PROGEN: UN PROYECTO EXITOSO DE IMPUNIDAD
Hay investigaciones que no buscan la verdad, sino el cansancio. Se investiga para agotar, para diluir, para que la indignación se evapore en el expediente. El caso Progen parece inscribirse con precisión quirúrgica en esa tradición: seis meses de comparecencias, documentos, borradores y tecnicismos para llegar a una conclusión tan limpia como ofensiva: nadie es responsable.
El Estado pagó millones de dólares por un proyecto de generación eléctrica que nunca existió en la realidad, pero sí en los contratos, en las firmas, en los comunicados oficiales. Sin embargo, el informe de la Comisión de Transparencia —respaldado por la mayoría oficialista— nos pide que aceptemos una anomalía ética: hubo daño, pero no culpables; hubo pago, pero no responsables; hubo desastre, pero no decisión política.
Este no es un vacío: es un encubrimiento.
Porque cuando una comisión legislativa enumera “hallazgos” y “observaciones” pero evita señalar responsables políticos, no estamos ante prudencia institucional, sino ante cobardía deliberada. Se protege al poder en nombre de una legalidad vaciada de sentido. Se investiga mucho para no decir nada. Se escribe un informe para cerrar el caso, no para abrir la verdad.
Los ministros Luque y Manzano no aparecen como responsables no porque no lo sean, sino porque nombrarlos rompería el pacto silencioso que sostiene al oficialismo: el pacto de la impunidad administrada. En este país, la responsabilidad política no se determina por la magnitud del daño causado, sino por la cercanía al poder que gobierna. Y eso convierte a la Asamblea no en un órgano de control, sino en una oficina de blanqueo institucional.
Lo verdaderamente grave del caso Progen no es solo el dinero perdido, sino el mensaje que se consolida: en el Ecuador actual, la incompetencia y la negligencia no tienen costo político si se ejercen desde el lugar correcto. El Estado puede fallar, pero el gobierno no responde. El proyecto puede no existir, pero la firma sí vale. La energía no llega, pero la coartada está perfectamente generada.
Y lo más inquietante es que Progen no es una excepción, sino un eslabón más de una cadena conocida. El mismo libreto se ha repetido una y otra vez: comisiones que investigan, informes que se dilatan, responsabilidades que se evaporan. Cambian los nombres de los casos, pero no el desenlace. Siempre hay millones comprometidos, siempre hay decisiones políticas evidentes, y siempre, al final, nadie responde.
Así opera el encubrimiento moderno: no necesita órdenes explícitas ni pactos escritos. Funciona por alineamiento automático. Las mayorías legislativas no fiscalizan: amortiguan. Las comisiones no buscan responsables: fabrican salidas. El informe no es un instrumento de verdad, sino un certificado de olvido. Y el poder, una vez más, se absuelve a sí mismo con lenguaje técnico y tono institucional.
En este contexto, la Asamblea deja de ser un contrapeso y se convierte en notaría del Ejecutivo. Legaliza la irresponsabilidad, archiva el daño público y sienta un precedente peligroso: que gobernar mal no tiene consecuencias si se gobierna desde el lado correcto del tablero. Que la negligencia ministerial no se sanciona, se normaliza. Que la transparencia es compatible con el encubrimiento, siempre que se redacte con prolijidad.
Progen, entonces, no es solo un proyecto fallido de generación eléctrica; es un proyecto exitoso de impunidad. Un modelo que ya hemos visto en otros episodios recientes, donde la fiscalización se vuelve un trámite y la verdad una molestia. Un Estado que paga por lo que no existe, y un Parlamento que explica por qué nadie debe responder por ello.
Cuando los ministros Luque y Manzano quedan fuera de toda responsabilidad política, no es solo su nombre el que se limpia: es la idea misma de responsabilidad la que se borra del espacio público. Y cuando eso ocurre, lo que se apaga no es únicamente la energía eléctrica que nunca llegó, sino algo más grave y duradero: la noción elemental de que el poder, en una democracia, debe rendir cuentas o perder legitimidad.
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Johnny Jara Jaramillo, Cuenca 1956. Estudió Literatura en la Universidad de Cuenca y Musicología en la PUCE. Fue profesor de Literatura en el Colegio Benigno Malo de su ciudad y en el Colegio Agustín de Azkúnaga en Isabela-Galápagos. En Nueva York asistió a varios cursos sobre Literatura inglesa en la Universidad de Columbia y ha colaborado con varias revistas de literatura en Estados Unidos, México, Colombia, España y Finlandia. Es parte de Moderato Contable, antología de narradores cuencanos del Siglo XXI, Antología de Narradores ecuatorianos del Encuentro nacional de narradores ecuatorianos, en Loja 2015. Su libro “Un día de invierno en Nueva York” es su opera prima.