En el principio, “el espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas”. El agua, ergo, era congénita de Dios; acaso una misma cosa. Si fuéramos ecuánimes, empezaríamos cualquier actividad a partir del agua, y lo curioso y paradójico es que sí somos ecuánimes: la señal de que el mundo nos es inminente es que “se rompen aguas”. Una ciudad marcada por la fe religiosa, en particular la católica, entiende entre líneas que la defensa del agua es por sí misma una defensa vital, una defensa de sus creencias, de saber que el Hacedor está ahí, flotando por encima nuestro, atento a nuestras decisiones.
A partir de estos juicios necesarios para remontarnos al imaginario cuencano, es que empezará a comprenderse el porqué de esta revuelta colectiva a la que apenas una inmensa minoría se opone, y no por coherencia, por lógica o sentires superiores, como el de la defensa de la belleza, la caridad o la piedad, y mucho menos por la justicia, sino por beneficios particulares que de antemano los vuelve unos seres arrepentidos. No es –y léase con claridad– mero capricho o una reacción que atenta contra el sentido común, contra el bien mayor o general del país, es solamente que a veces las comunidades, la humanidad se colma de razón. Por ello es inevitable que escribamos y nos manifestemos en busca de calar en la sensibilidad, no tan solo del Gobierno de turno sino incluso de multinacionales como la minera que intenta apoderarse del subsuelo de Quimsacocha, colmado de materiales preciosos que, por alguna vez en la vida, no urgen ser desenterrados. Si algo nos enseña el cine comercial es que hay misterios y secretos que es mejor que se mantengan en estado bruto, latentes, siempre a punto de eclosionar, y que ser misterio es lo que los vuelve maravillosos y objetos de fantasía.
Esta revisión metafísica solo intenta abonar a los múltiples aportes científicos que se han vertido alrededor de este tema. Es natural, porque el ser humano no puede evitar su naturaleza, ni a la naturaleza, que de algo tan delicado intenten sacar provecho ciertas fuerzas políticas, descalificadas para hacerlo, sin embargo, dejar de manifestarse sería peor, merecería nuestro oprobio. Pero tales reacciones, aunque sean fruto apenas de la inercia colectiva, refuerzan esta visión de una totalidad, de un conglomerado en comunión, y eso, que la gente se una por causas justas, como lo decían al unísono Macedonio Fernández o G.K. Chesterton, es la voz de Dios por fin vuelta democracia. Redundar es abundar, decía mi abuelo: ¿qué es más de todos que el agua?
“En la tierra lo que se busca siempre es la tumba”, según una leyenda nórdica, ¿o es que preferimos a lo Rey Midas la posibilidad de tener oro y de que por eso no podamos sobrevivir? ¡En vista de la incontable cantidad de argumentos que solventan esta posición radical, que nadie nos venga con la vaguedad de que tener una razón es mejor que contar con cien! Es una cantaleta burda y un cliché afirmar que nadie puede saber lo que se nos avecina, pero podemos, eso sí, sospecharlo, imaginarlo y evadir las desdichas, si es que optamos por la inteligencia, que, en casos como este, bien significa gratitud para con los elementos. No es necesario ser brujos, adivinos u oráculos y aún así vaticinar lo inminente. Es tan solo intuición o el buen empleo de la llamada “experiencia”, que para algo ha de servir.
Y, por favor, bajemos la guardia, en especial ciertos periodistas que, según las clases en la universidad (esta es siempre la materia a la que uno asiste, y no a la de ética o redacción), aprendimos que “el periodismo es un mar de conocimientos con un centímetro de profundidad”. Los grandes de esta carrera han demostrado hasta el hartazgo el error que entraña este aserto. La vida en crudo no es así de aséptica. No es que no entendamos en el Austro las consecuencias económicas de desbaratar este despropósito perpetrado ciertamente por Gobiernos anteriores, lo que pasa es que tratamos de que se entienda que este pueblo, berraco por antonomasia (y que no se tome deportiva o eufemísticamente este término, ya que por tal berraquería es que el morlaco ha sobrevivido al casi ostracismo en tierra propia y al centralismo predominante y del que hemos sido presa perpetua, y es por este brío por el que tenemos una sociedad culta y educada; en la que la violencia debe bregar de verdad para entrar y hacerse de un espacio; por el que la belleza es predominante, en su paisaje urbanístico, rural y en su gente; por el que hay una limpieza del entorno y de nosotros –véase el hábito de curarnos el espanto– y por el que cuidamos del prójimo como de nuestros seres queridos; por el que el nivel de vida, costoso no obstante, nos vuelve autosustentables y, por lo tanto, solidarios, nada miserables), esta sociedad, digo, no se amilanará ante esta u otra absurdidad. Y es que la marcha no solo representa un reclamo por lo sucedido, es asimismo un símbolo de lo que podría venir. Es una marcha por nuestros hijos, porque queremos que ellos vivan una ciudad como esta Cuenca que hemos creado, como la soñaron nuestros padres y abuelos. ¿Cómo no sería llamativo que alguien suponga que todo un poblado esté equivocado? Que a veces la política participativa, como es el caso de las elecciones, escoja a personas descriteriadas (ya es hora de que para postularse a un cargo de alto rango existan parámetros que deban cumplirse, o vivenciales o académicos, por lo menos, para que una persona sin norte –¡pobre cactus el de la mesa de su despacho o el del alféizar de su departamento capitalino!– no presida una comisión medioambiental), es entendido, pero que el error sea de todos, a sabiendas que en un conglomerado universitario (Cuenca es la más universitaria de las ciudades latinoamericanas, por su densidad poblacional y la oferta académica que existe) ese “todo” está compuesto por diversos profesionales y arquetipos junguianos, es más que una desfachatez y ratifica o normaliza que quien ignora tilda de ignorantes a sus semejantes.
¿Que el resto del país pagaría las consecuencias, que el progreso se marca con buscar en la tierra? Eso ya lo planteó Cormac McCarthy en su inmensa Meridiano de sangre, y los resultados son devastadores: seres bípedos que han perdido los rastros básicos de humanidad. Que no vengan entonces, voces que nacen de pensamientos obtusos, a sugerirnos qué queremos o qué necesitamos, si demostrado está que sin ayuda externa –insisto– somos un modelo a seguir en muchos campos. (¿Que hay quien sale a la marcha movido por la masa? Es cierto, y es bueno, porque a veces se necesita espíritu de cuerpo, porque a veces debemos dejarnos llevar por nuestro corazón.)
Tratarán de convencernos, como tratan con insistencia, que esta empresa minera es responsable y bondadosa con el medio ambiente. Hay mentiras radicales que se desmienten con apenas revisar en Google el impacto de esta y otras empresas en varias latitudes de nuestro mundo que creyeron en sus tretas, que no reclamaron a tiempo –y el tiempo, como en un buen relato, siempre es pretérito. Querrán que creamos que se generarán empleos y que los beneficios económicos para la nación son cuantiosos. Más beneficioso siempre será contar con ciudadanos saludables y alegres, no con sedientos o tullidos, y mucho menos inánimes, incapaces de reclamar y de tener criterio para hacerlo. Y que nadie venga con la simiedad de que las argucias jurídicas nos atan de manos. A este mundo le hace falta retroceder a los esencial e imaginar las respuestas, porque la justicia predomina sobre las leyes, que, por defecto, son en su matriz leguleyadas. El mejor abogado lo que hace es llevar ese error hacia la causa justa, adecuando la norma a lo que el tiempo y la gente demandan.
En Cuenca homenajeamos a nuestra agua. El connotado artista Pablo Cardoso tiene una impactante serie de cuadros titulada Caudal, de un alto nivel estético. La antropóloga del arte, Alexandra Kennedy, siempre me habló del hermanamiento con otros lugares del mundo por el factor hidrogeológico. Se dice coloquialmente que nuestro tonito cantado proviene de los ríos que nos atraviesan y signan. Y si alguien duda de la vena artística predominante en Cuenca y no se percata de que esta convocatoria, con su inminente marcha, es una puesta en escena performativa, es porque no entiende nada del arte, sus principios y su fin. Esta es una fantasmagoría, como diría Roland Barthes, hecha de mil ojos y mil manos y mil bocas y mil pies. Un monstruo (que etimológicamente, histporicamente quiere decir «lo que es digno de ver») creado para ahuyentar a la pesadilla del porvenir. Por eso saldremos con lemas. La humanidad comenzó a hablar en aforismos, en una suerte de telegramas. Evolucionó con la prosa. Pero cuando es menester, cuando se tiene que reinventar, volvemos a la frase porque es la que le hace el pulso a la ley, que también es una frase, pero de pocos. La otra lo es de todos. La otra domina, porque la otra está en la lengua. “Diremos: El agua siempre busca un camino, / esta vez el camino somos nosotros. // Corearemos: El llanto necesita un río. / El sonido necesita un río. En un río se manifiestan / por entero todas las partes. El río / no es una parte, es el resumen de eso que se llama todo”.
No es el fin de esta marcha el de avergonzar a nadie ni el de pedir la destitución o dimisión de persona alguna. El fin, que es muchos fines, como todo fin, es el de concienciar a los ajenos y el de demostrar unión, fuerza, renovando nuestros más ancestrales principios, y el de volver a ser una ciudad que convoca hasta a gente de lugares adyacentes para elevar un cántico que diga que nadie violará nuestra voluntad, y, además, a orillas del Tomebamba.
Y si esto y todo lo que la cuencanidad ha proferido, siempre con los suficientes recursos analíticos, científicos y humanos, no fuera suficiente, ¡por el amor de Dios!, vayan a ver, o, como decimos acá, dense una vueltita para que engalanen sus ojitos con la hermosura de paisaje que se ansía destruir. Ese es otro tipo de crimen, uno atroz, el de la destrucción de la belleza. In situ, de seguro que a menos que no se cuente con alma, nadie encajaría una pala en ese suelo (sueño) sagrado. Basta mirarlo, respirarlo, sentirlo a nuestro alrededor. Aunque no esté ante nuestros ojos, la verdad siempre nos llega en forma de presentimiento, de comodidad o disconformidad, y mucho más cuando su nivel estético es arrollador. Si –insisto en lo metafísico– cerráramos un poco los ojos, dejando que una breve ráfaga de luz entrara por estos, y pensáramos con una sonrisa en Quimsacocha, se nos alborotarían las chequeras y nos veríamos a nosotros mismos como gigantes Verbigracia, no es necesario, aunque siempre será mejor, leer el Quijote para tener claro lo imprescindible que es, e, incluso, para conocer su historia e identificarnos en su valentía, en su capacidad de afrontar al mundo desde la caballerosidad, la entrega por el otro, la amistad. Quimsacocha nos inspira como lo hace el Caballero de la Triste Figura. Y perder esa belleza natural es un dolor que cala en nuestros huesos y dibuja en nuestros rostros un gesto de rabia que nos vuelve bravos y decididos.
El agua nos inaugura, es bautismal; el agua nos purifica, por dentro y por fuera. El agua, en El inmortal de Borges, da vida eterna. Para la ciencia ficción, Stanislaw Lem, la falta de agua será la causa de la «Guerra Determinante».
«El quinto río», como el que se ha llamado de antemano a esta manifestación del 16 de septiembre en Cuenca, con la hidalguía de nuestra gente, es necesario porque la “razón demanda”, porque estaremos ahí, con la Providencia, abrevándonos, quitándonos, mutuamente, la sed.
Portada: imagen Johnny Zhañay

Escritor cuencano, licenciado en Artes Literarias. Es autor de diez libros de cuentos, seis novelas y un libro de ensayos sobre poesía, celebrados por la crítica especializada. Varios de sus cuentos y microcuentos figuran en antologías ecuatorianas. Ha dictado periódicamente talleres de creación y apreciación literaria, es docente de Literatura. Fue presidente de la Casa de la Cultura, Núcleo del Azuay y es presidente del Centro PEN Ecuador desde su fundación en 2018.