Siempre he creído que uno no entra a Faulkner: se hunde. Lo mismo me ocurrió cuando leí por primera vez Los Sangurimas.
Y cuando volví a Cien años de soledad después de esos dos naufragios, entendí que la historia de América Latina no se parece a una línea ni a una parábola, sino a esas corrientes de río donde la sedimentación del tiempo arrastra cuerpos, mitos y culpas.
García Márquez lo dijo sin rodeos: Faulkner le abrió la puerta al desorden del tiempo.
Pero a veces olvidamos que hubo otro golpe más cercano, más nuestro, más húmedo:
José de la Cuadra, ese ecuatoriano que entendió que las familias latinoamericanas no se construyen sobre la genealogía, sino sobre la violencia.
Leer Los Sangurimas antes o después de Macondo es como mirar el mismo fantasma desde dos espejos distintos.
La estructura patriarcal, el caserón que domina la montaña, la estirpe que se desangra hacia dentro, la rebelión montonera que arde como un fogonazo final: todo roba el aliento por su cercanía con los Buendía.
Pero aquí viene lo íntimo, lo político y lo inconfesable:
cuando uno junta a Faulkner, García Márquez y De la Cuadra, descubre que todos estaban escribiendo la misma enfermedad.
La enfermedad de países donde la autoridad es un apellido. Donde el Estado siempre llega tarde —o llega armado—. Donde la comunidad es una penumbra y no un horizonte.
Faulkner, desde el Sur derrotado; De la Cuadra, desde la Costa ecuatoriana en plena ebullición montonera; García Márquez, desde un Caribe que vivía la violencia liberal-conservadora como si fuera un clima más.
Cada uno levantó su propio caserón mítico: Sutpen, los Sangurimas, los Buendía.
Y cada caserón es, en el fondo, una metáfora política: el poder como enclave, el país como hacienda, la nación como herencia que nadie sabe administrar.
Yo siempre vuelvo a la misma escena:
esa rebelión alfarista que arde en Los Sangurimas como una última llamarada de dignidad.
Esa misma pulsión, transformada, rencorosa, reaparece en Aureliano Buendía y sus guerras perdidas.
Y ya estaba, en otro registro, en el Sur de Faulkner: esas comunidades que se rebelan contra sí mismas, porque es el único enemigo verdaderamente disponible.
Al final, los tres escriben lo que las repúblicas latinoamericanas han evitado decirse:
que aquí no ha gobernado el Estado, sino los patriarcas del polvo; que las guerras civiles no se libran por ideas, sino por familias, bandos, herencias, deudas; que la historia no avanza: se empantana.
A veces pienso que García Márquez no habría podido escribir Macondo sin saber que existían Yoknapatawpha y los Sangurimas.
El primero le dio la arquitectura del desastre; el segundo, su temperatura tropical y su linaje de pólvora.
Faulkner le enseñó el tiempo roto; De la Cuadra le enseñó la familia rota.
Gabo solo tuvo que mirar Colombia para darse cuenta de que vivía en la intersección de ambos mundos.
Y, sin embargo, los seguimos leyendo.
Tal vez porque sabemos que, mientras exista la memoria de estos caserones literarios, todavía hay una forma —mínima, frágil, íntima— de no rendirnos del todo ante los patriarcas de turno.
Porque esos patriarcas no se han ido.
Ahí están: uno gobernando Ecuador como si heredara un bananal y pudiera administrar el país con la misma contabilidad de una empacadora; otro en Estados Unidos, tratando a la primera potencia mundial como si fuera un rancho donde manda el capataz más ruidoso; y Colombia, pobre Colombia, que resiste entre el ritual democrático y el peso eterno de una hacienda cocalera que nunca termina de desmontarse.
A veces cierro los libros y pienso que quizá ese es nuestro verdadero continente:
no América, no Europa, no la República, no la Historia.
Nuestro continente es esa zona trémula donde Faulkner, De la Cuadra y García Márquez se cruzan como viejos fantasmas, mientras nosotros seguimos buscando —entre bananos, rifles y decretos— alguna forma de contar el país sin caer otra vez en manos del siguiente patriarca del polvo.
Portada: imagen tomada de httphttps://shre.ink/qtL3
Johnny Jara Jaramillo, Cuenca 1956. Estudió Literatura en la Universidad de Cuenca y Musicología en la PUCE. Fue profesor de Literatura en el Colegio Benigno Malo de su ciudad y en el Colegio Agustín de Azkúnaga en Isabela-Galápagos. En Nueva York asistió a varios cursos sobre Literatura inglesa en la Universidad de Columbia y ha colaborado con varias revistas de literatura en Estados Unidos, México, Colombia, España y Finlandia. Es parte de Moderato Contable, antología de narradores cuencanos del Siglo XXI, Antología de Narradores ecuatorianos del Encuentro nacional de narradores ecuatorianos, en Loja 2015. Su libro “Un día de invierno en Nueva York” es su opera prima.