Fue en octubre de 1996. Por una decisión editorial, que por cierto era inédita, los periodistas de la redacción de “El Comercio” fuimos invitados a participar en una especie de conscripción. Era una postulación voluntaria. Partía de la realidad de que la planta periodística era muy joven y conocía poco la realidad del país. En otras palabras, el diario buscaba corresponsales para las distintas provincias.
La lista de voluntarios para corresponsalías tenía dos columnas: el nombre del periodista aspirante constaba en la primera. El destino esperado en la segunda. Yo pensaba que por la A de mi apellido iba a ser enviada a las islas Galápagos, lugar de mi preferencia. No fue así. Me asignaron como destino la oficina de Cuenca, una ciudad que había visitado apenas una vez durante unas cortas vacaciones. La corresponsalía funcionaba en la calle Borrero, en los altos de una farmacia, atendida por un simpático personaje parecido al doctor Chapatín, frente al TIA y diagonal al hotel Dorado, en el centro de la ciudad.
Cómo olvidar que llegamos en plenas fiestas de noviembre, con otra periodista de la redacción, para trabajar como corresponsales, por un período inicialmente pactado en seis meses. Para mí se transformó en año y medio. No quiero alargarme contando la manera en que fuimos recibidas por el gerente de la oficina. “Señoritas, no les puedo decir que son bienvenidas, porque no son bienvenidas”. Pero hubo alguien que nos acogió y nos hizo sentir bienvenidas. El ‘Monse’ fue consejero, guía y anfitrión. Por una serie de coincidencias, estaba disponible un pequeño departamento construido en el patio posterior de la casa blanca en la que él habitaba. Nosotras fuimos las inquilinas de la casa del barrio de Los Vergeles.
Siempre sonriente y bonachón. Temprano las mañanas le veíamos salir en un carrito viejo, si no estoy mal un Toyota Land Cruiser estilo 4×4. Para esa época, monseñor debe haber tenido más de 70 años. Algunas veces me llevó a la oficina del diario que estaba a tres cuadras de la Curia, desde el barrio Los Vergeles, muy cerca de una infraestructura deportiva a la que todo el mundo llamaba “Señor Estadio”.
Era un curita todo terreno y sin solemnidades. Nos hablaba de la pobreza, de la tragedia de la gente del Austro que se iba a trabajar en Estados Unidos, donde se olvidaba de su familia. Para aliviar el cargo de conciencia, enviaban plata y así se criaron generaciones sin afecto, pero con dólares.
Cierto es que habían transcurrido más tres años desde el desastre de la Josefina. Pero lo encontramos aún concentrado en la reconstrucción de la zona afectada. Cuando recorrimos la zona, nos contaron que él personalmente había entregado raciones alimenticias. Que lo había hecho en silencio y sin aspavientos. Se había conformado la organización “Paute Construye”. Entre sus acciones, abrió un programa de tiendas comunales con productos alimenticios de la canasta básica, con precios accesibles. Alguien me contó que él con frecuencia citaba esta frase: “Los pobres son el Evangelio que me evangelizó”. Con la experiencia en Paute entendí el profundo significado que tenía para él. En 1981 había sido promovido como Arzobispo de Cuenca. Había abrazado la causa de los pobres y a mediados de esa década el Gobierno de León Febres Cordero le tildó de “cura rojo”. A más de un exintegrante de Alfaro Vive Carajo le tendió la mano generosa, sin juzgar ni sermonear. Trataba a todos con el mismo respeto y practicaba la humildad, aunque era erudito, místico, teólogo y filósofo.
Antes, por más de 20 años, había sido el curita de Santa Teresita, la iglesia del barrio más pudiente de Quito. Había nacido en 1923, en una familia de clase alta, que lo envió a España, a prepararse para la vida religiosa antes de que cumpliera los 15 años. Allá se encontró con la Guerra Civil y según quienes le conocieron fue camillero y transportó heridos.
Yo siempre quise saber cómo un cura confesor de las élites se comprometió con la causa de los humildes y los necesitados. En Cuenca se transformó su espíritu. Alguna vez escuché su sermón en la catedral nueva, un domingo en la noche. Su voz retumbaba y varios lloraban. Tenía gran capacidad de síntesis y de oratoria.
Apoyaba el trabajo de las mujeres, ayudó a crear organizaciones. Y por supuesto, yo sentí su mano guiándome silenciosamente durante el año y medio que duró la corresponsalía. Volví a Quito en abril de 1998 y le perdí de vista. Dos años después le habían jubilado a la fuerza, pero supe que se dio el lujo de protestar por la humillación que supuso para los desposeídos la creación del bono de la pobreza.
Sé que estuvo enfermo y que de su mente se borró el caudal de conocimientos que guardaba. Que murió en un hogar para ancianos. En el libro “Te has ido para quedarte, cátedra de monseñor Luna Tobar”, he encontrado una frase suya que me hace entender su testimonio de fe. “Creo que el alma no muere, creo en el cielo vivamente donde está Dios… la posibilidad de que todos tengamos un encuentro con Él, es el argumento mayor de mis esperanzas…”.
Trabajó en los periódicos El Comercio y El Universo. Fue becaria en el segundo taller de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, con Gabriel García Márquez. Finalista en el concurso latinoamericano de periodismo de investigación Colpin 2018. Cofundó el portal Código Vidrio y es coautora del libro “Rehenes, por qué murieron los periodistas de diario El Comercio”. Es editora de Política en Revista Vistazo.