LA CAJA DE CARTÓN Y EL PAÍS EN COMA
Hay días en que un país entero se rompe de una sola imagen. No hace falta un discurso, una estadística, un editorial solemne. Basta una caja de cartón. Una caja de cartón sellada con cinta de embalar, entregada a una madre que acababa de perder a su hija en un hospital público. Diez segundos: la trabajadora social empuja el bulto, la madre lo abraza, la cámara registra el gesto y ya no hay manera de seguir diciendo que el sistema de salud está en crisis. No. Está en coma inducido. Está siendo dejado morir.
Porque un país que entrega a sus muertos en una caja de cartón es un país al que le arrancaron la piel. Y que, además, le arrancan la verdad. El Ministerio de Salud publicó un comunicado lleno de esas palabras que sirven para fingir que se gobierna: “acciones administrativas”, “auditoría interna”, “gestiones correspondientes”, “rechazo categórico”. Palabras cuidadosamente acomodadas para que parezca que alguien se hace cargo, cuando en realidad todos sabemos que esas frases existen para cubrir la podredumbre, no para limpiarla.
Pero lo más brutal no es el comunicado; es lo que revela. Revela un Estado que perdió el pudor. Revela un gobierno que ha convertido la administración pública en una empresa fallida cuya quiebra no es un accidente, sino una estrategia. Porque destruir el sistema de salud desde adentro no es un error: es un método. Es la receta perfecta para justificar la privatización total, el paraíso de los negocios, la entrega del país al mejor postor con la coartada técnica de que “lo público ya no funciona”.
Y claro que no funciona. ¿Cómo habría de funcionar si el presupuesto de salud no se ejecuta? ¿Cómo habría de funcionar si los pacientes deben pedir a su familia la comida porque los hospitales ya ni siquiera proveen un plato de arroz? ¿Cómo habría de funcionar si la infraestructura se desmorona, si las farmacias están vacías, si los médicos trabajan sin insumos, si la miseria se ha convertido en protocolo institucional? Lo que ocurre no es un derrumbe: es un desmantelamiento.
En el fondo, la caja de cartón no es un error administrativo ni una irresponsabilidad aislada. Es un símbolo. Y los símbolos, cuando aparecen en momentos de descomposición, revelan lo que nadie quiere decir en voz alta: que el país está siendo preparado, deliberadamente, para el desastre. Y que, después del desastre, vendrán los salvadores con sus carpetas de “inversión privada”, con sus discursos sobre eficiencia y modernidad, con sus planes de entregar la salud, la educación, la energía, la seguridad social y lo que quede en pie a manos de corporaciones que no conocen la palabra compasión. Ni la palabra país.
Mientras tanto, en los hospitales, los enfermos piden comida. En las escuelas, los maestros compran tizas con su salario. En las carreteras, los huecos son más antiguos que los ministros. En los barrios, la gente se pregunta cuánto tiempo tardará en privatizarse el aire que respiran. Y el gobierno sigue hablando de “compromisos institucionales”, de “normativas vigentes”, de “acciones pertinentes”. Ese es el nuevo idioma del Estado: un idioma sin vida, sin carne, sin cuerpo. Un idioma tan hueco que ni siquiera sirve para despedir a una niña con dignidad.
Yo no sé qué más tiene que ocurrir para que entendamos que la barbarie no es un accidente: es una política pública. No es un escándalo aislado: es un sistema de despojo. No es la torpeza de un gerente: es la consecuencia de gobernar un país como si fuese una hacienda donde los enfermos estorban, los pobres sobran y los muertos caben en una caja de cartón.
Ese es el país que hoy nos entregan: un país donde la vida no tiene precio porque ya tiene tarifa. Un país que, si no despierta pronto, terminará aceptando que lo normal es llorar a los hijos envueltos en cartón. Y que lo inevitable es que todo lo que es público desaparezca, para que alguien, en algún directorio privado, pueda decir que finalmente el negocio funcionó.
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Johnny Jara Jaramillo, Cuenca 1956. Estudió Literatura en la Universidad de Cuenca y Musicología en la PUCE. Fue profesor de Literatura en el Colegio Benigno Malo de su ciudad y en el Colegio Agustín de Azkúnaga en Isabela-Galápagos. En Nueva York asistió a varios cursos sobre Literatura inglesa en la Universidad de Columbia y ha colaborado con varias revistas de literatura en Estados Unidos, México, Colombia, España y Finlandia. Es parte de Moderato Contable, antología de narradores cuencanos del Siglo XXI, Antología de Narradores ecuatorianos del Encuentro nacional de narradores ecuatorianos, en Loja 2015. Su libro “Un día de invierno en Nueva York” es su opera prima.