En el siglo XXI, donde aparentemente “la inmediatez es lo que cuenta”, reconforta evidenciar que hay cosas permanentes como los libros. Así nos lo hace notar Irene Vallejo en su magistral ensayo El infinito en un junco. El libro ha superado la prueba del tiempo, ha demostrado ser un corredor de fondo. Cada vez que hemos despertado del sueño de nuestras revoluciones o de la pesadilla de nuestras catástrofes humanas, el libro seguía ahí. Como dice Umberto Eco, pertenece a la misma categoría de la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras. Una vez inventados, no se puede hacer nada mejor”.
Quienes amamos los libros y la literatura, no concebimos que haya personas que ni siquiera intenten acercarse a ellos, pretendiendo escudriñar en los porqué, podremos identificar algunos: quizá no tuvieron una abuela que les contara historias o se las leyera; no vieron leer en su casa; no tenían libros cuando eran pequeños; en la escuela no incentivaron la afición por leer; no existen políticas públicas que estimulen la lectura; no se habla lo suficiente del placer que ella aporta, más allá de los beneficios enormes que significa alimentar el acervo cultural individual, la posibilidad de acercarse sin testigos ni jueces a mundos y realidades difundidas globalmente, pero que al momento de producirse la relación libro-humano, se vuelve una experiencia íntima y particular…
Cada obra literaria, da la posibilidad de múltiples lecturas, nos puede gustar o no lo que nos cuenta el autor/a, el estilo o el tema pueden atrapar nuestra curiosidad o sencillamente apagarla. Hay libros que son un deleite para todos los sentidos, sobre todo cuando ese que nos acompaña es uno de papel, porque tienen colores, sonidos, aromas, provocan sensaciones diversas al tacto y dependiendo del estado de ánimo, del tema, de la prosa o la poesía que le son propias, un distinto paladear de sus palabras.
Dice Julio Cortázar que “Lo básico para hacer literatura es la imaginación”, creo que también para leerla, y leer incentiva esa posibilidad, pues al recorrer las palabras -“esos extraños insectos negros en los libros” como las nombra Vallejo-, nuestra imaginación se activa y muchas veces se potencia, pues literalmente, podemos mirar los rostros, los paisajes, los decorados, la vestimenta, los cuerpos, los objetos, etc., etc., con la seguridad de que lo que yo miro no es igual a lo que mira otro lector que está junto a mí o al otro lado del mundo, pero si prestamos atención, en ocasiones no sólo leemos sino nos convertimos casi en testigos de los avatares de los personajes e incluso eventualmente tomamos partido, tenemos la ilusión de ser parte de la historia aunque sea como simple espectador, o decidimos no querer intervenir en ella ni como lector, cuando abandonamos el libro o lo destinamos al espacio menos visible de nuestra biblioteca –ojalá en todos los hogares hubiese una-, pues el amor por la lectura también nos da la prerrogativa de escoger lo que queremos leer, aunque hay quienes dicen que los libros nos encuentran, quien sabe.
El libro no es solo un objeto y sin duda no es un elemento decorativo, al menos creo que no debe ser tratado como tal, el libro habla. En el ensayo el autor comparte sus reflexiones y análisis sobre un tema, nos propone acercarnos a él y aprender. En la novela y el cuento la ficción domina –excepto si se trata de historias noveladas-, hay que estar claros que lo que se relata no sucede en realidad –aunque esto puede ser relativo, Rosa Montero dice que hay una mezcla entre lo real y lo fantástico -, por lo que no tiene como misión dar lecciones, lo que no quiere decir que al leer no aprendamos, pues las historias mismas o fragmentos del texto pueden llamar nuestra atención, hacer clic en algún recoveco de nuestra memoria o del inconsciente y llevarnos a cabalgar por nuestros propios senderos, independizándonos del autor/a o relator/a para elucubrar a propósito de nuestras fortalezas o limitaciones, de nuestro bagaje o carencias.
Dicen también que el libro salva –lo mismo se dice de la música, la pintura y el arte en general-, salva de la soledad, de la ignorancia, de nuestros propios demonios. Pero también el libro acompaña, una amiga me dijo un día que el libro era como su muleta, esa que le sostiene cuando está por caer, me parece un interesante símil y lo tengo presente, voy con un libro a casi todas partes, me libra de caer en la desesperación, el desasosiego, las brasas de la impaciencia, cuando debo realizar un trámite, esperar un turno o la llegada de los impuntuales a una cita.
El libro no sólo es un corredor de fondo, es también una presencia constante, un amor eterno e incondicional, espera pacientemente en el estante a que lo llevemos a casa o nos decidamos a tenerlo entre nuestras manos para aprovechar las sensaciones que nos provoca, ninguno nos deja inmutables. Hablo mucho del libro de papel –no desprecio el formato electrónico, recurro a él de vez en cuando, pero en mi opinión tiene limitaciones sobre todo sensoriales-, vuelvo a Irene Vallejo “Por supuesto, la tecnología es deslumbrante y tiene fuerza suficiente para destronar a las antiguas monarquías. Sin embargo, todos añoramos cosas que hemos perdido – fotos, archivos, viejos trabajos, recuerdos- por la velocidad con la que envejecen y quedan obsoletos sus productos… (Casetes, VHS, DVD, disquetes, para cada uno se necesitaban nuevos aparatos) Lo curioso es que aún podemos leer un manuscrito pacientemente copiado hace más de diez siglos… el libro ha sido nuestro aliado”. El libro no ha desaparecido, no ha cambiado, no se ha inventado nada mejor.
Volveremos sobre las páginas de El infinito en un junco –para mí es ya un libro de cabecera- e iremos a por otros libros y sus autores -parafraseando a Pedro Guerra en su canción-, para ojalá contaminar con la ilusión por descubrir los secretos que hay en los libros que no han leído.
Portada: foto de comunidadbaratz.com
Mujer estudiosa y analítica, lectora atenta y escritora novel. Doctora en Jurisprudencia y Abogada – Universidad de Cuenca, Máster en Gestión de Centros y Servicios de Salud – Universidad de Barcelona, Diplomado Superior en Economía de la Salud y Gestión de la Reforma – Universidad Central del Ecuador. Docente de maestría en temas de políticas públicas y legislación sanitaria –Universidad Católica de Santiago de Guayaquil; en el área de vinculación con la sociedad, legislación relacionada con el adulto mayor – Universidad del Adulto Mayor. Profesional con amplia experiencia en los sectores público y privado, con énfasis en los ámbitos de legislación, normativa y gestión pública.