En 2025, el idioma decidió hablar claro. La elección de arancel como palabra del año no llegó envuelta en metáforas amables ni en celebraciones inocentes: llegó como llegan las decisiones que afectan a millones, con apariencia técnica y consecuencias reales. No fue una palabra elegida por su rareza, sino por su eficacia. Eficacia para ordenar el mundo desde arriba.
Durante siglos, arancel perteneció a los márgenes del lenguaje común. Habitaba en tratados comerciales, códigos aduaneros y discusiones de expertos. Este año, en cambio, ocupó titulares, debates públicos y conversaciones domésticas. Ese desplazamiento dice más que cualquier discurso oficial: el poder económico dejó de operar en silencio y empezó a pronunciarse en voz alta.
La política internacional convirtió al arancel en una herramienta central de gobierno. Las tarifas pasaron a definir relaciones entre países, marcar alianzas y trazar líneas de obediencia. Cada anuncio de aumento funcionó como mensaje cifrado: advertencia, presión, corrección. El comercio se volvió escenario de una diplomacia áspera, donde el consenso fue reemplazado por el cálculo y la amenaza implícita.
Latinoamérica conoció bien ese lenguaje. Países acostumbrados a negociar desde la fragilidad estructural se encontraron frente a un sistema que mide la cooperación en términos de castigo económico. Migración, seguridad, control del delito: temas complejos condensados en una cifra añadida al valor de las exportaciones. El arancel operó, así como un traductor brutal de la política: convirtió problemas humanos en porcentajes.
La FundéuRAE explicó que la palabra fue elegida por su presencia sostenida en los medios y por su circulación creciente entre los ciudadanos. Esa expansión no fue neutra. Cuando una palabra técnica entra en la vida cotidiana, lo hace porque organiza la experiencia. En 2025, el arancel dejó de ser un concepto y se transformó en una condición: afectó precios, empleos, producción y expectativas.
Las demás palabras finalistas trazan el clima del año: apagón, macroincendio, rearme, macrorredada, trumpismo. Todas describen un mundo tensionado, vigilante, dispuesto a endurecerse. Arancel se ubicó en el centro de ese paisaje porque operó sin estridencia. No necesitó dramatismo; actuó con la serenidad de los mecanismos administrativos que deciden sin pedir permiso.
Los diccionarios definen el arancel como una tarifa oficial. En la práctica contemporánea, funcionó como frontera móvil y como regla de jerarquía. Determinó quién paga más, quién vende menos y quién queda fuera. Fue una palabra capaz de modificar el equilibrio global con la sobriedad de un término jurídico y la contundencia de una orden.
Que esta palabra haya sido la más representativa del año revela una transformación profunda: el lenguaje económico asumió un rol político directo. Nombrar tarifas fue una manera de gobernar. Repetir la palabra, una forma de naturalizarla. Así, el idioma acompañó el tránsito hacia un orden donde las decisiones estratégicas se presentan como ajustes técnicos y los conflictos se administran desde la contabilidad.
Arancel simboliza una lógica. La lógica de un tiempo en el que el poder se ejerce con cifras, el conflicto se expresa en tablas y la desigualdad se gestiona desde los márgenes del mercado. La palabra del año organizó el mundo. Y al hacerlo, dejó claro quién pone las reglas y quién asume el costo.
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Periodista rumana afincada en Cuenca Ecuador, editora, creadora digital con amplia experiencia en comunicación institucional, vicepresidenta de la Unión de Periodistas del Azuay.