Hace un par de semanas, la Universidad del Azuay, en donde soy profesora, reanudó sus clases presenciales; también lo están haciendo otras instituciones de educación superior del país, ya sea parcialmente o con una modalidad híbrida. Con un sistema de alternancia y de manera opcional o voluntaria, han retornado a la presencialidad gran parte de los estudiantes de escuelas y colegios y, seguramente, conforme avance el proceso de vacunación de adolescentes, se irán regularizando aún más las clases presenciales.
Desde mi experiencia como docente, volver a la presencialidad ha significado la alegría de ver el campus universitario con gente, de encontrar a los colegas en los corredores, de reconocernos en un saludo y en sonrisas que se dejan ver detrás de las mascarillas, pero, sobre todo, encontrarse con cuerpos en las aulas y no con nombres en la pantalla de zoom.
En mis primeras clases, creí que no se puede volver después de un año y medio de virtualidad -y en medio de una pandemia-, como si nada hubiese ocurrido. No me sentí capaz de tomar lista y pasar la página; por el contrario, con mis diferentes grupos de estudiantes, realizamos un ejercicio que permitió dialogar sobre sus emociones y sentimientos respecto al retorno a la presencialidad. Como era de suponer, las sensaciones de alegría, emoción y felicidad fueron las más recurrentes; sin embargo, igualmente importantes fueron las menciones sobre incertidumbre, temor, miedo y responsabilidad.
Si bien todos refirieron a la alegría de volver a clases presenciales, también expresaron que la situación de pandemia les genera incertidumbre, pues hoy saben que la realidad se puede transformar en cualquier momento. La gran mayoría, junto a la alegría, también sienten temor; por un lado, el miedo a contagiarse o trasmitir el virus a sus familiares, pero además el temor a retomar una rutina más rigurosa en los sistemas de evaluación; ellos saben que la pandemia colocó a la educación en una especie de pausa con mayores flexibilidades. Todos los estudiantes, tanto aquellos que vienen recién graduados de colegios, como los que provienen de ciclos ya cursados en la universidad, manifestaron que ahora sí podrán aprender, pues coinciden en que la educación virtual, a la que se adaptaron los colegios y universidades en la pandemia, aunque les permitió no paralizar sus estudios, sí sacrificó la calidad del proceso de enseñanza aprendizaje.
Además de lo anotado, los estudiantes mencionaron la importancia de volver al encuentro con sus pares, al espacio de socialización que constituyen las aulas presenciales. También, un gran número de alumnos, expresó que se siente extraño el regreso, pues, de alguna manera, se estaban acostumbrando a hacer su vida en el espacio doméstico; sin embargo, indicaron que esa cotidianeidad durante el aislamiento, estuvo marcada por una ausencia de rutina que empezaba a resultar agotadora.
De lo conversado con los estudiantes, se hace evidente la importancia que tiene para los seres humanos, y más aún en esa edad, el proceso de socialización. Más allá de la relevancia respecto al rendimiento académico en la presencialidad, somos seres sociales. Uno de los estudiantes anotó la palabra “realidad” y cuando explicó su sentimiento frente al regreso a las aulas, dijo que es “volver al mundo real” y es que el mundo real ocurre, sobre todo, en el afuera; el afuera es el espacio de socialización por excelencia, pero también de la diversidad, de la diferencia, de la alteridad. El verdadero encuentro con el otro suele ocurrir fuera del espacio doméstico, marcado por una cierta convivencia entre iguales.
Pero también, el regreso a la presencialidad es recuperar otra dimensión del tiempo, aquella que requiere de los traslados, de las charlas de pasillo, de los encuentros. La modalidad virtual y el confinamiento constituyeron un mecanismo de sobreexplotación, en el que perdimos la noción del tiempo privado y el tiempo público, del tiempo de trabajo, de familia y de ocio; salíamos de una reunión a otra, solo con el cambio de pantalla por medio de un cliqueo. Se dice en lenguaje tecnológico, que se abre nuevas ventanas en el computador, pero estas ventanas de clases, encuentros y reuniones, eran ventanas completamente fragmentadas de la realidad y limitadas en el encuentro con el otro.
Han sido tiempos complejos que deberían dejarnos aprendizajes. Seguramente, hoy volvemos a la presencialidad con nuevas e importantes destrezas para la educación virtual que, si bien ya existía, se aceleró con la pandemia y ha llegado para quedarse. Los docentes, quizá, aprendimos a ser más flexibles; a comprender que, si bien los sílabos y la planificación son importantes, el encuentro en el aula es un encuentro de subjetividades, de realidades diversas que nos llaman a pensar en los procesos más que en los resultados inmediatos. También, quisiera ser optimista y pensar que la enseñanza llevada al espacio de la casa en este año y medio, podrían devolver la escala humana de lo doméstico a la educación, humanizarla más.
Los retos que asumimos los docentes en el retorno a la presencialidad son múltiples, implican poder sanar las grietas causadas en la virtualidad, estar atentos a las realidades diversas de nuestros estudiantes y a esos sentimientos y emociones variadas con las que llegan. El uso de la mascarilla aparece como metáfora de estos tiempos, pues exige poner atención a la mirada, pero también cuidar la palabra y la escucha. Implica, adicionalmente, preguntarnos ¿a qué normalidad regresamos? yo esperaría que no a la misma de antes, sino que este retorno a clases sea un volver otros, más presentes, más solidarios, más humanos.
Antropóloga, Doctora en Sociedad y Cultura por la Universidad de Barcelona, Máster en Estudios de la Cultura con Mención en Patrimonio, Técnica en Promoción Sociocultural. Docente-investigadora de la Universidad del Azuay. Ha investigado, por varios años, temas de patrimonio cultural, patrimonio inmaterial y usos de la ciudad. Su interés por los temas del patrimonio cultural se conjuga con los de la antropología urbana.