarapanga! –decía yo–. Yo esperaba que pasen unos hombres a los que les compraba la carga de la leña, o la cambiaba con huevos o con sal. Entonces yo ya podía tostar… cocinar el fréjol… lo que quiera…
Las ganancias de la tienda también le permitían a la Mamá Marianita comprar “cualquier cosa que ambicionaba tener: jabones de olor, cremas para la cara, lociones…” y lana para confeccionar diversos tejidos, especialmente, chalinas. A ella siempre le gustó tejer, actividad que aprendió en la escuela. “He sufrido para poder sobrevivir. He trabajado, pero sin tener medios adecuados para poder invertir en algo para mí…”
El Señor, Nuestro Dios, y la maternidad como destino
El trabajo no es afrenta. Mi mamita trabajó largos años para sostenerme a mí. Por eso me decía: “Sea profesora”. Le gustaba mucho que me eduque bien, termine los estudios y sea una buena profesora. Pero no pudo ser así… el Señor me destinó a otra profesión: ser madre de familia. Me casé muy niña y tuve once hijos…
La maternidad, el nacimiento de los hijos, las limitaciones de la enfermedad, los cuidados proporcionados por las hijas, la soledad… están siempre presentes en los relatos de la Mamá Marianita. “He sufrido mucho teniendo los hijos, pero Dios, Nuestro Señor, me da valor y paciencia para todo… conformidad y resignación para sufrir lo que me sobrevenga en la vida.” Con el nacimiento de su primer hijo habría muerto, de no ser por la atención que recibió frente a las complicaciones del parto. Otras mujeres no tuvieron la misma suerte.
Tuve un mal parto. Di a luz con una india empírica que no había sabido nada. “Pares María… pares María” –repetía–, invocando la ayuda de la Virgen. Me ponía un tiesto caliente en la cabeza y me daba un huevo tibio para que arrojara la placenta. No fue posible. Se quedó la placenta en el interior de mi cuerpo. Una señorita Juana Chávez me operó y me puse bien. La señora Mercedes Morales, que vivía en la Hacienda de la Merced, asimismo jovencita como yo, también dio a luz un hijo varón y murió…
“Tener primerito un hijo varón, la satisfacción más grande. El noveno también fue varón. Y de ahí, solo mujeres.” El período posterior a los partos estaba siempre rodeado de cuidados especiales, fundamentalmente orientados a resguardar la alimentación de la madre. Durante “las dietas” era infalible el caldo de gallina, los pasteles, el postre de leche y otros alimentos más, mientras que la zanahoria, la yuca y el arroz seco se hacían presentes de manera ocasional. Por ello se acostumbraba a criar gallinas, las que se “iban matando de una en una…”
La segunda hija nació en Ibarra, en el hospital. “Como ya tuve experiencia, me fui al hospital, de pensionista, bien atendida.” Todos los demás partos se dieron en su casa, atendidos “por las obstetrices: la señora Zoila Larrea, la señora Judith Granda, la señora Juanita Chávez, la señorita Olimpia Gudiño y la señora Carlina Torres.” Lucita y Juanita, hijas mayores, también asumieron los cuidados posteriores a los partos de la Mamá Marianita.
También el cuidado proporcionado por las hijas se hacía necesario “cuando de repente el Victitor se iba a tomar sus tragos”. “Dónde estará… cómo estará… qué será de él?” En estas circunstancias era la Hermilita quien le acompañaba. Ella se iba a la oficina del papá para garantizar su retorno seguro a la casa. “Qué buena era mi hijita, dócil, obediente, cariñosa con sus padres… Sabía dolerse de las cosas.”
El matrimonio de los hijos marca el comienzo del triste camino hacia la soledad. “Se han ido de nuestro lado y uno no se conforma… siempre se padece”. La vida ya no es la misma, señala la Mamá Marianita. Y es que, cuando los hijos estaban solteros, la mesa solía estar llena y comían todos juntos. No obstante, las hijas vuelven a hacerse presentes frente las particulares necesidades de los padres. “Siempre se han dolido de nosotros cuando nos han visto así, enfermos. Cuando se me desvió el hombro de una caída y me operaron en la Clínica de Especialidades, ahí, me acompañó mi Ameriquita. Buena es la nuera también. Es una buena mujer…”
Se ha vivido largos años, se ha tenido los hijos, se ha sufrido… Los hijos se han ido casando… se han desprendido de los padres de uno en uno. Se sufre por la soledad… Pero no me quejo de mi Dios. Hasta cuando se arranque esta miserable vida… hasta cuando Dios diga: “Hasta aquí, no más… te llevo para que descanses de esta vida”.
“Alindada”
Dice la Mamá Marianita que siempre le gustó tener buena ropa y vestirse bien… elegantemente. Se compraba telas finas en el almacén El Globo y se hacía confeccionar la ropa con las vecinas que vivían cerca de su casa. Tenía ternos de falda y saco o vestidos solos… de manga corta y manga larga… de guipur, de tela labrada… de todo color: habano, aceituna, verde, celeste, cardenillo combinado con negro, azul con rayas blancas, burdeos… Tenía alrededor de treinta y cinco costuras, además de varios pares de zapatos, velos y sombrillas. Tenía tanta ropa que incluso le alcanzaba para regalar:
Regalé esos vestidos que no me quedaban bien. Así fui regalando ropita. A la Lupita le di cinco vestidos, a la mamá de la Isabel Calero le di cinco vestidos, a la señora Blanquita le di dos ternos, a la Lucrecita Castro le di un terno, a la Laurita le di un terno, a la Milita le di otro terno, a la mujer del Jorge le di dos ternos. A unos partidarios de Guagalá también les di tres ternos. A los de la montaña también les mandaba bastantes sacos de lana, vestiditos míos, los ternos del Victitor…
Desde que era niña, a la Mamá Marianita le gustaban mucho las cremas, el polvo y los jabones para la cara (“de nácar, París, Heno del Campo, Reuter”), así como el lápiz de labios, la loción y el champú. Siempre consideró fundamental arreglarse y peinarse bien. “Bien guambra y alindada”, la Mamá Marianita comenta que tuvo varios enamorados:
El Humberto Ponce era un enamorado de mi misma edad. El Luis Lazo, un militar, también era simpático. Un Álvarez, hijo de un talabartero… Y así… algunos otros se presentaron, pero no me cuadró ninguno (–y se ríe a carcajadas–). Más le quería al Humberto Ponce, porque era bien bueno y cariñoso, pero la mamá no dizque me quería a mí… por alindada ha de haber sido (–más risas–).
Siempre me gustaba salir bien elegante, de repente, cuando mi mamita me sacaba a pasear. A mi mamita le gustaba que me vista bien. Tenía ropa, pero con demasía. Zapatos, tenía a montones. “¿Por qué le das todo esto Rosita? Se la han de llevar pronto” –decía mi papá–. Y así pasó.
Bien arreglada, así le gustaba presentarse, salir a la calle, ir a misa los domingos. Una de sus obsesiones fue lavar, planchar y dejar su ropa en orden, así como las camisas y los ternos de su marido: “bien limpia, bien planchada, correctamente colgada en los armadores para que no se aje”.
La visita a la Virgen de las Lajas: amistad entre mujeres y libertad
Las romerías que solía efectuar la Mamá Marianita, primero con su mamá y luego con sus amigas, para asistir a la fiesta de la Virgen de las Lajas en la ciudad colombiana de Ipiales, quizá constituya una de sus mayores expresiones de felicidad y de libertad, posiblemente porque le permitía salir de casa y escapar temporalmente del encierro, compartir con sus amigas, disfrutar del viaje, atravesar la última frontera (física y simbólica) y vivir intensamente el encuentro con la Virgen María.
Con mucha ilusión se preparaba para las romerías que realizaba con su mamá, su tía Zoila, todos los sobrinos y sus primos. Ello implicaba, entre otras cosas, participar en la confección colectiva del pan, adobar y asar los cuyes, preparar el tostado (de mantecas) y el pinol. “Llevábamos harto avío para semejante familión.”
La fiesta de la Virgen de Las Lajas se realizaba en el mes de diciembre. Ya casada, la Mamá Marianita acostumbraba a “visitar a la Santísima Virgen” cada año. En esta nueva etapa de su vida, los preparativos incluían a un grupo de alrededor de veinte amigas –menciona a Zoila Amada La Fuente, Blanquita Toro Moreno, Carmelina La Fuente y la señora Marianita Ruano, entre sus amigas–.
Me vestía con un terno estilo sastre y mis amigas me pasaban sacando de la casa. A ellas les gustaba ir conmigo a la romería. Siempre le tuve devoción a la Virgen Santísima. Le llevaba mi confesión, mi comunión y una limosna.
“El avío era solemnísimo”. Todas llevaban alguna cosa de comer, a excepción de la Blanquita Toro Moreno. Y es que la Mamá Marianita solía preparar varias presas de pollo frito, huevos cocinados, tostado de manteca, tortillas y rosquillas de trigo. Elaboraba entre diez y catorce funditas con el avío para entregárselas a sus amigas y al chofer. Por eso era muy apreciada.
De regreso, le cantábamos a la Virgen Santísima. “María, Madre mía, Madre buena…” –y entona la canción–. La última vez le dije a la Virgen Santísima: “No te he de poder volver a visitar” y ya no volví nunca más.
Entre fronteras y encuentros: la memoria viva de la Mamá Marianita
Diversas fronteras intenté cruzar para entrevistar a la Mamá Marianita, no solo las físicas asociadas a los viajes, sino también aquellas basadas en la edad, en las experiencias previas, en los conocimientos adquiridos, en la autoridad que nos separaba, buscando inicialmente derribarlas, sin éxito, para después entender que debía integrarlas en mi trabajo de forma respetuosa.
Las entrevistas fueron desarrolladas dentro de unos márgenes (físicos) específicos. Al principio, fue la cocina de la Mamá Marianita, su espacio propio por excelencia. La cocina fue, sobre todo, un espacio vivo; varias veces las entrevistas fueron “interrumpidas”, según la Mamá Marianita –yo diría, enriquecidas– por la intervención del Papá Victitor, los hijos o los nietos. Al final de la vida de la Mamá Marianita fue el dormitorio el lugar en donde pude realizar las últimas entrevistas, presenciando sin poder contener mis lágrimas los cuidados especializados y amorosos que mi madre le proporcionaba.
Espacios fundamentalmente delimitados por la actividad de mujeres de diferentes edades fueron centrales para la realización de múltiples acciones en la casa de Ibarra: preparar los alimentos, ofrecer platillos especiales a los visitantes de Cuenca –como con humor sabía identificarnos el Papá Victitor–, desarrollar extensas conversaciones, averiguar sobre los logros académicos, reparar la vestimenta, regalar ropa a hijas y nietas, dar la bendición… Esas tareas diarias e interminables tuvieron como protagonista a la Mamá Marianita. La cocina, el dormitorio y algunas veces la piedra de lavar se convirtieron en lugares de encuentro entre entrevistada y entrevistadora, entre la abuela que compartía una selección de las vivencias que consideraba apropiado transmitir y la nieta que buscaba a toda costa recuperar las experiencias, divisiones, barreras, oportunidades y sentidos de toda una vida dedicada a cuidar de los demás.
[1] Las citas textuales de los relatos de la Mamá Marianita aparecen entre comillas, o resaltados fuera del texto.
Portada: foto tomada de https://gustaterra.com/tupinamburga-2/
Doctora en Jurisprudencia por la Universidad de Cuenca. Obtuvo un Maestría en Género y Desarrollo en la misma universidad. Posee un Doctorado (Phd) en Derecho por la Universidad Andina Simón Bolívar. Fue Directora del Instituto Nacional de la Niñez y la Familia, en Azuay, Cañar y Morona Santiago. Secretaria Ejecutiva del Concejo Cantonal de la Niñez y Adolescencia de Cuenca. Se desempeñó también como Jueza Provincial de Familia, Mujer, Niñez y Adolescencia del Azuay. Laboró en el Municipio de Cuenca y en el Gobierno Provincial del Azuay. Autora de artículos y libros sobre derechos y género. Ha participado como ponente y coordinadora en seminarios nacionales e internacionales vinculados a su campo de estudio e investigación