GUERRA EN UCRANIA: ESTUDIAR PARA NO DESAPARECER
En Járkov o Mariúpol, el día comienza antes de que salga el sol. Empieza con el sonido metálico de una sirena que corta el sueño y obliga a calcular, en segundos, si hay tiempo para preparar un café o si hay que bajar de inmediato al refugio. En medio de ese ruido que se repite como un mal presagio, hay niños que se sientan frente a una pantalla y maestros que ajustan unos auriculares. Estudiar, en Ucrania, se parece menos a aprender y más a mantenerse en pie.
Las escuelas ya no son edificios. Son pantallas encendidas, sótanos improvisados, estaciones de metro donde los dibujos infantiles cuelgan de columnas de hormigón. Las aulas fueron pulverizadas, pero la idea de la escuela persiste. Cada conexión es una prueba de existencia. Cada lista de asistencia confirma que alguien sigue ahí, que la guerra todavía no ha logrado borrar todos los nombres.
Para los niños, volver a clase significa recuperar una forma de respirar. La rutina escolar ofrece un refugio emocional cuando el espacio físico dejó de ser seguro. Ver a los compañeros, escuchar la voz del profesor, hacer una tarea sencilla mientras afuera caen bombas permite que el miedo no lo ocupe todo. La guerra invade la casa, el sueño y la calle; la escuela, aunque sea virtual, traza un límite frágil frente al caos.
Los docentes enseñan con el cuerpo cansado y la mente en alerta. Enseñan sabiendo que cualquier interrupción puede ser definitiva. Cada alumno que deja de conectarse es una ausencia que pesa como una pregunta sin respuesta. Aun así, continúan. No por optimismo, sino por responsabilidad. Porque suspender la educación sería concederle a la guerra una victoria íntima y profunda.
Bajo tierra, en los refugios, la educación adopta formas elementales. Juegos, canciones, lápices de colores sobre hojas recicladas. Allí, aprender se confunde con acompañar. Los niños que viven en estaciones de metro aprenden a contar mientras esquivan el ruido de los trenes detenidos. Aprenden a compartir mientras esperan que el mundo vuelva a moverse. En esos espacios, la escuela deja de prometer futuro y se concentra en sostener el presente.
Las cifras son abrumadoras: cientos de centros educativos dañados, decenas destruidos, millones de niños desplazados. Detrás de cada número hay un cuaderno abandonado, una mochila enterrada bajo escombros, un patio que ya no existe. Atacar una escuela equivale a interrumpir una biografía en construcción. Es un golpe directo contra la posibilidad de imaginar otra vida.
La educación a distancia mantiene el hilo, aunque sea delgado. Depende de electricidad inestable, de conexiones precarias, de dispositivos compartidos. Muchos niños quedan fuera, atrapados en refugios donde el aprendizaje se limita a sobrevivir. La ayuda internacional alivia, acompaña, sostiene por momentos. La verdadera carga recae en comunidades que se niegan a dejar caer a sus niños en el olvido.
En Ucrania, la guerra intenta imponer un lenguaje de destrucción. La educación responde con gestos pequeños y obstinados. Un maestro que llama lista. Un niño que entrega una tarea. Una voluntaria que baja cada mañana al metro con una pelota y acuarelas. Son actos mínimos, pero cargados de sentido. Afirman que la vida continúa incluso cuando parece suspendida.
Estudiar, en este contexto, no ofrece garantías. Ofrece algo más frágil y más valioso: continuidad humana. Mientras haya niños aprendiendo entre sirenas, mientras alguien siga creyendo que una clase merece ser dada, la guerra no habrá terminado de ganar. En Ucrania, la educación no detiene las bombas. Detiene, por un instante, el avance del vacío. Y eso, en medio de la devastación, es una forma profunda de resistencia.
Y, la Navidad se acerca en Ucrania sin promesas de tregua. El calendario avanza mientras la guerra permanece. En muchas ciudades, las celebraciones se reducen a gestos mínimos bajo tierra: un dibujo pegado en la pared de un refugio, una clase que logra conectarse, una voz que nombra a quienes faltan. Para miles de niños, estudiar en estos días se ha convertido en la manera de cerrar el año con un hilo de continuidad cuando el futuro sigue siendo incierto.
UN DATO
Un dato clave para dimensionar el impacto de la guerra en la educación de la infancia ucraniana es que alrededor de 4,6 millones de niños en Ucrania enfrentan importantes barreras educativas durante el año académico en curso debido a la guerra, con interrupciones en clases presenciales, escuelas dañadas o destruidas y una mezcla de aprendizaje remoto e híbrido para subsistir en medio del conflicto.
Portada: imagen de la autora

Periodista rumana afincada en Cuenca Ecuador, editora, creadora digital con amplia experiencia en comunicación institucional, vicepresidenta de la Unión de Periodistas del Azuay.