En el camino lector, nos encontramos con autores que nos hacen amar aún más la palabra y las múltiples posibilidades que ella nos ofrece. Estoy embelesada con Fernando Savater y su autobiografía razonada, creo que mucho hablaré de ella y de los distintos temas en los que me incita a pensar, y de los recuerdos que afloran y reconfortan a propósito del relato de su vida.
Hay vivencias de Savater con las que me identifico, como aquella en la que cita a Merleau-Ponti –filósofo francés-:“Nunca me repondré de mi incomparable infancia”; y, continúa diciendo con humor e ironía: “…el resto de mi vida ha sido nada más que convalecencia, por tanto aquello tuvo que ser una enfermedad gravísima, incurable. Pero no puedo renegar de ella. Si me instan a la contrición, renegaré de lo demás.”, al leer estas confesiones, con una sonrisa dibujada en el rostro me trasladé a mis años de infancia y ratifiqué –porqué siempre he sabido que tuve una niñez feliz- que al igual que los filósofos tuve una infancia incomparable, gracias al amor y los cuidados de mi mamá y mi papá, de los abuelos y abuelas, tíos y tías –biológicos y elegidos-, de los hermanos, las maestras de la Escuela, las compañeras y amigas, de los primos y primas con las que compartíamos la vida.
Soy de la generación que caminaba sin preocupaciones por las calles, íbamos y veníamos de la escuela sin adultos que nos cuidarán –porque no hacía falta, la ciudad era segura-; a pie –no había transporte escolar y tampoco lo necesitábamos; jugábamos en la calle o el parque cercano a la casa dónde vivíamos. Los libros, la imaginación, las habilidades de algunos de mis compañeros de juego, nos libraban del aburrimiento, así como las enseñanzas útiles de las abuelas y las madres: todos, hombres y mujeres aprendimos a tender la cama, a cocinar, a planchar, a bordar, a cocer botones o zurcir una media, como juego y en ocasiones como parte de nuestras tareas, aunque, en honor a la verdad, en la cotidianidad, éramos las mujeres las que ayudábamos más en las labores del hogar.
Aprendimos también a ser responsables, a estudiar, a esforzarnos, porque no lo teníamos todo servido, no se nos permitía ser mediocres o conformistas, con amor y firmeza se nos fue modelando el carácter – a algunos en demasía dicen-.
Recibí de mi mamá -y casi todas las personas que conocí entonces, de las suyas- “leche y miel” – como habría dicho Erich Fromm-, así como la fuerza y el empuje por la confianza que siempre nos infundió; y, de mi papá –al igual que casi todos los conocidos-, el amor austero pero seguro y la importancia del respeto debido. De ambos aprendí la rectitud y el bien hacer para propios y extraños.
Otra frase que hizo salir en estampida recuerdos agazapados fue esta: “estoy convencido de que la familia que juega unida permanece unida”. Me vi en torno a una mesa jugando telefunkeno 40, con mis primas y mi abuelo, era una práctica en las noches de vacaciones cuando todos pernoctábamos en su casa, o con mí otra abuela y mis muchos primos cuándo contábamos historias: reales, aprendidas en los libros o inventadas, o jugando y paseando en el campo, recogíamos moras para la mermelada, o pateando latas llegábamos sin darnos cuenta al pueblo que parecía estar lejísimos. Pensé también –sin ir tan lejos- en los fines de semana que con mi hermana, nuestros hijos y mis padres jugamos palabras cruzadas o cualquier juego de cartas o de mesa, acompañándonos, riendo y enfrentándonos amorosamente como rivales momentáneos, pero unidos.
Mientras leía y al escribir este relato, he pensado mucho, con tristeza y preocupación, en los niños y niñas de hoy –sobre todo los que viven en las ciudades-, adictos a una pantalla, que se acostumbran a la inmediatez, a quienes se les ha limitado la posibilidad de desarrollar la imaginación, que poco o nada se acercan a los libros, que no juegan con otros niños sin consolas, mandos o pantallas, que hacen poco deporte, que no caminan, que no resisten la frustración ni aprenden como remontarla.
He pensado también en lo triste y dramático que resulta ver en espacios públicos como restaurantes, familias sentadas alrededor de una mesa, sin hablarse entre ellos, porque cada quien prefiere no desconectarse de ese adminículo –el celular o móvil- que parece ser una extensión de sus extremidades superiores, que además colocan –o un iPad o Tablet- frente a los bebés para que embobados en las imágenes, no molesten, o esas personas sentadas en la banca de un parque o caminando no levantan la cabeza de esa pequeña pantalla que han permitido les domine, perdiéndose de admirar el paisaje, de mirar su ciudad, los rostros y los ojos de quienes están a su lado.
Doy gracias, haber nacido cuando no había tanta tecnología, haber tenido a mi vera, adultos amorosos que me dedicaron su tiempo, y me compartieron sus conocimientos, sabiduría y presencia, eso me ha hecho sentir en los momentos más duros y difíciles – que los ha habido- que, cómo dice Savater “Cuando las cosas han comenzado tan estupendamente, nada sabrá nunca ya ir mal del todo.”.
Portada: imagen tomada de: https://www.lucaedu.com/ninos-felices
Mujer estudiosa y analítica, lectora atenta y escritora novel. Doctora en Jurisprudencia y Abogada – Universidad de Cuenca, Máster en Gestión de Centros y Servicios de Salud – Universidad de Barcelona, Diplomado Superior en Economía de la Salud y Gestión de la Reforma – Universidad Central del Ecuador. Docente de maestría en temas de políticas públicas y legislación sanitaria –Universidad Católica de Santiago de Guayaquil; en el área de vinculación con la sociedad, legislación relacionada con el adulto mayor – Universidad del Adulto Mayor. Profesional con amplia experiencia en los sectores público y privado, con énfasis en los ámbitos de legislación, normativa y gestión pública.