Apenas terminé los estudios escolares (1953) en la Escuela Cornelio Merchán de la ciudad de Cuenca, regentada por la comunidad de padres salesianos, ingresé al seminario San Luis de la Diócesis de Cuenca. Fue el padre César Orbe, de la Compañía de Jesús, quien me propuso estudiar para ser sacerdote diocesano. Recuerdo que el padre Orbe se acercó un día mientras yo regresaba a casa de la escuela, e inició una conversación en un clima de gran cercanía afectiva. Me preguntó si alguna vez yo había pensado ser sacerdote. Le contesté que sí, pues frecuentemente actuaba como acólito en la escuela, ayudando en la celebración de la misa a la que asistíamos todos los alumnos de la escuela.
El presente relato describe las experiencias que marcaron la vida de mi padre, Enrique Mendoza Orellana, en su paso por el seminario – una institución total en la terminología de E. Goffman (2001)–. Las instituciones totales absorben gran parte del tiempo y del interés de sus miembros y les proporcionan en cierto sentido un mundo propio. Si bien en el seminario de mi padre no vamos a hallar aquellos obstáculos que impiden drásticamente la interacción social con el exterior y la huida de los internos, como podrían ser “puertas cerradas, altos muros, alambre de púa, acantilados, ríos, bosques o pantanos” (Goffman: 2001:18), sí vamos a encontrar otros elementos materiales y simbólicos que caracterizan la tendencia totalizadora o absorbente de este tipo de instituciones.
Mi padre vivió en el seminario nueve años de su vida, es decir, toda su adolescencia y parte de su juventud. En ese tiempo había no más de cincuenta seminaristas; en el primer curso comenzaron siendo solo once. Recuerda mi padre que tenían buenos profesores tanto jesuitas como seglares y que, por su específica formación, recibían clases de latín, griego y francés, además de la gramática española. Debían aprobar cinco cursos en el Seminario Menor para luego pasar al Seminario Mayor. Sus estudios fueron reconocidos por el Ministerio de Educación, lo cual le permitió acceder al bachillerato en “Humanidades Clásicas”.
El edificio donde funcionaba el seminario estuvo ubicado en pleno centro de la ciudad de Cuenca-Ecuador, entre las calles Luis Cordero y Gran Colombia. Se trataba de una edificación amplia, de dos plantas. En el centro se hallaba la capilla “San Miguel Arcángel”, a la cual se podía acceder por una puerta ancha ubicada en la calle Gran Colombia. Existían dos sectores claramente diferenciados, pero a la vez conectados entre sí por una escalera. Cada sector tenía un patio. En el primer sector se encontraban las aulas, tanto en la parte baja como en la parte alta. En el segundo piso estaban los aposentos de los padres jesuitas. En el otro sector estaba el comedor, ubicado en la planta alta. Había una sala destinada para conferencias, reuniones de orientación, lecturas, estudio y reunión de todos los estudiantes.
Terminados los estudios en el Seminario Menor, mi padre ingresó al Seminario Mayor “San León Magno”, donde completó los estudios de filosofía y realizó el primer año de teología. El Seminario Mayor funcionó primero en el local adyacente a la Catedral de la Inmaculada, junto al parque Calderón de la ciudad de Cuenca. Y luego, para los estudios de teología se puso en funcionamiento el local de Monay –un lugar distante de la parte céntrica de la ciudad–. En el seminario San Luis Gonzaga estudiaban aspirantes al sacerdocio de la diócesis de Guayaquil. En el Seminario Mayor ya tenía compañeros de varias diócesis, como la de Guaranda, Loja y Chimborazo.
De acuerdo con E.Goffman (2001), cualquier grupo de personas –como el de quienes estudian en el seminario–, se forma una idea propia de su paso por la institución. En este sentido, me interesa destacar el significado que mi padre asigna a las experiencias que marcaron su vida en el internado, la imagen de sí mismo, la que construyó de su grupo de compañeros, así como la que perfiló de los otros –sus profesores y las autoridades del seminario–. Dice Goffman que la visión que del mundo tiene un grupo tiende a sostener a sus miembros y les proporciona una definición de su propia situación, imagen que se contrapone a la que tienen de aquellos que no pertenecen al grupo. Por tanto, en el presente trabajo recojo una perspectiva parcial –la de un seminarista que pasó nueve años de su vida, sometido al poder de los otros: docentes y otras personas con autoridad.
La institución total: una escuela de adiestramiento social
Una institución total puede definirse como un lugar de residencia y trabajo, donde un gran número de individuos en igual situación, aislados de la sociedad por un período apreciable de tiempo, comparten en su encierro una rutina diaria, administrada formalmente. Las cárceles sirven como ejemplo notorio, pero ha de advertirse que el mismo carácter intrínseco de prisión tienen otras instituciones, cuyos miembros no han quebrantado ninguna ley (Goffman, 2001:12).
Si bien Goffman (2001) describe la vida en estos establecimientos, tomando como ejemplo los hospitales psiquiátricos y las cárceles –es decir, instituciones donde el ingreso no es voluntario–, las categorías que nos proporciona el autor sin duda alguna nos posibilita analizar la realidad de otras instituciones, como en el presente caso sería el seminario. El autor clasifica a los internados en cinco diferentes grupos. Si bien no se trata de una clasificación exhaustiva, sí constituye un importante punto de partida para el análisis de las instituciones totales:
En primer término hay instituciones erigidas para cuidar de las personas que parecen ser a la vez incapaces e inofensivas: son los hogares para ciegos, ancianos, huérfanos e indigentes… En un segundo grupo están las erigidas para cuidar de aquellas personas que, incapaces de cuidarse por sí mismas, constituyen además una amenaza involuntaria para la comunidad; son los hospitales de enfermos infecciosos, los hospitales psiquiátricos y los leprosarios. Un tercer tipo de institución total, organizado para proteger a la comunidad contra quienes constituyen intencionalmente un peligro para ella, no se propone como finalidad inmediata el bienestar de los reclusos: pertenecen a este tipo las cárceles, los presidios, los campos de trabajo y de concentración. Corresponden a un cuarto grupo ciertas instituciones deliberadamente destinadas al mejor cumplimiento de una tarea de carácter laboral, y que solo se justifican por estos fundamentos instrumentales: los cuarteles, los barcos, las escuelas de internos, los campos de trabajo, diversos tipos de colonias, y las mansiones señoriales desde el punto de vista de los que viven en las dependencias de servicios. Finalmente, han establecimientos concebidos como refugios del mundo, aunque con frecuencia sirven también para la formación de religiosos: entre ellos las abadías, monasterios, conventos y otros claustros (Goffman, 2001:18-19).
Las instituciones totales borran las barreras que en la vida cotidiana separan tres diferentes ámbitos: dormir, jugar y trabajar. Estas actividades se desarrollan en el mismo lugar y bajo la misma autoridad única. Cada etapa de la actividad diaria se lleva a cabo en la compañía inmediata de un gran número de personas, a quienes se da el mismo trato y de quienes se requiere que hagan juntos las mismas cosas. Por tanto, este tipo de instituciones se organiza de modo que se pueda manejar un sinnúmero de necesidades humanas de un grupo significativo de personas. Las actividades diarias están rigurosamente dispuestas, de forma que una determinada actividad conduce necesariamente a la siguiente. Las actividades son impuestas por una autoridad vertical y son vigiladas por un cuerpo de funcionarios. Claro está que estas actividades forman parte de un programa deliberadamente concebido para el logro de los objetivos propios de la institución (Goffman, 2001).
La autoridad de las instituciones totales abarca una cantidad de aspectos de la conducta –presentación, comportamiento, modales– que constantemente salen a relucir y que frecuentemente suelen ser juzgados. Existe una tendencia hacia la multiplicación de reglas, cuyo propósito es que el grupo de internos realice, al unísono, las tareas que les han sido impuestas. Por ello es que en este tipo de instituciones la vigilancia juega un papel fundamental para constatar que todos hagan lo que se exige de ellos (Ibídem).
Nos levantábamos a las 05h00 para comenzar el día con la participación en la misa diaria, salvo los días festivos, especialmente el 21 de junio, fiesta del patrono San Luis Gonzaga. Luego, el desayuno, las clases de la mañana, el almuerzo, las clases de la tarde, la cena a las 19h00, descanso… oraciones y nuevamente al dormitorio… Rutina implacable, a la que se sumaban los ejercicios espirituales programados en fechas específicas.
En efecto, los internos debían estar en el dormitorio justo a las 21h00 para dormir. Todo debía quedar ordenado para el día siguiente: el baúl, los implementos de limpieza de zapatos (el cepillo, el betún, la tinta y el trapo para darles brillo). A las 05h00 entraba un profesor al dormitorio; el golpe de sus manos daba la señal a los internos de que tenían que despertarse y, de paso, hacer una oración rápida. Todos se disponían a lavarse la cara, vestirse y luego formar una fila para entrar al templo. No podían dejar las camas tendidas… Si el inspector constataba que alguna cama había sido tendida, él la volvía a desacomodar… Simplemente el interno tenía que hacer la cama de nuevo…
La misa no duraba más de una media hora. El sacerdote celebraba la misa en latín de espalada al público. Al volver, los internos arreglaban su dormitorio. Luego, se iban a desayunar. Después del desayuno tenían un pequeño receso. A las 7H30 entraban a clases, con un “recreo” a media mañana. Terminadas las clases, se dirigían al comedor. Se acostumbraba a decir una oración antes y después de comer. Durante la comida un estudiante se turnaba para leer el segmento de una obra escogida. Mi padre cumplió este rol innumerables veces… Durante la comida uno de los sacerdotes se paseaba para vigilar que no hubiera problemas –por ejemplo, que alguien se cogiera el pan del otro–. Este sacerdote tenía la facultad de suspender la lectura y permitir que la gente conversara por un momento. Quienes habían participado en la lectura comían después de que la gente ya se había ido, lo cual era bueno porque “recibían más comida”. Después se iban a jugar –básquet, vóley, indor fútbol–. Luego los internos se preparaban para las clases de la tarde, el descanso, las oraciones y otra vez al dormitorio…
El internado y las estrategias para enfrentar conflictos, descréditos y fracasos
Sostiene Goffman (2001) que los internos llegan al establecimiento con una “cultura de presentación”, derivada de un estilo de vida, de una rutina de actividades que se dan por supuestas, hasta el momento del ingreso a la institución. El interno formaba parte de un marco de referencia más amplio, de un entorno, de un ciclo de experiencias que le dotaba de un conjunto de mecanismos defensivos, ejercidos a discreción, para enfrentar diversos problemas. Una estadía demasiado larga podría significar un “desentrenamiento” que inhabilitaba temporalmente al interno para enfrentar ciertos aspectos de la vida diaria. El interno llega a la institución con una concepción de sí mismo que ciertas disposiciones sociales estables de su medio habitual hicieron posible. Al entrar a la institución se le despoja inmediatamente del apoyo que éstas le brindaban.
Yo tenía la ventaja de tenerle a mi hermano Alejandro, quien era mayor a mí y más resuelto. Recibía su apoyo, pero también el de otros estudiantes mayores a nosotros –como Jorge Piedra–, que nos protegían, nos defendían… Cuando era alumno de primer curso yo era muy sensible. Me sentía el más pequeño del curso y probablemente de todo el seminario. Era un mimado que se resentía por todo, a quien no le gustaba que le alcen la voz. Si me hacían enojar me quejaba con mi hermano Alejandro. Algunas veces no me hacía caso; otras, salía en mi defensa.
Me tenían como buen estudiante. Tenía muy buenas notas. Era un memorista de primera clase, un clásico alumno tradicional…
¿Quiénes eran sus compañeros? Comenzaron siendo alrededor de once. Mi padre recuerda haber tenido compañeros de Cuenca, de Gualaceo…, algunos ya fallecidos. Algunos, como él, seguramente habrán recibido la invitación para entrar al seminario. Pero todos pasaron por una especie de evaluación a cargo del obispo. En efecto, era el obispo quien personalmente valoraba los conocimientos que habían recibido en la escuela. Todos los alumnos eran becados, por tanto, no pagaban pensión.
Prácticamente éramos miembros de la diócesis. Todos éramos gente común y corriente, de clase media. Alguno de mis compañeros seguramente habrá tenido una posición económica más favorable. Éramos seleccionados quienes, según los superiores, dábamos garantía de llegar a ser sacerdotes. ¿Quiénes no podían entrar en el seminario? Quienes no ofrecían capacidad para el estudio.
En tiempos no muy anteriores a los nuestros, según una referencia dada por sacerdotes jesuitas, no podía entrar al seminario gente que no tuviera una buena presentación…
¿Quiénes eran los otros? En la cúspide de la jerarquía institucional estaba el padre-rector, quien además se desempañaba como profesor. El rector era el que impartía las disposiciones que se debían acatar, el que organizaba las principales actividades de la institución, el que otorgaba permisos en caso de haber necesidad, etc. El rector representaba al seminario ante la Curia y era quien directamente se relacionaba con el obispo, referente de toda la institucionalidad religiosa, puesto que se trataba de un seminario diocesano atendido por jesuitas.
Luego, había dos niveles de jesuitas: los sacerdotes –como el padre Severo Gomezjurado, uno de los profesores de historia y de francés, el padre La Torre, que después abandonó la congregación de jesuitas y el padre García, el director espiritual– y los seglares. En la institución además había un cocinero seglar, que trabajaba preparando la comida, pero que después salía a su casa. En el seminario mayor “servían” unas monjas oblatas, quienes preparaban la comida, se encargaban del arreglo de la capilla. Al seminario llegaban además “las lavanderas”, quienes recogían la ropa de los internos, la lavaban y la devolvían limpia. El pago por este trabajo lo recibían de los familiares de los internos.
Mi padre era reconocido por los profesores como un estudiante estudioso, confiable e interesado en aprender otras cosas. En el primer año tuvo un profesor de música, un jesuita español de apellido Soriano, “un pianista extraordinario” que le inició en el estudio de la música. Ya en el Seminario Mayor, era una persona a la que acudían sus compañeros para realizarle diversas consultas. Sus compañeros lo consideraban como un referente. Ello se debe a que mi hermano Alejandro, otros compañeros y yo éramos los mayores, los más avanzados, aquellos que habíamos iniciamos el estudio de la Filosofía.
La tensión entre el internado y la vida cotidiana
El estar “adentro” o “encerrado” son circunstancias que no tienen para el interno un significado absoluto. Ello depende del significado que tenga para el interno el hecho de “salir” o “quedar libre”. En este sentido, las instituciones totales crean y sostienen un tipo particular de tensión entre el mundo habitual y el institucional, pero en opinión de Goffman usan esta permanente tensión como estrategia para el control de los individuos.
Recuerdo que, a mitad de la semana, generalmente los días jueves por la tarde, teníamos que trasladarnos caminando a la orilla del río Tarqui, al pie de Turi, para bañarnos; más bien para disfrutar de la experticia de muchos compañeros mayores en natación, en los clavados desde un saliente de la peña junto a una especie de remanso conocido como “El Chiflón”. En otras ocasiones íbamos a “La Compuerta”: un torrente con importante caudal que nacía en el río Tomebamba y llevaba el agua para la presa eléctrica de “Los Ramírez” en Monay; lo utilizábamos también para la sesión de baño o de natación. Aprendí a nadar, con muchos sobresaltos y, a veces, llanto provocado por la ira y la desventaja física, porque los compañeros insistían en echarnos al río, acción muy divertida para ellos, pero muy peligrosa para mí…
Las visitas semanales eran muy esperadas por los internos. El domingo estaba fijado como día de visitas. Los corredores del internado, ubicados alrededor del patio, se convertían en el lugar obligado para el anhelado encuentro. Algunos esperaban, con ansias, la comida preparada en casa, otros recibían frutas en abundancia que guardaban celosamente en la alacena y a otros les llevaban sabrosos dulces… Quienes no recibían visitas –generalmente los internos de otras provincias–, se ponían a jugar en las canchas: damas, ajedrez, vóley, básquet, indor futbol. Las visitas se prolongaban hasta las 16h00. El contacto y la conversación con la madre, hermanas, hermanos…, lo mismo que los sabrosos bocados preparados en casa pensando en nosotros, constituían una fuente de energía afectiva para toda la semana…
De vez en cuando los internos también recibían la visita del obispo. Y, al finalizar los cursos lectivos, recibían las gratas visitas de sus compañeros del Seminario Mayor de Quito.
Durante el desarrollo del año lectivo no les era admitido a los internos salir al mundo exterior, salvo alguna ocasión especial, como una enfermedad, por ejemplo. Únicamente en época de vacaciones –en los meses de julio a octubre– les era permitido incorporarse a la vida familiar, sin descuidar la vida religiosa: asistir a misa, recibir los sacramentos, la penitencia… Las vacaciones eran experimentadas como un acontecimiento especial porque los internos volvían al seno familiar. El contacto con la madre, los hermanos y hermanas… Lo más importante era estar junto a la familia. Retornábamos al internado con pena de dejar la familia, pero al mismo tiempo con la ilusión de volver a estar con los amigos, conocer a los nuevos maestros…
En el Seminario Mayor “San León Magno”, ya bien formados, salíamos de la institución para apoyar a algún párroco, en la catequesis, en la celebración de sacramentos, atendiendo a los enfermos. Alguna ocasión acompañé al párroco de San Roque llevando las actas de un bautismo que se celebró en la parroquia. En otra ocasión me pidieron que apoyara las confirmaciones de las personas que venían del campo.
Los internados y las diversas maneras de “afectación del yo”
La barrera que las instituciones totales levantan entre el interno y el exterior produce lo que Goffman (2001) denomina una “mutilación del yo”. La separación entre el interno y el mundo “dura todo el día” y puede continuar durante años. Aunque de hecho el interno puede retomar algunos roles si vuelve al mundo, no hay duda que otras pérdidas son inevitables y como tales pueden ser dolorosamente sentidas. El interno es incorporado en la maquinaria administrativa del establecimiento y luego moldeado, clasificado y transformado, mediante operaciones de rutina.
Mi padre no experimentó procedimientos considerados especialmente “invasivos” o perjudiciales para ingresar al seminario. A más de la evaluación de conocimientos, aplicada en persona por el obispo –que la recuerda con especial significación–, únicamente se le exigió la presentación de “documentos básicos”, como el certificado de haber terminado la escuela, la fe de bautismo y el certificado de confirmación. Su primer año de estudiante seminarista transcurrió entre el estudio y la “sana diversión” con los compañeros de curso, incluido su hermano Alejandro. Los compañeros mayores generalmente cumplían el rol de orientación y, a veces, de protección, pues mi padre y sus compañeros eran “los novatos”. O mejor dicho “los chúcaros”…
Parte de la formación de los internos incluía “charlas” en las que se les indicaba cuáles eran sus obligaciones y cómo debían ser puestas en práctica. Como señala Goffman (2001), el cumplimiento de estas reglas requiere de una organización jerárquica, donde cualquier funcionario tiene el derecho de disciplinar a cualquier interno, lo que aumenta pronunciadamente las probabilidades de sanción.
Refiere mi padre que dentro del seminario los internos podían comunicarse de modo normal no solo con sus compañeros, sino también con los profesores, supervisores e incluso con los rectores, “salvo con algunos que tenían mal genio”. Desde luego, no era extraño que ante alguna señal de disconformidad, reparo o contravención, tanto docentes como autoridades de la institución pusieran de manifiesto el lado de quién realmente se encontraba el poder.
Había un profesor que tenía ciertas preferencias con un par de estudiantes…
La consigna era que los exámenes sean resueltos en griego, no con grafías españolas. En una ocasión, un compañero presumía de su examen ante nosotros y de la calificación recibida, a pesar de haber empleado grafías españolas. Yo había recibido una calificación menor por un error ortográfico, pero utilizando grafía griega.
Me acerqué al profesor para reclamarle. Con evidente molestia, el profesor me dijo que si sigo molestando, me iba a quitar más notas. Sospechábamos que el favoritismo era para los chismosos del grupo… aquellos que informaban a los profesores acerca de quiénes habían llegado atrasados, los que se habían reído o quiénes eran los molestosos…
El Seminario Mayor contaba en su equipo de docentes y supervisores con sacerdotes españoles de la diócesis se Murcia. Los seminaristas tuvimos con ellos un poco más de encontrones, precisamente, porque eran españoles… eran conquistadores… Por ejemplo, claramente el rector había manifestado que por ninguna razón los estudiantes podían obtener la calificación perfecta de diez sobre diez; la máxima nota a la que podía aspirar el interno era nueve. Por otro lado, el docente daba la clase sentado frente a su escritorio, traduciendo el texto oficial editado en latín que permanecía abierto sobre la mesa. Mientras tanto, todos los alumnos debían permanecer en perfecto silencio y completamente quietos. En esas condiciones nos aburríamos y generalmente algo nos distraía…
Mi hermano Alejandro se había dormido en clase, apoyando convenientemente su codo en el pupitre. Desde atrás, lentamente con mi pie deslicé su codo fuera del escritorio y mi hermanó cayó al suelo. El cura se asustó y me echó de clase.
¿Cuál fue la reacción? Una vez que terminó el curso de lógica y ya habíamos rendido los exámenes, el padre rector entró al comedor y suspendió la actividad del almuerzo para dar públicamente las calificaciones. En voz alta, en orden alfabético, iba diciendo el nombre del alumno y la nota obtenida. Terminó la lista sin pronunciar mi nombre. Un largo y profundo silencio… Pensé que me habían reprobado. De pronto dijo: Enrique Mendoza… bueno, a usted le hemos puesto nueve…
En ese tiempo los alumnos rendían los exámenes finales en forma oral. El tribunal para el examen de lógica estaba conformado por el padre Manuel Pereira, el padre Ángel Mari Valero y el profesor de la materia –de quien mi padre no recuerda su nombre–. Por sorteo, escogió la tesis que debía exponer y, como era costumbre, desarrolló su contenido cómodamente. Mi padre siempre se destacó por su compromiso, dedicación y rigurosidad con el estudio. Pero otros aspectos de su personalidad difícilmente pudieron ajustarse al “test de obediencia” que le exigía la institución. Y es que un “buen seminarista” debía ser sumiso, hacer lo que sus superiores le dijeran “sin chistar palabra”, no podía contradecir sus disposiciones, siempre debía callar…
Era la hora del receso. Estábamos en el patio, cuando el seminario funcionaba en el centro de la ciudad. Por alguna razón cogí un micrófono… Desde lejos, un padre me llamó la atención y me pidió que no tocara el micrófono. Pensé que lo que me quería decir era que el micrófono no estaba funcionando bien. Entonces le di un golpecito al micrófono para probarle que el micrófono se encontraba en perfectas condiciones.
El profesor me lanzó un gritó, me llamó la atención, me dijo que yo era un grosero, un malcriado. Me llevó donde el rector para acusarme de ser una persona díscola.
De esta manera se fueron acumulando varias sanciones en su contra. Primero fue la expulsión de clase, ahora esta cuestión… Entiendo que cambié muchísimo del seminario menor al mayor, de modo que podía hacer esas cosas. En alguna ocasión uno de sus compañeros del seminario –al que mi padre le enseñó el latín–, se había referido a él como “sobrado”. Por mi parte, sostengo que este tipo de comportamientos no eran sino mecanismos de resistencia que mi padre puso en práctica para afirmar su libertad, su dignidad como ser humano, frente al poder totalizador de la institución.
El seminario brindaba las condiciones óptimas para estudiar e incluso la seguridad de los internos. El hecho de ser becados nos daba estabilidad para el estudio… No obstante, las pérdidas eran evidentes.
Perdí la libertad física… Ya no podía jugar con mis hermanos o realizar las tareas que nos había asignado la mami. En ese tiempo teníamos la obligación de conseguir la leña para el fogón, llevar agua, llevar la leche en baldes, cruzar la ciudad para ir al mercado Diez de agosto o a la plaza San Francisco, etc. Ese era el trabajo de los muchachos… Mi hermano Alejandro y yo éramos quienes estábamos más directamente vinculados a ese tipo de mandados. Esa vida era bastante libre…
Dice Goffman (2001) que generalmente el individuo espera controlar de algún modo su imagen ante los demás. No obstante, al ingresar en una institución total, probablemente se le pretenda despojar de su acostumbrada presencia y sufra de este modo una desfiguración personal. La imagen que presenta el individuo puede ser atacada de diversas maneras. Este tipo de instituciones busca desorganizar aquellos actos de los que el individuo tiene cierto dominio, aquellos que le presentan como una persona dotada de la autodeterminación, la autonomía, y la libertad de acción. Algunos mecanismos empleados para este fin pueden ser especialmente “contaminadores del yo”, como cuando un individuo presencia el atropello físico del que es víctima alguien a quien está vinculado, y sufra una mortificación permanente por el hecho de no haber intervenido:
El hecho sigue presente en mi memoria… Tenía un compañero de apellido Peralta, considerado como revoltoso, aparentemente desobediente… Fue para mí una cosa sumamente dolorosa… Estuve parado junto a las escaleras y vi que mi compañero bajaba las gradas. De pronto, un padre jesuita –no sé por qué, seguramente porque no le hizo caso de alguna cosa–, le dio un empellón y le hizo rodar la grada. Mi compañero se lastimó… Nosotros no sabíamos qué hacer…
Las diversas formas de adaptación a la institución
El maestro me había sacado del aula de clases… En lugar de ponerme a salvo y retirarme tranquilamente, me dirigí a la habitación y saqué mi bandolina. Regresé y me senté afuera del aula para entonar una canción mientras el maestro seguía dando clases. Luego me contaron mis compañeros que el profesor había estado furioso…
Y es que toda la gente se había reído a carcajadas cuando mi hermano Alejandro casi se va al suelo. Incluso hubo un compañero que observó atento cómo yo preparaba la broma para mi hermano. Pese a que todos me apoyaban, pese a que este compañero estuvo sentado junto a mí, pese a que él estaba más visible que yo, fue a mí a quien sacaron de clase….
Ciertamente, como analiza Goffman (2001), el interno utilizará diferentes modos personales de adaptación en las diferentes etapas de su carrera moral –e incluso alterne entre diferentes planos de acción al mismo tiempo–. En primer lugar está la estrategia de “regresión situacional”: el interno se ubica convenientemente en una perspectiva completamente distinta a la de los otros que están presentes. Una segunda posibilidad es la “intransigencia”: el interno se enfrenta a la institución deliberadamente y se niega abiertamente a cooperar. Una tercera estrategia es la “colonización”: el establecimiento representa para el interno la totalidad de su mundo. Una cuarta forma de adaptación es la “conversión”: el interno parece asumir plenamente la visión que el personal tiene de él, y se empeña en desempeñar el rol del perfecto pupilo. Según Goffman, mientras el interno colonizado construye para sí, con los limitados recursos a su alcance, algo bastante parecido a una comunidad libre, el converso se presenta como aquel con el que puede contar la institución en todo momento.
Cada táctica representa para el autor una forma distinta de controlar la tensión existente entre el mundo habitual y el mundo institucional. Puede ocurrir, sin embargo, que algunos internos hayan sido inmunizados de tal manera que no necesiten atenerse a ninguna de las formas de adaptación antes descritas. Algunos habrán gozado de compensaciones especiales, otros habrán contado con recursos personales y sociales para resistir impávidos frente a los ataques de la institución, en otros casos la solidaridad de los internos habrá sido lo suficientemente poderosa como para sostener breves actos de desafío anónimo o en masa.
Y es que, desde la perspectiva de los internos, varias de las reglas –impuestas formalmente por la institución, permitidas e incluso fomentadas tácitamente por sus funcionarios–, carecen de todo sentido –como el hecho de volver a arreglar la cama si el interno ya había cumplido este deber, aunque antes de tiempo–; otras representan una verdadera restricción física –cuando se obligaba al individuo a permanecer en un determinado lugar, sin que le sea permitido salir ni siquiera para atender sus necesidades elementales–; otras se alejan de los principios de equidad y justicia que la institución dice promover –como cuando se amenaza abiertamente al estudiante si éste se atreve a preguntar, si presenta algún reclamo o si simplemente se equivoca–; otras, finalmente, contrarían el valor supremo de la caridad que la institución afirma seguir –como cuando la respuesta a la irreverencia es la agresión física–.
Teníamos un profesor de religión, caracterizado por su mal genio y por dirigirse a los alumnos con expresiones grotescas. El término ¡bestia! lo tenía como insulto en la punta de la lengua.
Era una mañana de sol… Estábamos recibiendo clases de religión en el segundo piso del edificio que daba a la calle Luis Cordero. La sombra de la nariz del profesor se proyectaba sobre la pared del aula. Su nariz se alargaba o se achicaba dependiendo de los movimientos del profesor mientras daba la clase.
Mi hermano Alejandro y yo no podíamos dejar de reírnos.
¡Bestias, salgan de aquí! ¿Cómo vienen a burlarse de cosas sagradas?
Está claro que el humor y la ironía funcionaron como infalibles antídotos frente al burdo ejercicio del poder. Pero además, puedo decir que sus firmes convicciones religiosas –las de un verdadero creyente, que mantiene, cultiva y promueve hasta la actualidad–, su gran capacidad para el estudio, la presencia de su hermano Alejandro en la institución, los fuertes lazos que mantenía con su familia en el exterior, los vínculos que estableció con sus compañeros de estudio, junto a valores como la honestidad, la honradez, la justicia y la solidaridad, fueron los recursos que le protegieron de los efectos de una institución total.
En 1962 dejé el Seminario e inicié mis estudios superiores en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, en Quito. Fue una experiencia que ha marcado mi vida: la paz y seguridad que definieron mis años de internado –nueve en total– se diluyeron en el vértigo de situaciones de soledad nada menos que en la capital de la república, incertidumbre y desorientación… Comenzó mi largo aprendizaje en una realidad nueva, inicialmente amenazadora, pero llena de retos… Buscar trabajo, enfrentar problemas en el estudio, en las relaciones con los demás, sentir la no-presencia de mi familia que vivía en Cuenca, aprender a ser yo mismo como artífice de mi libertad, de mi maduración hasta entonces rezagada…
Bibliografía
Goffman, Erving (2001). Internados: Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales. Buenos Aires: Amorrortu Editores.
Doctora en Jurisprudencia por la Universidad de Cuenca. Obtuvo un Maestría en Género y Desarrollo en la misma universidad. Posee un Doctorado (Phd) en Derecho por la Universidad Andina Simón Bolívar. Fue Directora del Instituto Nacional de la Niñez y la Familia, en Azuay, Cañar y Morona Santiago. Secretaria Ejecutiva del Concejo Cantonal de la Niñez y Adolescencia de Cuenca. Se desempeñó también como Jueza Provincial de Familia, Mujer, Niñez y Adolescencia del Azuay. Laboró en el Municipio de Cuenca y en el Gobierno Provincial del Azuay. Autora de artículos y libros sobre derechos y género. Ha participado como ponente y coordinadora en seminarios nacionales e internacionales vinculados a su campo de estudio e investigación