Hace pocos días, en la prensa local y redes sociales, encontré una frase que se repetía, en homenaje a quien la había pronunciado – Alberto Ordóñez Ortiz-, “éramos tan pobres, pero no lo sabíamos, porque éramos felices”.
Hemingway lo dijo en su novela París era una fiesta (1964), “…he hablado de París según era en los primeros tiempos, cuando éramos muy pobres y muy felices…”.
En ambos casos, se refieren a la pobreza material, esa que tiene que ver con la falta de recursos económicos. He escuchado mucho a lo largo de mi vida -y lo he repetido también- que el dinero no compra la felicidad. Varios de los que lean estás líneas habrán rememorado momentos felices y placenteros de su propia existencia pese a las carencias económicas. Cuando miro atrás casi siempre los recuerdos están acompañados de sonrisas.
¿Será entonces que debemos ser pobres para ser felices? Creo que la respuesta a esa pregunta no es un sí y si lo pienso mejor es un rotundo no. Tampoco creo que con lo dicho se pretende romantizar la pobreza, pero sí llamar la atención -de quienes estemos atentos- sobre lo realmente importante en la vida, el amor, el afecto, la armonía, la paz, la realización, estados que no están ligados indefectiblemente al tener, al dinero y menos al consumismo que nos envuelve.
A la par de las reflexiones que provocó la frase, se me vino a la memoria la obra de Paul Auster, La invención de la soledad, pensé que cuándo la leí había encontrado una referencia similar, pero al revisarla, me topé con todo lo contrario. Auster cuenta en el relato Retrato de un hombre invisible, parte de la historia de vida de su padre y dice: “…Había vivido en la pobreza en su infancia, sintiéndose vulnerable a los caprichos del mundo; por lo tanto la idea de la riqueza para él era sinónimo de la idea de huida del peligro, del sufrimiento, del papel de víctima. No intentaba comprar la felicidad, sino simplemente la ausencia de infelicidad. El dinero era la panacea de todos los males…El dinero para él no era un elixir, sino un antídoto…”. Sin embargo, el padre de Auster nunca fue feliz, aunque tuvo dinero, se marchó de la vida “…sin dejar ningún rastro. No tenía esposa ni familia que dependiera de él, nadie cuya vida fuera a verse alterada por su ausencia…”, ni siquiera la de sus dos hijos con los que poca relación tenía. Auster lo describe como un ser “Incapaz de cualquier sentimiento de pasión, ya fuera por una cosa, una idea o una persona, no había podido o no había querido mostrarse a sí mismo bajo ninguna circunstancia y se las había ingeniado para mantenerse a cierta distancia de la vida…Había vivido solo durante quince años, una vida tenaz y opaca, como si fuera inmune al mundo…”.
Visiones contrapuestas, producto de las vivencias y del recuerdo que cada individuo tenía de ellas. Estoy segura que en uno y otro caso, la felicidad que se confiesa o la carencia de la misma, tenía que ver con sentirse amados y amar, porque como dice Bertrand Russell (filósofo británico 1872 – 1970), el amor ayuda a romper el ego y a superar la barrera de la vanidad que impiden ser felices.
Auster en la misma obra, en el Libro de la Memoria, se refiere a ella diciendo que es “…no tanto como el pasado contenido dentro de nosotros, sino como prueba de nuestra vida en el momento actual…”. “…Nos convertimos en lo que somos, pero seguimos siendo lo que éramos, a pesar de los años. No cambiamos por voluntad propia. El tiempo nos convierte en viejos, pero nosotros no cambiamos…”.
Hagamos el ejercicio de mirarnos convertidos en lo que somos, viendo lo que éramos, como propone Auster, en soledad, porque “…la obra de la memoria sólo puede comenzar en la penumbra de la soledad…”. Citando a Freud dice “…cada etapa de nuestro desarrollo coexiste con todas las demás. Incluso cuando somos adultos, guardamos un recuerdo inconsciente de nuestra forma de percibir el mundo en la infancia que es algo más que un recuerdo, su estructura permanece intacta…”.
¿Será entonces, que si fuimos felices en la niñez, podremos serlo siempre y al contrario y viceversa?
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Mujer estudiosa y analítica, lectora atenta y escritora novel. Doctora en Jurisprudencia y Abogada – Universidad de Cuenca, Máster en Gestión de Centros y Servicios de Salud – Universidad de Barcelona, Diplomado Superior en Economía de la Salud y Gestión de la Reforma – Universidad Central del Ecuador. Docente de maestría en temas de políticas públicas y legislación sanitaria –Universidad Católica de Santiago de Guayaquil; en el área de vinculación con la sociedad, legislación relacionada con el adulto mayor – Universidad del Adulto Mayor. Profesional con amplia experiencia en los sectores público y privado, con énfasis en los ámbitos de legislación, normativa y gestión pública.