La naturaleza no es un telón de fondo de la cultura; tampoco algo que se ve y se contempla, propio de la noción de paisaje. Los seres humanos no somos ajenos a la naturaleza, somos, en palabras de Patricio Guerrero, “naturaleza que produce cultura” (2002, p. 60).
La dicotomía naturaleza-cultura, y hombre-naturaleza, es propia de la modernidad occidental. En el mundo premoderno, no existían líneas claras que separasen al ser humano de la naturaleza y a esta de los dioses. La naturaleza, y la vida misma de los humanos, se encontraban sacralizadas. Según Morris Berman (2001), se trataba de una visión de un mundo encantado, en el cual el cosmos era el lugar de pertenencia y de correspondencia.
Por su parte, el filósofo e historiador de las religiones, Mircea Eliade, en su obra Lo sagrado y lo profano (Eliade, 1957), señaló que, en las sociedades tradicionales, el ser humano, al instalarse en un territorio, lo consagra; por lo tanto, el mundo entero –que incluye al hombre y a la naturaleza- constituye el cosmos – el mundo real-.
La relación con el cosmos sería lo que dota de significado a la existencia de las personas. Esta relación directa, esta pertenencia y correspondencia, ha sido considerada por Berman como “conciencia participativa” que, según el autor, implica una plena coalición e identificación con el resto de la naturaleza. Sería esa conciencia participativa, en palabras nuestras, la que conlleva el cuidado.
En este mundo encantado, y de conciencia participativa, el agua -yacu en Ecuador o unu en Perú-, es un elemento imprescindible. Existen dioses y diosas del agua, o nacidos de esta, como Huiracocha, Pariacaca y Mamacocha. Ríos y lagunas son depositarios de la tradición oral. Ritos y ofrendas han tenido y tienen lugar en esos espacios, en tanto actos rituales de cuidado. Mitos cosmogónicos, fundacionales y sobre el origen del hombre, apalean como elemento fundamental al agua. Lo propio ocurre con los rituales más importantes en la vida de las sociedades y de los individuos, como el nacimiento, el tránsito o la muerte.
En el Azuay, el agua forma parte de nuestros imaginarios, de nuestra manera de ser y estar en el mundo. En el reconocimiento de nuestro Centro Histórico como Patrimonio Mundial, la UNESCO uso la denominación “Santa Ana de los Ríos de Cuenca”; pues, la historia de la ciudad se cuenta a partir de sus ríos. Nuestra literatura, música y artes plásticas, refieren constantemente al agua y a los ríos. Las comunidades campesinas cuidan el agua, a la vez que se organizan en mingas para la construcción y limpieza de canales. Los mayores conocen las señales que pronostican las lluvias y cuidan los manantiales y los pugyus.
El carnaval nos recuerda que el agua no es un recurso, sino elemento nuclear de un ritual de catarsis y cohesión social. También el agua tiene un poder purificador, sanador y curativo; por ejemplo, forma parte de los ritos eliminatorios, como las limpias, pero también de rituales fúnebres, entre ellos el lavatorio del cinco.
El agua es un lugar en el que habitan deidades y huacas. Del tiempo mítico de la gran inundación, según el relato de las Guacamayas, devienen los cañaris. Igualmente, es en una cocha o laguna -puede ser en Busa o Leoquina, Ayllón o en Culebrillas- en donde duerme la serpiente progenitora del pueblo cañari.
Existen lagunas encantadas, pobladas por huacas, peines y pailas de oro. Hay lagunas cari y huarmi (macho y hembra). Se cuenta de cochas que fueron misteriosamente secadas, para luego aparecer en otras partes. Y hay también las aguas bravas, que crecen, persiguen e, incluso, tragan a la gente.
Los topónimos del cantón Cuenca, reiteradamente, nos remiten a la importancia de lagunas y ríos, nombres como Sigsicocha en Santa Ana, Paila Cocha en Sayausí, Cochapamba en El Valle, Sigchococha y Agchayacu en Sinincay, Mashoyacu en Baños, entre otros, nos recuerdan cómo los seres humanos impregnamos de cultura a la naturaleza, desde el momento mismo en que la nombramos.
Sin embargo, también escribió Berman que, si la premodernidad era la época de la visión de un mundo encantado, la historia de la modernidad “es la historia de un desencantamiento continuo. Desde el siglo XVI en adelante, la mente ha sido progresivamente exonerada del mundo fenoménico” (p. 16). Frente a la “conciencia participativa”, la modernidad encarna una conciencia no participativa, donde se construye, discursiva y pragmáticamente, una incisión entre el ser humano y la naturaleza.
De la herencia de la modernidad, nos queda, no solo la dicotomía naturaleza-cultura, y la separación hombre-naturaleza, sino también la concepción de la naturaleza como un elemento externo al ser humano y, en el tema que aquí nos ocupa, la constante de considerar al agua como un recurso.
Si nos remitimos al concepto de “recurso”, veremos que las diferentes acepciones de la Real Academia Española, coinciden en el recurso como un medio utilizable para solventar una necesidad o para conseguir un fin. Por tanto, hablar del agua como recurso, impide mirarla desde la apropiación simbólica, desde los entramados sociales y las construcciones culturales que en torno a ella se realizan.
La visión del agua como recurso es una visión utilitarista y reduccionista, que surge de la racionalidad moderna, racionalidad que hoy es cuestionada frente a la crisis civilizatoria que vivimos y que nos obliga a revisar los paradigmas de la modernidad.
En este contexto, Giraldo (2012), refiere a la capacidad metafórica del lenguaje y cómo las palabras tienen una propiedad de “hacer percibir”, al tiempo que anota la importancia de reemplazar el enunciado utilitarista y antropocéntrico de “recursos naturales”, por “sujetos naturales”, como una manera de enfrentar sistémicamente la crisis civilizatoria a la que asistimos; en ese mismo sentido, indica que la noción de Madre Tierra, o Pachamama, deja de evocar la metáfora de un objeto aprovechable -recurso-, para enunciar un organismo vivo.
Esa visión de la naturaleza como sujeto natural y como sistema, ha sido fuertemente impulsada por los movimientos sociales y, en el Ecuador, devino en su reconocimiento como sujeto de derechos en la Constitución.
Pensar la naturaleza, y en este caso el agua, como un organismo vivo, como sujeto social, posibilita mejores maneras de relacionarnos con ella. Esto nos permitiría reencantar nuevamente el mundo, asumir una conciencia participativa en términos de Berman, pero también recuperar la dimensión cultural de la naturaleza y del agua y, con ello, su cuidado.
El agua, a diferencia de la noción utilitarista de recurso, es un componente central en todas las culturas del mundo. Su presencia arquetípica en la tradición oral, encarnada en mitos, ritos y leyendas, nos muestra su importancia vital para la existencia.
Si miramos al agua desde la cultura, vemos que esta no es un recurso, sino un órgano vivo, hoy sujeto de derechos y derecho humano a la vez. Si la cultura es nuestra forma de estar y ser en el mundo, el cuidado del agua es el cuidado de la vida misma; por ello, cinco veces SÍ en la consulta por el agua y la vida.
Referencias
Berman, M. (2001). El reencantamiento del mundo. Santiago: Cuatro Vientos.
Eliade, M. (1957). Lo sagrado y lo profano. Madrid: Ediciones Guadarrama.
Giraldo, O. F. (2012). El discurso moderno frente al “pachamamismo”: la metáfora de la naturaleza como recurso y el de la tierra como madre. Polis. Revista Latinoamericana., 33.
Guerrero, P. (2002). La cultura. Estrategias conceptuales para comprender la identidad, la diversidad, la alteridad y la diferencia. Quito: Abya-Yala.
Antropóloga, Doctora en Sociedad y Cultura por la Universidad de Barcelona, Máster en Estudios de la Cultura con Mención en Patrimonio, Técnica en Promoción Sociocultural. Docente-investigadora de la Universidad del Azuay. Ha investigado, por varios años, temas de patrimonio cultural, patrimonio inmaterial y usos de la ciudad. Su interés por los temas del patrimonio cultural se conjuga con los de la antropología urbana.