Diario El Mercurio, 1987
Entre los muchos valores que conforma el modo presente de vivir la fe y las irrenunciables exigencias de la tradición religiosa en las que se ha vivido, pocos definen de manera más terminante el ser cuencano, como este de las celebraciones rituales y populares del Corpus. En el contenido de significados conocidos por nuestro idioma vulgar, el Corpus no ha necesitado traducción, porque no hay cristiano ni comunidad que no tenga como convicción o como sentido vivo muy heredado y amado, el sentido de cuerpo, de cuerpo vivo y comunicador, como de hecho lo tenemos al vivir las festividades religiosas y las fiestas sociales acompañantes, en los días del Corpus, en el septenario clásico con el que lo celebramos.
Sin embargo, es necesario que, con amor por todos los signos y con una valoración de los símbolos que el tiempo va creando alrededor de ellos, tratemos de excitar en la conciencia de todos los creyentes y en el amplio campo de influjo que la fe tiene en las costumbres, una más fuerte conciencia de corporalidad, que, derivada de la certeza de participación de la vida que tiene un solo cuerpo, nos integre más y nos permita identificar nos más efectivamente como miembros necesarios de un organismo vivo.
Para quien no tiene fe, no hay recurso suficiente que le explique esta resultante corporalidad social, originada en la piedad eucarística. Aun para los que tenemos fe y la agradecemos fielmente, manteniéndola y cultivándola, toda reflexión parte de una experiencia sentida. Sentir y reaccionar ante lo sentido, no pertenece al mundo de las sensaciones externas. En este orden de valores íntimos, es una experiencia interior la que informa a nuestra inteligencia y le da la seguridad de la presencia de algo superior a la reflexión, más real que un análisis, más cierto que una comprobación mecánica, pero incomprobable por medio de raciocinios o de sensaciones físicas. El sentido interior, la conciencia espiritual nos lleva desde la Eucaristía, a una honda impresión de certeza, de seguridad, de serenidad, de vitalidad y de universidad. Vivimos una misma vida, sentimos una misma realidad, porque participamos en ella, en la Eucaristía, de la misma energía vital que alentó a Cristo, el señor de Universo, la Palabra de la Vida, la Revelación de toda la historia.
La necesidad de traducir esta certeza interior en principio sólido de unidad social, responde a la naturaleza propia del sacramento de la Eucaristía, cuyo primer efecto y fundamental consecuencia en quien la recibe, es vivir la misma vida de Cristo, participar de la energía de su pensamiento, de la fuerza determinante de voluntad de salvador, de la actividad comunicativa de su fuerza apostólica. Cristo vino al mundo por todos, instituyó su Iglesia, que es el sacramento más claro de su misión histórica y le dio a esa Iglesia la riqueza de unos sacramentos que nos comunican toda la vida suya, la de El mismo. Entre todos los sacramentos, la Eucaristía, es la que más nos ayuda a realizarnos como cristianos, porque nos da una participación vital en el ser del Señor, vivimos su misma vida, nos alimentamos de su propio ser.
Pero esa vida y ese ser, en cuanto entregamos por nosotros, realizados para darnos la salvación, no están destinados para cumplir una misión con términos personales y temporales. La misión de Cristo es universal y permanente, por todos y para siempre, mientras el hombre sea hombre. Por lo mismo sus sacramentos y de manera singular su Eucaristía, el sacramento de su Cuerpo y su sangre, el Corpus de nuestra piedad, es un sacramento social que a cada uno de nosotros nos pone en la exigencia de vivir la vida de ese Cristo Universal y a todo el universo humano, los hombres de todos los tiempos y espacios, nos hace vivir la comunidad de su misión evangelizadora, redentora y salvadora.
Por eso el Corpus, vivido con todas nobles tradiciones típicas, con su alegría sensible y con su honda piedad creyente, debe dejar en nosotros, como elemental consecuencia de una experiencia interior será, real, profunda un sentido de unidad y corporalidad, que realmente nos dé, con la certeza de vivir la vida de Cristo, la de su cuerpo entregado y de su sangre derramada, la seguridad de que somos comunidad con una sola vida: somos corporalidad; nuestra fe y cuanto de ella proviene nos permite sentir nuestra universal corporalidad. Somos el cuerpo místico de Cristo, tenemos su vida, su amor, su luz, su voluntad comunicadora. Iglesia y comunidad nacen de la vida de Él. De allí que el sacramento de la vida de Cristo, la Eucaristía, nos dé y debe darnos tanto sentido de comunidad, de corporalidad, de Iglesia.