No es infrecuente, como podría suponerse, preguntas tales como ¿para qué sirve la filosofía si no tiene utilidad alguna? ¿por qué y para qué están los filósofos? ¿Tiene algún interés hoy acercarse al pensamiento de filósofos y filosofías del pasado? Estos cuestionamientos y otras aseveraciones resultan ciertamente sintomáticas. Cabría preguntarse ¿para qué sirve pensar y cuestionarse sobre la realidad y sobre el hombre en ella? ¿para qué sirve saber? ¿de qué sirve comprender y aprehender? Se trata de cuestionamientos que, ciertamente, no se hacen para otras ciencias y disciplinas cuya función práctica inmediata, útil, necesaria, parece más que evidente. En ocasiones, estas preguntas se hacen de forma maliciosa, burlona, y con cierto tono sarcástico, pensando que se ataca el centro mismo, el punto débil de un oponente bastante trasnochado.
Sin embargo, la pregunta ¿para qué la filosofía? es una cuestión profunda y de filósofos. Efectivamente, la filosofía, a diferencia de otras disciplinas y ciencias, se hace cuestión de ella misma, de sus propios fundamentos. Esta autorreflexión, por decirlo de algún modo, es la metafilosofía, que piensa fundamentalmente en la naturaleza de la filosofía, sus métodos, objetivos y teorías Este cuestionamiento renueva la misma filosofía y encamina el modo de la necesaria reflexión.
Parece entonces que es necesario distinguir entre aquello que es útil de manera inmediata y práctica de lo que es valioso. Lo útil, evidentemente, es aquello que nos genera algún provecho, algún rédito, interés, comodidad inmediata, en tanto que lo valioso, es aquello que hace que las personas deseemos, estimemos algo por sí mismo o en relación a otra cosa pues son ciertas cualidades que hace que algo sea deseable. Por ejemplo, la justicia es algo deseable, y por ello valiosa, aunque no sea inmediatamente útil. Algo puede ser útil para nosotros y, sin embargo, no ser valioso, y algo valioso, no necesariamente es útil. Decimos entonces que la filosofía no es una actividad útil de manera inmediata, en la medida en que sí lo es, por ejemplo, aprender a reparar el motor de un vehículo. En esta perspectiva, la filosofía es inútil.
Sin embargo, esta condición de la filosofía, la de ser valiosa, va acompañada de su enorme utilidad, por supuesto, no en el sentido de una actividad práctica inmediata. Entonces, ¿cuál es la dimensión práctica de la filosofía? De la ciencia diríamos que su dimensión práctica es la técnica, así, por ejemplo, resulta que la mayoría de nosotros usamos un computador, un celular, una televisión, un ascensor y no somos expertos en termodinámica, en electrónica o en física, sin embargo, ninguno de estos aparatos podía haber sido construidos sin un conocimiento riguroso y experto en estos asuntos.
De la misma manera, no se necesita haber estudiado académicamente filosofía para comprender ciertas realidades y llegar a ciertos consensos. Por ejemplo, en el grado de libertad social que posemos, o los principios de la justicia en la que estamos amparados, o el acuerdo común sobre lo que es valioso tanto individual como colectivamente y que, por lo tanto, debe respetarse y cuidarse; o el régimen político en el que se vive, o la necesidad del cuidado de la naturaleza. En general, se trata de una serie de percepciones, ideas y conceptos con los que comprendemos, actuamos, experimentamos y nos movemos en el mundo en que vivimos. Sin embargo, estas cuestiones que nos parecen evidentes no han podido ser resueltas sino sólo después de siglos de rigurosa reflexión filosófica, aunque muchos lo ignoren.
Así resulta que la dimensión práctica de la filosofía es la formación, la conducción o la configuración del comportamiento de las personas y del colectivo social. La filósofa y ensayista rusa-norteamericana Ayn Rand (1905-1982) escribía que:
“Para vivir el hombre debe actuar; para actuar, debe tomar decisiones; para tomar decisiones, debe definir un código de valores; para definir un código de valores debe saber qué es y dónde está -esto es, debe conocer su propia naturaleza (incluyendo sus medios de conocimiento) y la naturaleza del universo en el cual actúa- esto es, necesita metafísica, epistemología y ética, lo cual significa Filosofía. No puede escapar de esta necesidad, su única alternativa es que la Filosofía que guía su vida sea escogida por su mente o por la casualidad.”
En consecuencia, La filosofía es, ante todo un pensamiento vivo, le da muchas vueltas a las cosas, no se contenta con lo que ve, con lo que percibe, con lo que se sabe o con lo que se dice; busca el sentido profundo y explicativo de las cosas, de los acontecimientos, de los problemas, superando en mucho cualquier prueba de la utilidad. Pensar es absolutamente necesario, nos permite situarnos adecuadamente y desde una perspectiva histórica y social frente a los problemas ver con claridad reflexiva la forma de abordarlos precisamente para poder superarlos.
¿Filosofar, reflexionar para qué? Precisamente para colocarnos más allá de las ideas y pensamientos no siempre ciertos que dominan los medios, las redes sociales, más allá de las opiniones, creencias y prejuicios que son comunes en la lógica práctica cotidiana; más allá de las consabidas fórmulas políticas vaciadas de todo contenido y realidad. Filosofar, no precisamente para construir una elite académica de pensadores crípticos, sino para posibilitar el ejercicio de un pensamiento crítico que es capaz de evaluar y analizar consistentemente la realidad de la que se trate y que pueda mostrar que las cosas y problemas pueden verse y resolverse de otra manera.
Ya el viejo Platón había entendido que la filosofía era algo imprescindible en la vida de las personas, así lo expresa en su carta VII cuado dice: “Cuánto más conocía yo a los políticos y estudiaba las leyes y las costumbres, más difícil me parecía administrar bien los asuntos del Estado. EL derecho y la moral se hallaban corrompidos, y aquella situación donde todo iba a la deriva me producía vértigo. Entonces me sentí irresistiblemente movido a cultivar la verdadera filosofía y a proclamar que solo su luz puede mostrar dónde está la justicia en la vida pública y en la privada, convencido de que no acabarán las desgracias humanas hasta que los filósofos de verdad ocupen los cargos públicos, o hasta que, por una gracia divina, los políticos se conviertan en auténticos filósofos”.
Y la filosofía se hace cada más indispensable, así lo muestran las profunda crisis política que alimenta al monstro de la corrupción y de la injusticia, poniendo en crisis el mismo sistema democrático; la incomprensible guerra; los irreparables daños provocados a la naturaleza y los problemas globales; crisis a todo nivel, situaciones que hacen de la filosofía aún más necesaria y valiosa, en la medida en la que los nuevos problemas requieren ser pensados, conceptuados, aclarados desde una inteligencia crítica que permita pensar para actuar y transformar.
Sin embargo, algunos piensan que el filósofo es algo así como un desenterrador momias, aquel que busca ideas, teorías tan viejas e inútiles como las momias mismas. En alguna ocasión un alumno me preguntaba con cierta curiosidad “¿para qué vamos a estudiar filósofos que ya murieron hace tantos años?” pero, no hay que olvidar que, aunque las personas mueren, los pensamientos no mueren, el pensamiento es algo vivo, flexible, dinámico, moldeable, lo contrario seria una muerte intelectual.
Por su puesto que se puede aprender de un pensador, porque sus ideas son siempre pistas de investigación, líneas de trabajo, herramientas conceptuales, instrumentos que permiten otros pensamientos, otras indagaciones, otras posibles respuestas, otros problemas. Y es que una tarea fundamental de la filosofía no es la de la repetición de pensamientos, sino la problematización de la realidad, de los fenómenos, de los acontecimientos, de aquello que decimos, pensamos y hacemos.
Otros piensan que la filosofía es un esfuerzo inútil, una loca voluntad de intentar pensar lo impensable. Sin embargo, ¿Quién dice lo que se debe y no se debe pensar?, ¿Quién decreta el nivel “prudente” de profundidad, de indagación y pertinencia del pensamiento?
La filosofía podría entenderse como el arte de formar, de inventar y fabricar conceptos y, el filósofo como un especialista en conceptos; sabe cuándo los conceptos no son viables, arbitrarios, incompletos o inconsistentes, pero también puede reconocer cuando los conceptos están bien concebidos. Sin embargo, a decir del filósofo francés G. Deleuze, la filosofía no es un mero arte de formar conceptos, sino una disciplina cuyo objetivo consiste en crear nuevos conceptos. El filósofo trabaja en la tensión intensa que ejercen los conceptos, pues sabe bien que crear conceptos, no significa haber dicho la última palabra, o tener la verdad sobre la realidad estudiada. Los conceptos también mueren, se renuevan, cambian y por ello mismo se encuentran siempre en un continuo proceso de deconstrucción.
Una de las ideas comunes sobre la filosofía es la de que nos permite aprender a pensar en el sentido socrático, es decir, el de conocerse a sí mismo reconociendo la propia ignorancia, pero también la posibilidad de asombrarse de todo cuanto hay como el inicio del conocimiento. Sin embargo, la filosofía, no es, como pudieran pensar algunos, mera contemplación de ideas o en el mejor de los casos, una iniciación necesaria para toda reflexión. Ninguna ciencia espera que los filósofos creen conceptos para luego pensar ellos los problemas propios de sus disciplinas, así como también nadie necesita haber estudiando filosofía para poder pensar y reflexionar.
Entonces, ¿para qué sirve la creación de conceptos? ¿cuál es su finalidad? Por su puesto, no se trata de lo que comúnmente hoy escuchamos en campañas publicitarias que muestran las bondades de un producto a través de lo que denominan “conceptos creativos”, por ejemplo, de una marca de zapatos, el concepto de servicios de un hotel, o de un nuevo y versátil computador, etc. esto es, el concepto como elemento creativo y eficaz en la venta de mercancías. La idea se banaliza hasta tal punto, que no es infrecuente escuchar, por ejemplo, “la filosofía de tal o cual producto”.
Más allá de este mal entendido, hay que saber que no hay concepto filosófico que sea simple. El concepto tiene una serie de componentes, puntos de vista, razones, certezas. Tampoco un concepto tiene todos los componentes posibles, pues esto seria suponer que el concepto está ya acabado. Además, no es posible encontrar conceptos que no dependa de otros o implique una serie de interacciones.
Por otra parte, no hay concepto aislado, todo concepto remite siempre a un problema o conjunto de problemas y tienen sentido, en la medida en que permiten comprender y solucionar ese problema. Tanto en la ciencia como en la filosofía los conceptos se crean y se forman en función de los problemas.
Empero, los conceptos también tienen su historia, su pasado, su origen, se alimentan de otros conceptos anteriores, aunque hayan servido a problemas diferentes. En los conceptos podemos encontrar pedazos, trozos, rezagos de otros conceptos, que pueden, además, ser rastreados.
Los conceptos pueden tener historias diferentes, remitirse a diferentes problemas y, sin embargo, se relacionan entre sí, coexisten y contribuyen juntos para hacer comprensible un problema determinado, al tiempo que permiten encontrar otras formas de pensar el problema para poder resolverlo.
Pero, además, el concepto es incorpóreo, no está como están aquí y ahora las cosas que podemos ver y tocar, el concepto carece de espacialidad y de temporalidad. En este sentido, el concepto es un acto del pensamiento, una forma de la inteligencia que nos permite comprender, interpretar y explicar la realidad.
Aún más, el esfuerzo de filósofo por comprender y explicar la realidad valiéndonos de conceptos, implica la posibilidad de transformar los significados que se han constituido y que alimentan nuestro modo de vivir en el mundo. Los retos de la filosofía hoy, a decir del filósofo Jacobo Muñoz, es la de transformar los significados construidos, interpelar y discutir los discursos dominantes o hegemónicos, crear nexos y puentes de sentido siempre frágiles y limitados, trabajar en la creación de una cultura crítica cuyo objetivo sea el de liberarnos de la fatalidad biológica y social, de las limitaciones de un entorno irreflexivo y muchas veces cruel.
La actividad del filósofo no es pues, de modo alguno, un pasatiempo inofensivo como considerarían quienes se encuentran irreflexivamente muy cómodos en su zona de confort de se pequeño mundo. La filosofía resulta peligrosa, ofensiva, perturbadora, irreverente y muchas veces demoledora; de hecho, puede producir serios desencantos y desajustes. Vivimos muchas veces en una falsa familiaridad con el mundo y con nosotros mismos, la filosofía rompe con esta familiaridad, nos hace sospechar de lo habitual, de aquello que creemos cierto, rompe con nuestras seguridades y esquemas adquiridos.
Y es que la filosofía se constituye en un pensar crítico, no dogmático, un pensar sobre problemas teóricos y prácticos del hombre, de tal modo que la filosofía tiene el carácter de una actividad crítica, y esto orienta su preguntar. Se trata de una actitud ante el mundo y ante el conocimiento, una toma de posición en la construcción de conceptos, contenidos y también en la construcción del diálogo posible. Su función crítica, trituradora, demoledora, pone en cuestión las ideas de la religión, de la ciencia, de la democracia, de las ideologías, etc. evita cualquier fanatismo y cualquier dogmatismo.
Finalmente diremos que la filosofía se vincula con la necesidad y el interés por la verdad. Ahora sabemos que la verdad no es neutral ni aséptica. En su sentido original, la verdad significa “ficción” que en realidad tiene que ver con modelar, componer, dar forma. A la filosofía le interesa formar, modelar, encontrar la verdad. Pero resulta que la verdad es variable, esquiva, tiene múltiples formas, es histórica y contingente. La filosofía no se contenta con las evidencias, con lo que aparece como normal, con la superficie de las cosas, se constituye, ante todo, en una reflexión y un discurso continuo sobre preguntas radicalmente últimas.
Máster en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y en Estudios Culturales por la Universidad del Azuay. Licenciada en Filosofía, Sociología y Economía por la Universidad de Cuenca. Ha ocupado altos cargos académicos en la Universidad de Cuenca como la Dirección de Posgrado, del Departamento de Humanidades de la Facultad de Filosofía, de la Junta Académica de la Carrera de Filosofía, fue profesora e investigadora de la Facultad de Filosofía; fue miembro del Consejo Académico de la Universidad. Actúo también como Directora de la Delegación Provincial Electoral del Azuay. Miembro del Colectivo Cuenca Ciudad para Vivir. Competencias académicas, ética, estética, filosofía de la cultura.