Para aquella cobertura me había posicionado bien: junto a la primera ventanilla de un banco privado, donde el gobierno de Jamil Mahuad, que días antes eliminó los subsidios al gas y los combustibles, presentaba lo que eufemísticamente llamaba el “Bono Solidario”, pero mediáticamente se lo difundía como el “Bono de la Pobreza”. Capté la fotografía del primer beneficiario –la campaña se lanzó en Cuenca- y lo entrevisté entusiasmado sin la conciencia de que mi trabajo –al que le faltaba el rigor de la reflexión social- aupaba las decisiones y demagogia de aquel Gobierno neoliberal que nos había empujado al mismísimo abismo: corría ya el año 1998.
En la inmadurez conceptual de la no tan reciente formación periodística en las aulas universitarias, asumí como una medida complementaria plausible: transferencias de entre 7 y 15 dólares para familias cuyos padres no tenían trabajo formal. Pero brotó aquel guía espiritual para muchos conglomerados; el actor incómodo para los políticos demagogos, y una suerte de profesor de periodismo para quienes en el oficio lo teníamos como consultor permanente. Alberto Luna Tobar, el “Cura Rojo” como lo denominó el presidente social y cristiano León Febres Cordero, no demoró sino una semana en salir a las calles –sí, era frecuente verlo en medio de las manifestaciones sociales de la época- para gritar a voz en cuello que no requeríamos medidas asistencialistas sino políticas públicas claras, y además de paso nos daba lecciones de semiótica al profundizar en sus homilías lo que significaba la denominación “bono de la pobreza” y sus implicaciones metalingüísticas. Los periodistas que le dimos atención, en consecuencia, aprendíamos de posiciones críticas en contra del poder, a leer entre líneas y a reafirmar aquel principio de que la técnica periodística se aprende en las aulas, pero el verdadero periodismo social se lo practica en las calles, en el día a día.
No fue la única anécdota con este maestro espontáneo. Recuerdo sus columnas en el diario local El Mercurio a propósito de una ola de inseguridad que aquejaba al país en los albores del nuevo siglo. Más o menos como ahora.
Conocía “el Monchito”, de las argucias de la policía local, a la que desde el mismísimo púlpito exigió que revelen dónde está Ivonne del Rocío Cazar Ramírez, cuya desaparición los salpicaba. Como activista de derechos humanos los obligó a tapar la piscina de tortura que tenían en un destacamento en el parque nacional Cajas; y en persona inspeccionó el “infiernillo”, celda de torturas de la Cárcel de Cuenca.
La respuesta de la institución llamada Policía fue mediante operativos sorprendentes mas que operativos sorpresa; y todos debidamente cubiertos por la presencia anticipada de cierta prensa, especialmente de televisión nacional. Fue cuando Luna Tobar lanzó una sentencia que hasta hoy en día la comparto con mis estudiantes de periodismo: “Cuando la prensa llega a un operativo antes que la misma Policía, entonces ese operativo fue preparado especialmente para esa prensa”.
La contundencia de sus palabras rebotaba en las paredes de la estancia. Reflexión contundente que nos orientaba siempre desde su pedagogía de la duda. Dudaba de todo: de ciertos sacerdotes que acumulaban fortunas; de mensajes divinos de la Madre, por encargo, a una adolescente llamada Patricia Talbot; de las razones de la desgracia de La Josefina y la honradez de los reconstructores; de los políticos que lo tildaban de Rojo.
Otra perla de su pedagogía sobre el periodismo, otra vez en su columna de opinión: periodistas y estudiantes de comunicación habíamos aprendido las tres formas de referenciar a las fuentes a través de citas directas, indirectas y mixtas. Y de su uso conscientemente irregular en nuestro rol como operadores (manipuladores) semánticos. Su lugar de enunciación siempre fue desde los desposeídos; Luna Tobar criticaba en un sólido texto la utilización del término “presuntos” para referirse, en prensa, a todo ser “con acento costeño”, “origen peruano”, u “sospechoso de raza negra”. Nos tildaba de hipócritas por ocultarnos tras la posibilidad de anteponer el adjetivo “presunto”, para inmediatamente descalificar sin asco ni vergüenza al ser humano señalado por esa prensa y esa Policía.
Tampoco admitía como válido el escudarse detrás de la atribución, dejando la responsabilidad al interlocutor solo porque entrecomillábamos lo que había dicho o creíamos haber entendido a la fuente ocasional. Lecciones contundentes solo para quienes queríamos entenderle. Por eso Alberto Luna Tobar era un buen maestro del periodismo. Por eso era miembro emérito de la Unión de Periodistas del Azuay –cuyas cuotas las pagaba por adelantado y para el año-. Por eso se vale recordarlo siempre a este guía y maestro.
Porque solo el olvido es la verdadera muerte.
Periodista profesional por la Universidad de Cuenca. Articulista de Opinión en diario El Universo. Director de la Carrera de Periodismo de la Universidad de Cuenca.