A comienzos de la pandemia los adultos mayores vieron reducidas sus capacidades a su máxima expresión; acorralados por el virus y la protección familiar se obligaron a ceder, lentamente, las conquistas que sustentaron su vida propia y activa.
Así, detrás de los vidrios de sus aposentos o prohibidos hasta de una llamada virtual a sus allegados libraron una batalla inédita ante el mundo; privados, en ciertos casos, hasta de su pequeña libreta de ahorros, debieron abastecerse de la buena voluntad de aquellos que decidían su vestimenta, su alimentación y los medicamentos que llegaban hasta su puerta sin tener margen para sus propias decisiones.
Anulados viajes, negocios y pequeñas distracciones los viejos debieron esperar pacientemente que llegaran las vacunas para, sin chistar palabra, obedecer los lineamientos de la sociedad que imponía su dictamen en pro de su salud.
Este grupo vulnerable debió adaptarse a dejar el abrazo y el beso a los más amados y, en total silencio, contemplar al planeta que los aislaba. Inflexible e incontrolable el COVID 19 se llevaba a sus compañeros y amigos más cercanos; sin contar los casos más dramáticos cuando la muerte los arrebataba hijos y nietos.
Héroes de mil batallas, los adultos mayores dieron su brazo a torcer y aprendieron una nueva lección: su capacidad de resiliencia. Sin psicólogos y médicos de cabecera, la gran mayoría debió caminar sus propios pasos y acudir a su fuerza interior para sobrevivir en contra de todo pronóstico.
Junto a los niños, los abuelos han sido los mayores protagonistas de la pandemia. Y no sólo que resistieron sino que, con su ejemplo, supieron continuar con su vida.
Los medios de comunicación y los informes estatales priorizaban el mensaje de que las muertes se centraban en las personas de más edad, sobre todo si padecían enfermedades crónicas; una recomendación que pretendía tranquilizar a los ciudadanos más jóvenes. Así el análisis objetivo de esta idea constituyó una forma de utilizar la edad como coartada y como estigma.
Una consecuencia perversa de la misma, es la de que si existían problemas de competencia por cualquier razón (falta de medios suficientes, urgencias hospitalarias saturadas) la edad se convertía en un criterio negativo a la hora de priorizar la atención del presunto enfermo.
Es decir un problema de y para los viejos y, en consecuencia, eran ellos quienes debían preocuparse, cumplir las normas y buscar la manera de afrontarlo. Aún cabría hablar de lo que esta interpretación representa al asignar un valor distinto a la salud y a la muerte del anciano cuando se contrapone con la del individuo más joven.
El edadismo en la pandemia fue el reto mayor que debieron sortear aquellos que sobrevivieron a mil batallas diarias; sin embargo, los adultos mayores, es decir, los viejos sabios reconocieron que a cada instante y en cada respiración su vida seguía en juego, por ello no renunciaron a su dignidad. A su heroísmo.
La reflexión prevalece hoy cuando la discriminación continúa y llegan nuevas cepas plagadas de prejuicios y rechazo expresado en formas muy sutiles o en otras clamorosas con una práctica muy extendida. El virus del edadismo ataca sin piedad a los más jóvenes.
Fuente de la Foto: www.explora.cl
Poeta. Gestora cultural. Articulista de opinión. Ha recibido varios premios de poesía y al mérito laboral. Ha sido jurado en diversos certámenes nacionales e internacionales. Ha publicado diversas obras, así como Literatura infantil, Sus textos han sido traducidos a varios idiomas y figuran en diversas antologías nacionales y extranjeras.