Luis A. Luna T.
De tiempo a nuestros días, dándole carácter bíblico, a lo que nunca fue sino expresión del bárbaro romanismo, se ha dicho que “vox populi, vox dei”: que la voz del pueblo es la voz de Dios. No sé de qué Dios se trate, de qué pueblo se hable y a qué voz se refiera tan manido aforismo; pero sí es verdad que nunca se vivieron en mayores apuros los más versados teólogos, como en el momento en el que se les pide explicación a un hecho común: si Dios habla de la voz del pueblo, por qué los pueblos se equivocan tanto en la elección y en la defenestración de sus candidatos y gobernantes. ¿Por qué los pueblos se equivocan tanto en política, que su voz tiene que ser asumida por perifoneadores de turno, acostumbrados a negarle voz y derecho de voz a los que los eligen? ¿También entonces será Dios el que habla en el grito del pueblo? ¿Será el Señor el que proclama ciertas candidaturas?
No terminaríamos esta lista de suposiciones y nos alejaríamos cobardemente de la estricta verdad, si seguimos buscando la razón de muchas equivocadas posiciones humanas, en donde no está. Jamás hallaremos en Dios el error de los hombres y en cuanto a los errores de los pueblos que se deja sugerir candidatos y que, después de elegirlos, lamentan la eficacia de su palabra preconizadora y de su voto elector, si tenemos un mínimo de sinceridad abierta al análisis de los hechos, hemos de reconocer que esos errores no son del pueblo, por anchas que sean sus espaldas para acusarle de ello. El pueblo no se equivoca, se le equivoca y para huir responsabilidades, los que realmente las tienen, porque equivocaron al pueblo, por lo general hacen de cada áulico, del que con su voz le dio el triunfo, un culpable y responsable del fracaso personal. En la historia, son muy pocos los hombres que aceptaron la derrota como propia y muchos predestinados que creen que Dios le concedió voz al pueblo tan sólo para que grite sus nombres y preconicen sus triunfos.
Sin embargo y ubicándonos en la estricta realidad humana, sí hay una expresión de Dios en la palabra del hombre, sí se revela Dios en el rostro humano y se traduce en sus pensamientos y se expresa por sus modos de sentir. Tenemos plena razón para asumir la expresión pagana y bautizarla en cristiano, diciendo que la voz del Dios es frecuentemente revelada por la ingenuidad del pueblo, por la limpieza certera de sus modos naturales de pensar y sentir y por la sinceridad intocada de sus palabras sencillas.
Muchos tratadistas de buena o mala fe, han escrito lucubraciones alrededor de la sabiduría popular; pero todas ellas pertenecen al folklore negociable y en último término a las divagaciones de la sociología. Pero son muy pocos los que han pretendido entrañarse en el significado profundo de la voz del pueblo, en la escala de valores vividos que es voz expresa, en la verdadera semántica de esta sabiduría popular. La mayor parte de los escritores se sienten interpretes predestinados del silencio guardado por siglos por un pueblo que sabe bien que la maduración de sus valores y el valor de sus conocimientos se conserva mejor en secreto, en una intimidad que no busca redentores, porque no es culpable. El pueblo sabe lo que piensa, lo que dice y lo que calla y a quien dice cuando habla y con quien calla cuando se le investiga. Atribuirse una designación divina por ser elegido por un pueblo que vota exigido, es calificar de divina a la elección que impone al voto y que castiga la exclusión del deber de la vocación, no por estima de la opinión expresada en la votación, ni por valorización del atributo de humanidad que usa el votante al determinarse por una opción, sino por complacencia política partidista. Entre nosotros, la esencia del partido está en el número de afiliados, no en su doctrina.
En nuestros días se ha preconizado, con verdadera justicia, que algunas provincias ecuatorianas, han dejado de ser asilo de analfabetismo. Esta redención personal de la alfabetización es uno de los caminos lógicos de la liberación humana, que el cristianismo ha preconizado como fundamental: sólo la verdad nos hace libres. La verdad hay que conocerla y expresarla y el alfabeto nos pone en camino inicial de una y otro posibilidad liberadora: conocer y expresar. Pero el conocimiento tan sólo se hace expresión verdaderamente libre, cuando ha podido entrañarse sin impedimentos, sin violencia, sin presiones deformantes, llegando a una consustanciación con el pensamiento original y con el sentimiento aborigen que conforma la sabiduría popular ingénita. Pesar que tan sólo por leer y firmar ya se ha alcanzado libertad ciudadana y política, es un error. Esa meta puede ser beneficio de los que buscan el voto por el número; no de los que sienten que el voto calificado al candidato y que el número nunca fue calificado.
¿Podría ser yo un candidato más? Tengo una serie de pistas para darme una respuesta adecuada, justa, de sentido común si la voz del pueblo es la voz de Dios, lanza tú y lanzo yo mí candidatura, siempre que estemos seguro que nunca ahogamos la voz de Dios en la garganta de los negados de expresión, que jamás desoímos la voz de Dios en el grito de los desposeídos de derechos, que siempre aceptamos que el silencio tímido de los pueblos, no es cómplice de nuestro orgullo, sino defensor de su rica autonomía sabia.
El Mercurio, 1982