El mundo parece extraviado en un laberinto cuya salida se vislumbra incierta. Transitamos un tiempo marcado por múltiples guerras territoriales, religiosas y culturales que, en el fondo encuentran siempre explicación en intereses económicos. El año entra en sus últimos días con una sensación de agonía que nos deja memorias imborrables. Algunas de ellas son verdaderas heridas abiertas para la humanidad como el genocidio en Gaza o las guerras en Ucrania y Sudán. Pero también quedan recuerdos luminosos, como la marcha del Quinto Río en Cuenca, una expresión de resistencia colectiva frente al modelo de muerte y destrucción de la naturaleza.
Entre todas las guerras, una de las más peligrosas se libra a escala planetaria y atraviesa la vida cotidiana de las personas: aquella que se desarrolla en el continente virtual e informático. En este espacio se disputa el sentido del mundo bajo el influjo de una “agenda global impuesta”. El entorno digital es la nueva escuela. Las redes sociales moldean percepciones y emociones, de manera sutil, condicionan la aceptación de ideas, estilos de vida y visiones del mundo a través de las series, la música o los influencers. Se normaliza así una versión única de la vida, de las relaciones humanas, del éxito y de la modernidad, imponiendo estilos de vida propios de un sistema de neofeudalismo global.
Se trata de una batalla por la captura del pensamiento, organizada y ejecutada por grandes corporaciones multimedia que, aprovechando la incertidumbre generada por el fracaso del modelo vigente, promueven una identidad global uniforme. Su principal mecanismo es la guerra cultural que ingresa todos los días por nuestros sentidos, debilitando los proyectos personales, sociales o colectivos y orientándolos hacia conductas estandarizadas marcadas por la frivolidad y el consumismo efímero. No solo se consumen objetos y mercancías, también valores, emociones, sentimientos y aspiraciones. El propósito es claro: reducir al mínimo el uso de la razón, la capacidad de discernimiento y, peor aún, la posibilidad de crear alternativas. Esta guerra no requiere de ejércitos; se libra en la conquista de las mentes, especialmente de la niñez y la juventud atrapadas en las pantallas, los medios digitales y las plataformas de entretenimiento.
La creación de una realidad desvinculada de la historia —y, sobre todo, de las historias locales— constituye una nueva forma de colonialismo simbólico que atenta contra el sentido comunitario. Emergen sin pudor discursos peligrosos protagonizados por figuras prepotentes que, bajo la bandera del libertarismo, justifican invasiones armadas o proponen relanzar la Doctrina Monroe para reinstalar el dominio estadounidense sobre el continente. Este proyecto cuenta con aliados en Argentina, Panamá, Ecuador y, recientemente, Chile, desconociendo la autodeterminación de los pueblos y promoviendo una política globalista que legitima la violencia, la injusticia, la desigualdad y el saqueo.
En Ecuador, la guerra cultural no es una teoría abstracta, sino una experiencia cotidiana. Somos un país altamente expuesto a estas narrativas, que han logrado que muchas discusiones locales ya no nazcan desde las comunidades, sino que repliquen el discurso mediático de los algoritmos. Lo que nos induce a vivir un simulacro de libertad, convocándonos permanentemente a las urnas mientras se intensifican las divisiones internas y se profundiza la polarización social anulando la posibilidad de una deliberación respetuosa. Durante mucho tiempo creímos vivir en democracia, pero esta pierde sentido cuando las campañas dependen del capital disponible y se convierten en emprendimientos de grupos de poder para sostener regímenes favorables a sus negocios.
El miedo y el hambre son las armas más eficaces de la manipulación. Las culturas locales son desplazadas y sus valores y tradiciones menospreciados; se fomenta el racismo y el odio cuando los pueblos intentan defender sus derechos y su dignidad. Se coloca la economía y el poder por encima de las personas. Las redes sociales promueven modelos de mano dura, acompañados de un lenguaje bélico y punitivo que omite deliberadamente las causas estructurales de la violencia. Como advertía un colectivo social:
“Luego nos culpan por haber creído; nos llaman ingenuos, emocionales, ignorantes. Pero no fue un error individual: fue una arquitectura del engaño. Los mercaderes de la opinión diseñan el miedo, administran la esperanza y programan el consentimiento. Así, las elecciones se vuelve una jaula adornada con consignas”.
Los sectores empobrecidos terminan votando por la ultraderecha que, a cambio de promesas de seguridad, exige tolerar lo indecible: la mentira, la corrupción y la violencia. Sin advertir que paradójicamente, para esos regímenes, los sospechosos de siempre son los mismos pobres, como lo evidenció el asesinato de los cuatro niños de Guayaquil.
El debate entre seguridad y derechos humanos se inclina peligrosamente hacia el autoritarismo. El cumplimiento de acuerdos internacionales y las deudas con los organismos financieros pesan más que las necesidades de la población ecuatoriana, que muere en hospitales sin insumos ni medicinas, y donde miles de niños y jóvenes son excluidos del sistema educativo. Se consolida una cultura del descarte: las personas privadas de libertad, la población vulnerable de las barriadas marginales, las y los migrantes y los pueblos indígenas terminan sometidos a intereses económicos de grandes corporaciones transnacionales o de la mafia.
Sin embargo, incluso en este sombrío escenario, no todo está perdido. Ningún sistema de dominación es eterno cuando los pueblos recuperan la conciencia de su dignidad. Frente a la guerra cultural y la manipulación del miedo, la respuesta no puede ser la resignación ni el repliegue individual, sino la reconstrucción paciente de lo comunitario, del pensamiento crítico y de la memoria histórica.
Defender la vida, los territorios, la cultura y los derechos humanos sigue siendo un acto profundamente político y profundamente humano. La esperanza nace de las prácticas cotidianas de solidaridad, de las luchas locales que resisten al olvido, de los pueblos que se niegan a ser descartados. Recuperar la palabra, el diálogo y la capacidad de imaginar el futuro es una forma de resistencia. Sigamos apostando por la educación crítica, la organización social, el cuidado de la naturaleza y la centralidad del ser humano es el desafío urgente de nuestro tiempo. Al final del 2025, más que certezas, queda una responsabilidad histórica: no renunciar a la humanidad que nos habita. Porque, aun en medio del laberinto, la salida comienza cuando decidimos caminar juntos, con memoria, con dignidad y con esperanza activa.
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Ex directora y docente de Sociología de la Universidad de Cuenca. Master en Psicología Organizacional por la Universidad Católica de Lovaina-Bélgica. Master en investigación Social Participativa por la Universidad Complutense de Madrid. Activista por la defensa de los derechos colectivos, Miembro del colectivo ciudadano “Cuenca ciudad para vivir”, y del Cabildo por la Defensa del Agua. Investigadora en temas de Derecho a la ciudad, Sociología Urbana, Sociología Política y Género.