Primera entrega
“Yo soy tan feliz cuando te despertás
Vos me haces feliz, hacés el mundo brillar
Yo me quiero ir a la luna con vos”
-Fito Páez-
Primeros pasos
Un sábado por la mañana, una muchacha con pañoleta roja, boina negra y ojos preocupados golpeó la puerta de mi clase de filosofía, preguntó al profesor por mí y salí de la clase, fue directo al grano: “estoy embarazada”. Yo tenía veinte años, cabello largo, amaba el rock y la cerveza, coleccionaba resacas, amores, libros e ideales revolucionarios. En mi vida no estaba la idea de ser padre, no quería ataduras, familia, ni reglas. Quería leer, beber, enamorarme, desenamorarme, irme, quedarme, no sé, solo ser, con mis limitadas experiencias y expectativas. Lo que ha pasado desde entonces superó todas mis capacidades, proyecto de vida y me retó a buscar estrategias para aprender a ser padre. En la búsqueda de respuestas leí “Emilio” de Rousseau, “La inteligencia infantil” de Jean Piaget y muchos otros, para finalmente, darme cuenta de que no hay un manual que te diga cómo ser padre y además intentar hacerlo bien. Lo que les contaré en las siguientes líneas es el camino que hemos recorrido mi hijo y yo en estos diez años.
Para entonces estudiaba dos carreras, Derecho en la mañana y Sociología en la tarde, militaba en las luchas populares a tiempo completo y cada fin de semana me bebía hasta el agua de los floreros. No era la persona más responsable para cuidar a alguien, ni conmigo mismo podía. Salía cada jueves de la casa de mis padres en Carapungo, al norte de Quito, y regresaba domingo en la tarde. Muchas veces no recordaba siquiera dónde estuve, con quién o cómo volvía. Los pocos recursos que tenía los gastaba en libros, tragos o tatuajes. En casa me retaban por la forma de vida que llevaba, pero nada hacía mella, prometía dejar el cigarrillo y al rato ya me había terminado una cajetilla.
En febrero de 2008 mi hijo y yo nos vimos por primera vez, nos observamos con simpatía e incertidumbre, nuestro camino apenas empezaba. Recorrí con su pie pequeño mi barba, el no sonrío, pero me inspeccionaba minuciosamente. Yo temblaba y pensaba en no convertirme en una pesadilla para él. No vivíamos juntos, pero lo iba a ver cada tarde y algunas mañanas. La primera vez que lo bañé fue con su abuela materna, el pediatra había sugerido un baño en leche para que su piel se fortalezca o algo así, no recuerdo bien, pero sí recuerdo que llené una tina con varios litros de leche mientras él miraba atento.
Al terminar el baño lo sequé con mucha delicadeza, temía no hacerlo bien, nervioso secaba sus brazos, piernas, pecho, y cuando sequé su pancita se le cayó lo que quedaba del cordón umbilical de su ombligo y me asusté, la verdad entré en pánico. Llamé de inmediato al pediatra y quería llevarlo al hospital. Después de cuatro llamadas, el doctor me contestó y me dijo que eso era normal, que no me preocupe, al fin, pude respirar tranquilo.
Alguien me dijo que, si se pone a un niño a escuchar música clásica, le ayudaría a desarrollar su cerebro; así que junto a su cama le dejaba encendido el radio con música, no siempre clásica, también algo de rock y protesta. En las tardes le leía cuentos o las lecturas que tenía de tarea para mis clases de sociología. El tiempo ya no era el mismo, no podía estudiar dos carreras, visitarlo a diario y hacer pasantías en un centro de investigación a la vez. Tuve que decidir y dejé de estudiar Derecho, ya no iba con mis amigos a los bares y cada centavo que tenía era para pañales, fórmula, ropa, juguetes o algo para él. Pasábamos juntos todas las mañanas.
Buscando maneras de compartir tiempo juntos y al mismo tiempo desarrollar sus motricidades, lo inscribía en cursos de estimulación temprana, nuestra primera experiencia fue la piscina, este sí que fue todo un período de experiencias. De las doce personas que íbamos a las clases con nuestros hijos, nueve eran mujeres, dos iban en pareja, yo era el único hombre solo. Todos los miércoles y sábados llegaba apresurado con tres maletas, lo cambiaba con prisa, pero con detalle, y entrábamos. En las clases de natación sentía a nuestras espaldas gestos de asombro, murmullos, tosecitas, falsas carrasperas, etc. Un padre solo, pelilargo, tatuado todo el brazo, era un espectáculo para quienes creen ciegamente en los mandatos de género.
El mundo patriarcal en el que vivimos nos ha otorgado roles y el rol del cuidado en un hombre es estigmatizado, por eso la sorpresa cada vez que yo iba solo con mi hijo a sus actividades. El rol del hombre en esta estructura perversa es la de proveer y reglamentar, alejándonos del sentir. Varias veces, en los habituales ejercicios de pareja en las clases de piscina, sentía que nadie quería hacer grupo con nosotros, por lo que terminábamos trabajando por nuestra cuenta o con la maestra.
Estuvimos un largo tiempo en natación y la dejamos porque el cloro de la piscina afectaba la piel de mi hijo. Entonces fuimos a música, tres veces a la semana por una hora y treinta minutos. Nos sentábamos en un salón a conocer los distintos instrumentos y sonidos musicales, le encantaba este espacio a mi hijo, hasta hoy él ama la música.
Cuando su abuela materna ya no podía cuidarlo busqué minuciosamente una guardería, vi muchas, algunas muy bonitas, pero totalmente fuera de mi alcance económico. Entonces encontré una sencilla pero cálida, cerca de casa, con buenas personas. Cada mañana lo retiraba de su casa, lo dejaba en la guardería, me iba a la universidad y volvía por él en la tarde. Hicimos una buena relación con las profesoras, padres de familia y niños de la guardería, en cada programa de la institución participaba con gusto. Para estos tiempos, mi hijo dormía en mi casa al menos tres días a la semana. Era difícil hacer que concilie el sueño, pero una vez que se quedaba dormido no despertaba sino hasta el día siguiente.
Cada noche antes de dormir jugábamos, leía algo para él, y le cantaba como canción de cuna “Hubo un tiempo que fue hermoso y fui libre de verdad, guardaba todos mis sueños, en castillos de cristal, poco a poco fui creciendo, y mis fábulas de amor, se fueron desvaneciendo, como pompas de jabón, te encontrare una mañana, dentro de mi habitación y prepararas la cama para dos…” de Sui Generis o la Canción del Oso de Tango Feroz. Cuando al fin se dormía, luego de al menos 1 hora de juegos, 1 biberón, como tres cuentos y 2 canciones, yo tomaba un café y me sentaba a estudiar los pendientes de la universidad o a preparar los informes de la pasantía.
Decidir la escuela a la que iba a entrar fue una tarea sumamente compleja, caminé esta vida y la otra conociendo escuelas, al final y por sugerencia de una tía, terminé inscribiéndolo en una escuela militar. Una tía había trabajado durante muchos años ahí y me ayudaría a estar pendiente de él, estaba cerca de todo y no era costosa. Por principios ideológicos no me gustaba nada que fuera militar o religioso, pero la inexperiencia me arrinconó. Los primeros tres años fueron buenos, para estar al tanto de todo fui presidente de padres de familia del aula todo este periodo. Por tres años organicé y desarrollé muchas actividades como la colada morada, las fiestas de Quito, Navidad, día del maestro, día de la familia, mañana deportiva, etc. Al principio me costó mucho aprender a organizar este tipo de actividades, luego sabía hacerlas al derecho y al revés. Fue una experiencia linda, conocí, muchas madres de familia que siempre colaboraban en cada actividad. Este espacio me permitía estar siempre atento a lo que pasaba con mi hijo en la escuela, conocer a sus amigos y maestros, así como apoyar en actividades de la escuela.
Retiraba a mi hijo a diario de la escuela al medio día, almorzábamos lo que le había preparado, hacíamos tareas, jugábamos, lo bañaba, cortaba sus uñas y tres veces por semana íbamos al conservatorio, luego lo iba a dejar en casa de su abuelo materno. Luego vino un periodo fantástico, casi todo el tercer año y la mitad del cuarto grado escolar vivimos juntos. Fue una época estable, de muchos aprendizajes y alegrías. Todo el tiempo nos rodeamos de cuentos, música, conciertos, teatro, viajes, marchas, juegos, disfraces, bailes etc. Este tiempo fue maravilloso, aprendimos a sujetar cordones, a manejar bicicleta, a trepar árboles, a nadar. Yo quería que él recuerde una infancia feliz y dedicaba mi tiempo a eso.
Muchas veces mi hijo me acompañaba a clases en la universidad. En alguna que otra ocasión incluso iba conmigo a exámenes, a conferencias, congresos, presentaciones de libros o reuniones con los compañeros de las organizaciones sociales. Él siempre llevaba su mochilita con sus juguetes y tareas ¡Qué satisfacción tan enorme era verlo a mi lado en las clases con su sonrisa cálida, sus ojos alegres y su pensamiento despierto! De vez en cuando mi hijo incluso participaba en la clase con algún comentario o pregunta; en los recesos lo comía a besos y le decía “falta sólo una hora más y nos vamos cielo”, él asentía con cara de cansancio y decía bueno un ratito más, siempre me ha tenido paciencia.
Artículo publicado originalmente en el año 2018 en el libro “Que hacemos con las masculinidades” editado por Gustavo Endara.
Padre en permanente formación. Especialista en comida casera, lavar platos y arreglar dormitorios. Experto en técnicas de negociación y resolución de conflictos para ordenar juguetes y realizar tareas escolares. Politólogo por la Universidad Central del Ecuador, Especialista Superior en Cambio Climático, Magister en Estudios Latinoamericanos con mención en Relaciones Internacionales y Doctorando (Ph.D) en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Andina Simón Bolívar Sede Ecuador. Líneas de investigación: problemática agraria, grupos económicos, elites políticas, luchas campesinas indígenas, geopolítica agraria, desarrollo rural y el papel Estado. Desde 2011 es miembro del Grupo de trabajo de CLACSO “Desarrollo Rural: Estudios críticos”. Coordinador del Taller de Estudios Rurales de la Universidad Andina Simón Bolívar.