Tengo el privilegio de tener mi escritorio junto a un ventanal, desde el cual miro parte de los cerros sagrados que rodean a Cuenca: Monjas, Turi, Ictocruz, Guagualzhumi. Cuando las ideas no afloran, cuando el cansancio me invade, cuando la pantalla del ordenador me cansa, miro esas montañas y el paisaje me da un respiro; sin embargo, hoy lucen tristes y obscuros los cielos de Turi, sombríos son los días que vive el país. Asistimos impotentes a un estado fallido, que duele, que indigna, que angustia, que da rabia y que entristece.
El 23 de febrero, amotinamientos paulatinos ocurrieron en tres cárceles del país, efecto de una sangrienta batalla en la delincuencia organizada. Agradezco no haber recibido ninguno de los videos que habrían circulado en las redes sociales; sin embargo, los relatos recogidos en los medios de comunicación, no necesitaban del morbo y de las imágenes, para contarnos y consternarnos sobre la masacre que se estaba viviendo en esas cárceles -y digo cárceles, por no decir centros de tortura y muerte; pues, centros de rehabilitación no son-.
Las noticias nos hablaban de personas decapitadas e incineradas, de motosierras; de un pabellón entero, cuyas personas privadas de la libertad habían sido asesinadas a sangre fría, mientras había quienes filmaban las escenas. Había imágenes de familiares de los presos clamando que intervenga el ejército, que corten la energía eléctrica, que hagan algo para frenar esa masacre. Todo ello ocurría detrás de ese paisaje que, en esos mismos momentos, yo miraba por mi ventana. Allí, detrás de esa estampa, estaba la sangre, el dolor, la crueldad, la miseria … el olor a muerte.
Me invadió la tristeza, la angustia, y confieso que también el miedo, pues todo ello acontecía a pocos minutos de mi casa, de mi vida, de mi hija. Me vino un deseo profundo de salir corriendo, de refundirme en mi casita de campo, de buscar ese asenso, ese refugio de alta montaña, para huir de la basura insoportable y del dolor, como nos narra Sabato en La Resistencia; sin embargo, como nos dice el mismo Sabato, tarde o temprano esa montaña termina siendo un simulacro “porque el mundo del que somos responsables es éste de aquí”.
Y en ese quedarme aquí, la tristeza se volvió mayor cuando empecé a leer las reacciones de muchos cuencanos, reclamando que la cárcel debe salir de la ciudad, que los presos de alta peligrosidad deben irse a otro sitio, que esta era una ciudad de paz. Y en parte, los entiendo. Es evidente que nadie quiere a un centro penitenciario de vecino; recuerdo bien la lucha de los moradores de Turi que, años atrás, acudieron a todos los argumentos posibles, incluido el patrimonio cultural, para evitar que esa infraestructura se realice en su parroquia. Como cuencana, como mujer, como madre, claro que me angustia todo lo ocurrido tan cerca de nuestras casas; sin embargo, creo que no es la ubicación de la cárcel el problema central y que no es allá a donde debemos direccionar nuestros reclamos y nuestras preocupaciones; como comenta Ana Cordero: “el problema no es territorial, sino estructural”.
Pasaron las horas y esa reacción empezó a plasmarse en comunicados, en demandas al presidente, incluso en manifiestos del Alcalde de Cuenca y de los Concejales. Y, seguramente, la presencia de esta cárcel ha traído problemas a la ciudad; sin embargo, es una realidad que está allí y debemos asumirla. Con los manifiestos y las reacciones en mención, no puedo evitar pensar en un cierto chovinismo de los cuencanos que aflora una y otra vez. Y estoy consciente que esta opinión será mal vista por muchos paisanos. Debo decir que quiero enormemente a mi ciudad, creo que Cuenca es aún una ciudad para vivir, para caminar, para sentir. He salido tres veces a vivir fuera, y siempre he querido regresar, pero me asumo como habitante de una ciudad real, de una ciudad con sus conflictos, no de una ciudad de fantasía y maquillaje.
Estas posturas respecto a que la cárcel sea solo regional y evitar los privados de libertad de alta peligrosidad, me recuerda otros momentos no tan lejanos, en los que también han estado presentes estos discursos de pastillaje. En el paro nacional de octubre de 2019, no faltaron los discursos que apelaban al patrimonio y al ornato de la ciudad, en lugar de debatir lo que en el país estaba sucediendo y cuáles eran las demandas de los movimientos sociales. Hace pocos meses, en este mismo portal, escribí un artículo titulado “el grito blanqueado y la ciudad maquillada”, respecto a ese ánimo de limpiar o blanquear los graffitis y defender la imagen de postal de la ciudad, en lugar de afrontar la realidad de los seis femicidios que habían ocurrido en apenas cuatro días.
Estos discursos de una ciudad armónica y carente de conflictos, se repiten una y otra vez. Fueron evidentes, incluso en un contexto de xenofobia, cuando se estigmatizaba a los residentes venezolanos. Fueron recurrentes cuando, en la década de los noventa, se atribuía a los migrantes, que habían salido para Estados Unidos y España, todos los males de la sociedad cuencana, y se asociaba a sus hijos, que se habían quedado por estos lares, como el germen de “pandillas, drogas y violencia”. Tras la dolarización, se culpaba a los migrante peruanos por la delincuencia en la ciudad. Y la lista podría ser larga…
Ciertamente, lo ocurrido en esta semana asusta y preocupa; sin embargo, ¿qué nos hace pensar que hay otras ciudades que sí merecen tener a esos presos? ¿Preocuparía menos si lo ocurrido hubiese sido en Guayaquil, en Loja o en Azogues? La realidad llama a pensar en el país, en los gobernantes que tenemos, en la institucionalidad, en la incapacidad de las autoridades responsables, en la inoperancia del sistema de justicia, en los recursos asignados para seguridad, en las posibilidades de “rehabilitación” real y efectiva, en las condiciones de hacinamiento. La realidad nos llama a pensar no sobre la ubicación de la cárcel, sino sobre las políticas públicas.
Sobre todo, la realidad debe hacernos reflexionar sobre la pobreza, sobre la marginalidad, sobre los cinturones de miseria, sobre los problemas estructurales, sobre la violencia como modo de vida y de sobrevivencia, sobre el narcotráfico. La realidad nos llama a pensar en los condenados de la tierra, en el mundo cortado en dos y en la ciudad de rodillas de Frantz Fanon, aquella en la que “se nace en cualquier parte, de cualquier manera [y] se muere en cualquier parte, de cualquier cosa”. La realidad nos llama a reflexionar sobre este mundo fragmentado que vivimos, sobre los muertos sin nombre, sobre esas madres anónimas en las afueras de la cárcel, sobre los incontables, sobre los “nadies” de Galeano, esos “que cuestan menos que la bala que los mata”.
Yo también quiero una ciudad de paz y una ciudad en la que pueda caminar sin miedo, pero no puedo colocarme de espaldas a mi ventana o pretender que Turi es solo un paisaje. No quiero una ciudad de postal, ni muros de cristal para mi hija; quiero una ciudad que afronte sus problemas estructurales, sin maquillarlos, sin esconderlos. No puedo pretender una ciudad de mentira y pastillaje, ni una sociedad que, detrás sus legítimas reivindicaciones, esconda discursos chovinistas, de xenofobia y aporofobia. No quiero una ciudad enclaustrada frente a la realidad.
Este mundo no lo escogimos, pero es en el que nos ha tocado vivir. Turi está allí, igual que los muros blanqueados de octubre de 2019 y de noviembre de 2020, recordándonos nuestras fisuras, nuestras contradicciones, pero también nuestras responsabilidades.
Antropóloga, Doctora en Sociedad y Cultura por la Universidad de Barcelona, Máster en Estudios de la Cultura con Mención en Patrimonio, Técnica en Promoción Sociocultural. Docente-investigadora de la Universidad del Azuay. Ha investigado, por varios años, temas de patrimonio cultural, patrimonio inmaterial y usos de la ciudad. Su interés por los temas del patrimonio cultural se conjuga con los de la antropología urbana.