TRADICIÓN, ACCIÓN Y EL FANTASMA DEL DÉSPOTA
Cuando escucho el nombre “Tradición y Acción Ecuador” no pienso primero en los panfletos que reparten, ni en las cruzadas morales que organizan, ni siquiera en el miedo casi religioso con el que pronuncian palabras como “género”, “derechos” o “libertad”. Lo primero que me viene a la memoria es el rostro adusto de Gabriel García Moreno: ese déspota que, a punta de rosario y garrote, decidió que el Ecuador debía ser menos un país y más un convento armado.
Y quizá no sea casual. Tradición y Acción parece haberlo resucitado: no como figura histórica, sino como aspiración política.
Hay, en su discurso, el mismo perfume a incienso mezclado con autoridad; la misma convicción de que la moral se impone desde arriba, como quien bendice una espada antes de usarla. García Moreno estaría orgulloso: al fin un grupo que no tiene pudor en proclamar que la modernidad es una amenaza, que la libertad es sospechosa y que la diversidad es un error teológico antes que un hecho humano.
Pero lo que más me inquieta no es su nostalgia teocrática. Lo verdaderamente perturbador es que este grupo se mueve como si el laicismo ecuatoriano —ese triunfo tan duramente conquistado a inicios del siglo XX— no existiera. Como si Eloy Alfaro no hubiese quemado más que conventos: quemó, sobre todo, la idea de que la religión podía seguir decidiendo quién debía vivir, amar, casarse, reproducirse o callar.
Somos un país laico. En teoría.
Pero en la práctica vivimos rodeados de pequeños tribunales de fe, de grupos como Tradición y Acción que exigen que el Estado legisle desde la catequesis y no desde los derechos. Y esa pretensión, disfrazada de defensa de la “civilización cristiana”, recuerda demasiado a los movimientos fascistas del siglo XX que también hablaban de orden, de familia, de pureza moral, de tradición… antes de aplastar cualquier forma de diferencia.
La coincidencia no es accidental.
El fascismo —en sus versiones europeas, latinoamericanas y contemporáneas— siempre ha necesitado tres cosas:
1. Una visión mística del pasado, cargada de símbolos, glorias inventadas y una fe incuestionable.
2. Una estructura jerárquica donde algunos mandan por designio moral y otros obedecen por naturaleza.
3. Un enemigo interno al que hay que purificar, corregir o expulsar.
Tradición y Acción Ecuador cumple las tres:
Su pasado idealizado es la cristiandad tridentina, la misma que García Moreno quiso instalar a sablazos.
Su jerarquía moral coloca a la Iglesia por encima de la ciudadanía, a la doctrina por encima de la razón, al dogma por encima del derecho.
Y su enemigo interno es amplio y flexible: feministas, personas LGBTIQ+, artistas, laicos, progresistas, cualquiera que no se arrodille ante su idea de orden.
Hay algo profundamente antidemocrático en eso.
No porque recen —que recen lo que quieran—, sino porque quieren que todos vivamos bajo su oración. Porque reclaman un país homogéneo en un país que jamás lo ha sido. Porque pretenden imponer reglas privadas como leyes públicas. Y porque, al igual que los movimientos fascistas que admiran desde la sombra —o desde la negación—, se declaran víctimas mientras intentan restringir libertades ajenas.
El laicismo no fue un accidente. Fue una necesidad.
Y hoy vuelve a serlo.
No para prohibirles la fe, sino para recordarles que el resto también tiene derecho a vivir sin que nos reciten dogmas como si fueran códigos penales. Para recordarles que el Estado no está obligado a vigilar nuestras camas, nuestras familias, nuestras identidades, nuestros cuerpos ni nuestras conciencias. Y para decirles, sin miedo, que el Ecuador ya no es el patio trasero de un obispo ni la hacienda moral de un iluminado.
García Moreno murió hace más de cien años.
Pero a veces —sobre todo cuando grupos como Tradición y Acción levantan la voz— uno siente que su sombra sigue ahí, escondida detrás de cada proclama que promete orden, disciplina, moral y obediencia.
Tal vez por eso es necesario escribir esto: para recordar que el país que queremos no es un altar, ni un púlpito, ni un cuartel.
El país que queremos es uno donde nadie tenga que pedir permiso para ser.
Ni a los políticos.
Ni a los curas.
Ni a los guardianes, cruzados medievales autoproclamados de una tradición que ya no nos representa.
Mientras tanto, García Moreno observa desde la eternidad, sacudiendo la cabeza con una mezcla de orgullo y resignación:
—“Hice lo que pude, hijos… pero ustedes hagan el resto.”
Si no fuera trágico, sería cómico.
Y como es trágico y cómico, solo queda abrazar el humor negro:
un país laico acosado por cruzados sin caballo, un grupo moralista tratando de resucitar una teocracia fallida, y un fantasma autoritario que sigue buscando dónde firmar un nuevo Concordato.
Lo más sano es reír.
Reír para no terminar rezando por obligación.
Reír para recordar que el laicismo no es un lujo, sino un salvavidas.
Reír porque, si algo teme el fanatismo, es precisamente eso:
gente libre que no necesita un permiso espiritual para existir.
Y si García Moreno quiere volver, que haga fila.
La cola empieza detrás del Estado Laico.
Johnny Jara Jaramillo, Cuenca 1956. Estudió Literatura en la Universidad de Cuenca y Musicología en la PUCE. Fue profesor de Literatura en el Colegio Benigno Malo de su ciudad y en el Colegio Agustín de Azkúnaga en Isabela-Galápagos. En Nueva York asistió a varios cursos sobre Literatura inglesa en la Universidad de Columbia y ha colaborado con varias revistas de literatura en Estados Unidos, México, Colombia, España y Finlandia. Es parte de Moderato Contable, antología de narradores cuencanos del Siglo XXI, Antología de Narradores ecuatorianos del Encuentro nacional de narradores ecuatorianos, en Loja 2015. Su libro “Un día de invierno en Nueva York” es su opera prima.