Ecuador es un país donde cada día la realidad supera la imaginación. La estrategia del gobierno para enfrentar a las bancrims, ha sido militarizar el territorio nacional y publicitar el trabajo de los soldados ecuatorianos en las calles recibiendo el homenaje y reconocimiento de la población atemorizada por la violencia y la inseguridad. Poco a poco se va naturalizando su presencia en las calles, mientras en los sectores marginales, la población es señalada como sospechosa especialmente en Esmeraldas, Manabí, Los Ríos, El Oro, Sto. Domingo y Guayas, configurando una percepción prejuiciosa y racializada de las personas que viven en los sectores empobrecidos y la sutil idea de que sus vidas valen menos que las de otros sectores económicos y profundizando la polarización social que ya existe en nuestro país.
Pero, veamos cómo y por qué los pobres están articulados -como actores o víctimas- a la violencia que afecta no solo a Ecuador sino a todo América latina. La realidad que hoy enfrentan los países latinoamericanos, es estructural y deviene de hace muchas décadas. La vinculación de la población pobre a las bandas delictivas que operan a nivel internacional, se presenta como una de las consecuencias de un largo y arraigado olvido y postergación de cientos de miles de personas que nacieron y vivieron en zonas precarizadas donde la violencia se ha constituido en una manifestación de los tiempos. Miles de personas que fueron marginadas del desarrollo humano y el crecimiento económico, cuyas necesidades y derechos fueron desatendidos por los gobiernos desde el mismo momento en que nacieron las repúblicas latinoamericanas. Este olvido estructural, es hoy casi insuperable. La inequidad sembrada a lo largo de los tiempos, no tiene posibilidades reales de ser atendida, al menos en el corto ni mediano plazo. Para la población de estos sectores empobrecido, vivir es más difícil que morir, esta ha sobrevivido a través de una suerte de escapes desesperados como la migración, el trabajo informal, la invasión de tierras, la prostitución, la delincuencia común y por supuesto el involucramiento en el tráfico de drogas. El pregonado progreso del sistema vigente, únicamente florece en las zonas residenciales y de comercio, en los proyectos arquitectónicos lujosos, en las ciudadelas exclusivas y excluyentes.
La industria internacional de la droga, encontró en esta situación su mejor aliada y desplegó sus redes a países con altos índices de injusticia social, una institucionalidad con las puertas abiertas a la corrupción e impunidad y además con una moneda que facilita sus transacciones comerciales a nivel global. Esta industria se ha convertido en una de las más poderosas del mundo y cuenta con un ejército de trabajadores. En Ecuador nada más y nada menos que la asombrosa cifra de 50.000 empleados, quienes llevan adelante diversas actividades que van desde la producción de drogas, el acopio y distribución, el chantaje, la extorción, el secuestro, el amedrentamiento, el asesinato selectivo, la comercialización, el cabildeo con sectores políticos, estatales policiales, militares, económicos, comerciales, para viabilizar el blanqueo del dinero y el flujo de la mercancía a través de puertos, aeropuertos y fronteras, según datos proporcionados por el especialista Fernando Carrión. Si hoy se detiene a mil o dos mil gatilleros, el negocio de la droga no tardará en remplazarlos. Pero a estas actividades no se dedican únicamente los jóvenes marginales, hay personas de altos niveles económicos que son parte de este entramado, los peces gordos como se los conoce entre los que están políticos, empresarios o generales.
Se ha configurado un componente demográfico inmensamente numeroso, cuya base es la sobrevivencia y cuya forma de vida es la violencia. La miseria ha producido una cuasi cultura asesina sin temor a morir o a matar, gente que no vacila en eliminar a quien se cruza en el camino de sus intereses, personas que nunca tuvieron un futuro y por eso no les importa perder la vida. El miedo por el futuro se trasladó a los otros sectores sociales, condicionando el funcionamiento de los Estados y de la vida de las sociedades en general.
El narcoestado es más ágil y organizado, ha implementado la táctica del ataque, mientras que el Estado oficial siempre lento y negligente se ha puesto a la defensiva y no tendrá resultados positivos si busca volver a la “normalidad”, si continua perdonando las deudas fiscales, priorizando el pago de la deuda externa, ocupando los fondos del Seguro Social, descuidando la salud de la gente, reduciendo el presupuesto para la educación, entregando el territorio a empresas extractivitas, desoyendo las consultas populares. Nada cambiará, aunque el discurso proselitista d la guerra se repita miles de veces en los medios y en las redes, donde los criminales son más famosos que los ministros que ensayan experimentos inciertos y parciales, siempre pensando en las próximas elecciones.
La posibilidad de resolver la crisis es incierta, si no se toma la decisión radical de invertir en las necesidades de esos sectores que fueron olvidados, lo que implica invertir la lógica del uso de los recursos del país disminuyendo drásticamente las desigualdades económicas generadas en los últimos 200 años y priorizando a aquellos que nunca recibieron nada. Para lograr un país de paz y justicia, es decir un país que nunca hemos sido; es necesario hacer lo que nunca antes hemos hecho: garantizar a todo nivel la dignidad humana y desarrollar condiciones de equidad para asegurar la construcción de un territorio de paz.
Ex directora y docente de Sociología de la Universidad de Cuenca. Master en Psicología Organizacional por la Universidad Católica de Lovaina-Bélgica. Master en investigación Social Participativa por la Universidad Complutense de Madrid. Activista por la defensa de los derechos colectivos, Miembro del colectivo ciudadano “Cuenca ciudad para vivir”, y del Cabildo por la Defensa del Agua. Investigadora en temas de Derecho a la ciudad, Sociología Urbana, Sociología Política y Género.