En los países que todavía se toman en serio, la cancillería es una institución de memoria larga: allí trabajan personas que conocen el lenguaje del mundo, que entienden que cada palabra puede incendiar una frontera o calmar un continente. En Ecuador, en cambio, la política exterior se maneja como un emprendimiento turístico. Y no es metáfora: nuestra canciller, Gabriela Sommerfeld, saltó del negocio de los aviones a la diplomacia como quien cambia de sala de embarque sin revisar siquiera el destino.
No llegó por mérito ni por trayectoria, sino por la lógica de este gobierno donde la improvisación es virtud y la inexperiencia, evidencia de “confianza”. Sommerfeld no dirige una cancillería: administra un mostrador de información. Un check-in de la política exterior donde, si algo explota, siempre es culpa del pasajero.
El episodio más vergonzoso —y más costoso— de su administración es ya materia obligatoria en cualquier manual de cómo destruir una relación bilateral en cuestión de minutos. El asalto a la Embajada de México, ese acto de torpeza que nos convirtió en noticia mundial por violar la Convención de Viena, fue defendido por Sommerfeld con la misma soltura con que se excusa un retraso de vuelo: México “provocó”, dijo, como si la provocación legitimara profanar territorio extranjero.
El resultado lo conocemos: ruptura total de relaciones, denuncias ante la Corte Internacional de Justicia, solidaridad diplomática con México desde países que ni sabían quiénes éramos, y el triste espectáculo de ver a Ecuador mendigando una narrativa que nadie creyó. Para completar el bochorno, también Nicaragua nos cerró las puertas. El mapa diplomático se nos ha ido encogiendo como camiseta barata.
Pero Sommerfeld no solo ejecuta. Representa algo más profundo y más desolador: la conversión de la política exterior en una galería de espejos. Su papel no es negociar, dialogar o abrir caminos; su papel es posar. Construir el simulacro de un Ecuador moderno, ordenado, sonriente, mientras el país real se militariza, la justicia se desmorona y la política se reduce a propaganda. Es la ministra de una república que prefiere la foto al fundamento, el elogio al Estado de derecho, el eslogan a la diplomacia.
A Sommerfeld la defienden porque es “eficiente”. Quizá lo sea. Las aerolíneas aman la eficiencia: subir pasajeros rápido, llenar el avión, despegar a tiempo, incluso si el destino es confuso. El problema es que un país no se dirige así. En diplomacia, no basta sonreír ni repetir la letra del presidente. Aquí se necesita algo más incómodo: formación, criterio, memoria, sentido del mundo.
Pero este gobierno prefiere la obediencia al talento, el reflejo al pensamiento, la fidelidad a la República a cambio de lealtad a la familia gobernante. Y ahí Sommerfeld encaja perfecto: diligente, funcional, prescindible.
En realidad, el aporte más notable de Sommerfeld no es lo que hace, sino lo que encarna: la diplomacia como escenografía. Su rol parece ser menos negociar y más sostener la puesta en escena que el presidente ha montado para el exterior: un país “moderno”, “seguro”, “atractivo”, algo así como un folleto turístico con photoshop institucional. La cancillería se ha convertido en la agencia de viajes del simulacro.
El Ecuador de hoy no vuela: lo pilotea gente que jamás ha pasado por una escuela de vuelo. Y esta cancillería, convertida en sala VIP del poder, está tan llena de improvisación que uno ya no sabe si asusta más su inocencia o su servidumbre.
Quizá la gran tragedia del país no sea la inexperiencia de la canciller, sino la idea profundamente arraigada en este gobierno de que la diplomacia es un asunto de feeling. Como si el mundo se manejara con buenos deseos y discursos vacíos, como si las relaciones bilaterales fueran negociaciones de hotel: “si no le gusta su habitación, podemos ofrecerle una vista mejor”.
Porque un país puede sobrevivir a una mala gestión, incluso a una mala política exterior. Lo que no puede sobrevivir —al menos no sin perderse— es a la idea de que cualquiera puede representarlo. Y que la diplomacia, como el turismo, se vende en paquetes.
La tragedia es que, con Sommerfeld al mando, el Ecuador ya no solo pierde relaciones: pierde respeto. Y cuando un país pierde el respeto del mundo, no hay vuelo de regreso. Mientras tanto, en el lounge de la Cancillería, alguien sigue revisando reservas, promocionando sonrisas y asegurando que todo va viento en popa.
Ojalá, al menos, el avión tenga paracaídas.
Portada: imagen tomada de https://n9.cl/mb2u6v
Johnny Jara Jaramillo, Cuenca 1956. Estudió Literatura en la Universidad de Cuenca y Musicología en la PUCE. Fue profesor de Literatura en el Colegio Benigno Malo de su ciudad y en el Colegio Agustín de Azkúnaga en Isabela-Galápagos. En Nueva York asistió a varios cursos sobre Literatura inglesa en la Universidad de Columbia y ha colaborado con varias revistas de literatura en Estados Unidos, México, Colombia, España y Finlandia. Es parte de Moderato Contable, antología de narradores cuencanos del Siglo XXI, Antología de Narradores ecuatorianos del Encuentro nacional de narradores ecuatorianos, en Loja 2015. Su libro “Un día de invierno en Nueva York” es su opera prima.