Existen dos pilares que sostienen las inequidades y la violencia de género: las estructuras y la cultura. Estos aspectos responden al orden social establecido históricamente: el orden patriarcal, que es también un orden político basado en un sistema de prácticas (habitus) que instituye relaciones de desigualdad. La familia, las instituciones educativas, la sociedad en su conjunto reproducen el proceso socializador en función de este orden social, que refuerza los roles asignados a hombres y mujeres, que reproduce estructuras de poder y normaliza situaciones de discriminación, desvalorización, descalificación, o incluso de violencia hacia las mujeres y las justifica con argumentos de costumbre, tradición o cultura. Este orden social persiste, a pesar de los avances teóricos y normativos en el tema de género.
En algunos espacios, hay cada vez menos formas de sexismo hostil, es decir de discriminación abierta hacia las mujeres, parecería que existe el cuidado de guardar una conducta políticamente correcta, así las expresiones sexistas son evasivas y difíciles de reconocer. Se trata a las mujeres de manera atenta siempre y cuando cumplan con el juego de ser agradables, lo suficientemente calladas y sin opinión propia, esto se conoce como sexismo benevolente que resalta el papel de la mujer pero que no cambia las estructuras del poder ni los hábitos de discriminación y violencia.
Rita Segato dice, que en muchos espacios las cosas funcionan como en un club de hombres donde existe un sentido inconsciente pero manifiesto de lealtad corporativa. “El hombre generalmente tendrá miedo a aliarse a la posición femenina porque estaría traicionando su lealtad hacia la masculinidad, cuya pertenencia está determinada por defender la estructura jerárquica en relación a los diversos imaginarios de sus potencias física, bélica, intelectual, moral, económica política y sexual, lo que hace que la violencia sea inevitable para el “mandato de masculinidad”. Esto es lo que Segato denomina: Estructura elemental de Violencia.
En esta configuración estructural, las mujeres deben responder al patrón masculinizado que rige las prácticas socioculturales. En este juego los hombres son las primeras víctimas pues están obligados a demostrar su fuerza, muchas veces a través de prácticas violentas, como una forma de construirse a sí mismos y ante los demás hombres. Algunas mujeres también se adhieren al mandato de masculinidad, desarrollando estrategias para sortear las situaciones de discriminación o acoso, y procuran no darles importancia o pasar rápido la página ante acciones agresivas, lo que neutraliza la dimensión de las acciones violentas, normalizándolas como parte de la cultura. Con frecuencia, son las propias mujeres las que exhortan a otras a que renuncien a sus denuncias porque les “pueden traer problemas“. Esta dinámica socava los lazos de solidaridad, y repercute en una mayor vulnerabilidad de las mujeres, normalizando micro machismos cotidianos o como algunas autoras lo llaman pequeñas brutalidades, lo que contribuye a ocultar y naturalizar las manifestaciones de violencia hacia las mujeres. (Martínez-Lozano 2019).
Pero, la principal preocupación es aquella de la violencia que se reafirma en los modelos de anti derechos, antidemocracia, y antiéticos, de la educación que no problematiza, que no cuestiona y que afianza la cultura del miedo que ha sido siempre el mejor aliado del poder. El miedo constituye, sin duda, un arma de dominación y control para hacernos creer que el orden social y el mandato patriarcal son inamovibles. Requerimos de un proceso de liberación integral para deconstruir las estructuras de este mandato, lo que deberá hacerse desde los hogares, las instituciones educativas de todos los niveles, las organizaciones sociales, las instituciones públicas y privadas. En suma, educar con enfoque de género es un imperativo ético que demanda mucho más que buenas intenciones y discursos, implica transformar estructuras, normativas, prácticas, condiciones y hábitos, revisar la construcción del pensamiento, lo que hacemos o dejamos de hacer para ir superando las inequidades cotidianas. En suma, lo que se requiere para eliminar las inequidad y la violencia de género, es desmontar el mandato de la masculinidad tradicional.
Ex directora y docente de Sociología de la Universidad de Cuenca. Master en Psicología Organizacional por la Universidad Católica de Lovaina-Bélgica. Master en investigación Social Participativa por la Universidad Complutense de Madrid. Activista por la defensa de los derechos colectivos, Miembro del colectivo ciudadano “Cuenca ciudad para vivir”, y del Cabildo por la Defensa del Agua. Investigadora en temas de Derecho a la ciudad, Sociología Urbana, Sociología Política y Género.