EL VOTO DEL MIEDO EN CHILE
Mi hermana vive en Chile desde hace varios años. Hablamos seguido, casi siempre de cosas pequeñas: el clima, el trabajo, alguna anécdota doméstica. Pero desde hace un tiempo, en esas conversaciones empezó a aparecer otra palabra, repetida con insistencia: miedo. Miedo en las calles, miedo al volver tarde, miedo a lo que antes no daba miedo. Y casi siempre, ese temor venía asociado a una presencia concreta: venezolanos que duermen en plazas, que rondan los barrios, que —según el relato que circula— están ligados a la delincuencia común, al microtráfico, a una violencia nueva, menos predecible.
No hablo de datos ni de cifras. Hablo de percepción, que en política suele pesar más que cualquier estadística.
Ese clima —mezcla de temor, cansancio y una xenofobia apenas disimulada— ayuda a entender el giro conservador en Chile. El voto reciente no puede leerse solo como una opción ideológica. Es, ante todo, una reacción emocional. Cuando el miedo se instala en la vida cotidiana, el voto deja de ser una reflexión y se vuelve un gesto defensivo. Y en ese contexto, alguien como Kast —que promete tomar cartas en el asunto sin demasiados rodeos— aparece como una respuesta posible, incluso deseable.
Hay un momento —casi imperceptible— en el que el miedo deja de ser una emoción privada y se convierte en una decisión política. No ocurre de golpe. Se filtra en la conversación diaria, en la calle que ya no se cruza, en el comercio que cierra antes, en la sospecha que acompaña cada trayecto. Cuando finalmente llega a las urnas, el miedo ya no pide programas ni diagnósticos: pide resguardo.
El retorno de la derecha conservadora en Chile no es solo un giro ideológico. Es un síntoma. El síntoma de una sociedad que dejó de sentirse protegida y que, frente a ese desamparo, optó por quien habló con una voz clara, aunque áspera. No se votó tanto una propuesta como una promesa: detenerlo ahora.
Durante años, el progresismo chileno —como el ecuatoriano, como tantos otros en América Latina— habló de la inseguridad en un lenguaje que no lograba tocar la experiencia concreta del miedo. Explicó causas estructurales, desigualdades históricas, exclusiones acumuladas. Todo eso es cierto. Pero la verdad, cuando no abriga, se vuelve insuficiente.
La persona que no duerme tranquila no quiere una tesis: quiere saber si mañana podrá volver a casa.
Ahí fracasa el lenguaje progresista. No por falta de razón, sino por exceso de distancia. Mientras el miedo hablaba en presente, la política respondía en futuro. Mientras la violencia irrumpía en el cuerpo, el discurso se refugiaba en el contexto. Y ese desfase emocional fue ocupado por una derecha que no explicó, sino que afirmó. Que no dudó, sino que prometió. Que no relativizó, sino que dijo: yo sí te creo.
En Ecuador lo vemos con una claridad incómoda. La percepción de inseguridad ha abierto la puerta a la militarización de la vida cotidiana, a la excepcionalidad permanente, a la aceptación social de medidas que hace pocos años habrían generado rechazo. No porque la gente se haya vuelto autoritaria de pronto, sino porque se siente sola. Y cuando el Estado democrático no acompaña, cualquier promesa de orden parece un refugio, incluso si ese refugio tiene forma de cuartel.
El problema es que ese “yo sí te creo” suele venir acompañado de una segunda frase, no siempre explícita: “y por eso no te voy a preguntar demasiado”. Allí comienza el terreno resbaladizo donde la seguridad se separa de la justicia y el orden empieza a justificar cualquier atajo. También allí, muchas veces, el miedo se transforma en estigmatización y el migrante deja de ser persona para convertirse en amenaza difusa.
La izquierda progresista, por su propia naturaleza, tiene dificultades para moverse en ese terreno. Está hecha para deliberar, no para imponer. Para explicar, no para simplificar. Para pensar en procesos, no en golpes de efecto. Su ética es su fortaleza, pero también su límite cuando el miedo exige inmediatez.
“Detenerlo ahora” implica suspender matices. Y la izquierda, cuando es fiel a sí misma, vive de los matices.
Se suele objetar que en China o en Cuba la izquierda sí logró “detenerlo ahora”. Es cierto. Pero lo hizo renunciando a aquello que define a la izquierda progresista contemporánea: pluralismo, garantías, disenso. Lo hizo desde una lógica de Estado fuerte sin mediación, donde la seguridad no se construye: se impone con mano dura y al criminal se lo fusila.
Es decir, cuando la izquierda logra ser eficaz en términos de control inmediato, deja de ser progresista; cuando se mantiene progresista, pierde eficacia frente al miedo. Esa es su paradoja trágica, y también su dilema ético.
El giro conservador en Chile no debería celebrarse ni demonizarse a la ligera. Debería leerse como una advertencia. Dice que cuando la democracia no logra proteger, la gente busca quien la defienda, aunque el costo sea alto. Dice que el miedo, cuando no es escuchado, se radicaliza. Y dice, sobre todo, que ningún proyecto político puede sostenerse si no es capaz de hablarle al cuerpo antes que al concepto.
Quizás el desafío más urgente para la izquierda no sea volver a tener razón, sino volver a ser refugio. Proteger sin deshumanizar.
Pero hay que admitir algo incómodo: una izquierda progresista, respetuosa de los derechos humanos y de la naturaleza, solo ha sido posible en tiempos de paz. Cuando el miedo no gobierna la vida cotidiana. Cuando la seguridad básica no está en duda.
Cuando esa paz se rompe, la ética progresista empieza a parecer fragilidad. Entonces la sociedad deja de pedir derechos y empieza a pedir protección. Y en ese punto, la derecha no necesita convencer: le basta con prometer mano dura contra el crimen, la migración y la inseguridad.
No es una justificación, es una constatación. Mientras el miedo vote primero, el progresismo llegará tarde
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Johnny Jara Jaramillo, Cuenca 1956. Estudió Literatura en la Universidad de Cuenca y Musicología en la PUCE. Fue profesor de Literatura en el Colegio Benigno Malo de su ciudad y en el Colegio Agustín de Azkúnaga en Isabela-Galápagos. En Nueva York asistió a varios cursos sobre Literatura inglesa en la Universidad de Columbia y ha colaborado con varias revistas de literatura en Estados Unidos, México, Colombia, España y Finlandia. Es parte de Moderato Contable, antología de narradores cuencanos del Siglo XXI, Antología de Narradores ecuatorianos del Encuentro nacional de narradores ecuatorianos, en Loja 2015. Su libro “Un día de invierno en Nueva York” es su opera prima.