Ana Cecilia Salazar V.
El pasado19 de abril se cumplieron 100 años de uno de los acontecimientos más relevantes de nuestra historia reciente, posiblemente comparable a la masacre obrera del 15 de noviembre de 1922 conocida como las Cruces sobre el agua debido a la novela de Gallegos Lara. Sobre este hecho en Cuenca, fue G.H. Mata quien escribió la novela “Sal”. Tuve el privilegio de participar un conversatorio con distinguidos historiadores en el marco de los eventos organizados por la carrera de Pedagogía de la Historia de la Universidad de Cuenca, en el cual se compartieron diversos episodios y análisis sobre este hecho histórico, el mismo que lamentablemente muy pocos lo conocen o lo recuerdan, de ahí la importancia de recuperar la memoria social pues cada hito deja huella en la sociedad y constituye un elemento primordial para encontrar respuestas a lo que hoy vivimos.
Entre 1916 y 1930 se produjeron una serie de conflictos rurales en la sierra ecuatoriana, signos de malestar que acumulaba la población indígena y campesina debido al maltrato por parte de la población urbana y los gobiernos locales. Varios fueron los motivos para los levantamientos, como el hecho de que en esos tiempos se desarrollaba la planificación de vías de comunicación cuya carta topográfica ocasionó una intensa resistencia en la población rural debido al frecuente despojo de sus tierras. Por otro lado, la electrificación en Azuay contó con trabajadores de las comunidades, mano de obra gratuita que cargaba maquinaria y materiales por días enteros para llevar la electricidad a las ciudades. Se generaron impuestos para toda la población por el pago de este servicio, que no llegó a las comunidades rurales sino décadas después. Otro motivo común era la oposición de grupos étnicos a ser inscritos en los catastros de tierra o cualquier registro estadístico pues luego llegaban nuevos tributos. Ademas, los excesos de patronos en las haciendas; abusos de alguaciles al recaudar impuestos; comerciantes que extorsionan; curas que se benefician de las fiestas; tenientes políticos que cobran derechos arbitrariamente, estallidos fueron recogidos por la prensa local de la época, con opiniones negativas sobre el comportamiento irracional de los indios.
La primera ocupación de Cuenca se dio en 1920, pero las manifestaciones continuaron entre 1923 y 1929. En 1925, los campesinos se manifestaron debido a la escasez y elevación del precio de la sal causada por una serie de coyunturas como el mal tiempo y la lluvia que provocaron daños en las vías de comunicación impidiendo la llegada del ferrocarril y por lo tanto de la sal, primordial no solo en la cocina sino para preservar los alimentos. Se produjeron acaparamientos del producto y no se lo podía encontrar por varios meses, lo que enciendo los ánimos en las comunidades rurales.
Con el sonido de la Kipa, se reunieron los campesinos e indios armados de palos, piedras, machetes, escopetas, herramientas de labranza, y bajaron a las cercanías de la ciudad donde permanecían durante el día; por la noche “bebían alrededor de las fogatas, acompañados por las quipas, bocinas y gritos, luego entraron de madrugada al centro poblado para manifestar su indignación como lo relata Andrade y Cordero en su cuento “La Kipa de la noche” (1954). No se sabe cuántos cayeron, por centenares millares. La rebelión se fortalecía con una gritería, mitad aullada en quechua y mitad en español, escribió por su parte Romero y Cordero, las fuerzas armadas los reprimieron frente al grito de Sal para todos o sangre para todos. La represión operaba con total aprobación de la sociedad bajo el argumento de que la raza vencida era violenta e irracional. Con los indios no era posible tomar las mismas medidas para las sublevaciones de gente más educada…pues ellos no se someten a las leyes que rigen para la población civilizada…eran necesarias leyes especiales que garanticen condiciones laborales favorables a los hacendados porque de seguir los levantamientos, la agricultura podría desaparecer a consecuencia de la rebeldía de los indios ignorantes.
Para Pio Jaramillo Alvarado la situación estaba vinculada a la resolución del problema de la tierra y el concertaje, así como la redistribución de las tierras de la iglesia y los latifundios mal cultivados. La propiedad de tierras de las comunidades indígenas debía ser reconocida como entidades jurídicas, ideas que surgen con la revolución juliana e influyen ampliamente en las políticas liberales dirigidas al agro y la población indígena, consolidando el modelo del capitalismo agrario en nuestro país.
Podríamos decir que, en Azuay, la Huelga de la Sal constituye una de esas memorias irredentas, semilla de múltiples organizaciones que surgieron más tarde como la UROCAL en el litoral, la UNASAY FENOC y la UNASAY ECUARUNARI, la UCCCHE en Chordeleg, la UCCG en Gualaceo; y más tarde la UCIA en Nabón.
El pasado se manifiesta en el presente de manera tangible, su existencia es una voluntad permanente y una apuesta; hoy el movimiento indígena es uno de los más representativos del país, aunque asistimos a la construcción de una narrativa conspiracionista con el fin de aislarlo. Asumir la diversidad de nuestra sociedad con toda su profundidad histórica, implica aceptar lo que somos, lo que necesitamos y lo que debemos hacer. Recuperar nuestras memorias, nos permitirá enfrentar el poder que articula la codicia, el individualismo y la vanidad.

Ex directora y docente de Sociología de la Universidad de Cuenca. Master en Psicología Organizacional por la Universidad Católica de Lovaina-Bélgica. Master en investigación Social Participativa por la Universidad Complutense de Madrid. Activista por la defensa de los derechos colectivos, Miembro del colectivo ciudadano “Cuenca ciudad para vivir”, y del Cabildo por la Defensa del Agua. Investigadora en temas de Derecho a la ciudad, Sociología Urbana, Sociología Política y Género.