“Policía, usted y yo juramos proteger al mismo pueblo ¡No dispare!”; “salario mínimo digno”; “no queremos nada regalado, solo lo que nos han robado”; “no podrán generar el pánico suficiente para callarnos a todos”; “la patria sigue digna y con memoria”; “en paros somos delincuentes, en elecciones somos ciudadanos”; “¿quién nos cuida de la policía?” “¿por qué callar si nacimos gritando?” … Son algunos de los cientos de mensajes que aparecen en las imágenes que circulan sobre las protestas sociales en Colombia.
A la par, trasnochados y miopes, como el saliente presidente ecuatoriano -a quien el poder le ha dado micrófono y tarima para la tiranía-, han dicho que lo sucedido en Colombia es financiado y orquestado por Nicolás Maduro. Declaraciones como las de Moreno son el reflejo de un profundo irrespeto al pueblo colombiano, a su autonomía, a sus ciudadanos y a su dignidad de estar inconformes.
Las declaraciones de Moreno no son aisladas. El ex presidente colombiano, Álvaro Uribe, en el 2019, a propósito de un paro nacional convocado en ese entonces, atribuía la causa del mismo a una supuesta estrategia del Foro de Sao Paulo y al “anarquismo internacional”; declaraciones similares a las que había hecho, en otro momento, Jair Bolsonaro. Duque, por su parte, frente a los acontecimientos actuales, ha dicho que se trata de terrorismo urbano, financiado por el narcotráfico. Guillermo Lasso, aunque no se ha pronunciado abiertamente sobre el tema en los últimos días, ha expresado que lo que ocurre en Colombia no responde únicamente a cuestiones económicas, sino a un orden geopolítico que amenaza a la región, entre un modelo democrático y uno totalitario.
Discursos de este tipo los venimos escuchando desde hace algunos años, fueron recurrentes frente a las protestas sociales en Ecuador y Chile en el 2019 y aparecen, nuevamente, con motivo de los acontecimientos que hoy golpean a Colombia. Todos estos pronunciamientos se resumen en definir la protesta social como parte de una agenda internacional de izquierda, destinada a desestabilizar la democracia en la región. Estas narrativas de los políticos de derecha, suenan también desde la caja de resonancia que constituyen varios de los medios de comunicación tradicionales, y que terminan haciendo eco en parte de la población.
Paralelamente, estos argumentos que tienen como plato fuerte el componente democracia versus totalitarismo, usan dos elementos que aparecen como condumios útiles para la construcción discursiva: apalear -selectivamente- a la violencia de los manifestantes y argumentar la supuesta manipulación de las protestas por parte de los partidos políticos de oposición, olvidando que pescar a río revuelto en los procesos sociales no es nada nuevo ¿Acaso no recordamos la famosa camioneta en las manifestaciones contra Abdalá Bucarám? ¿o a los forajidos, que terminaron con agenda político-partidista, en las protestas contra Lucio Guitiérrez? La política partidista es el arte de la oportunidad y la manipulación; no obstante, ello no quita peso a las genuinas reivindicaciones sociales en la calle.
Lo que no señalan quienes apelan a estas miradas planas y acríticas sobre la realidad, y varios de quienes participaron en el denominado Foro de Defesan de la Democracia en las Américas, realizado hace pocos días en Miami, es que hablar de la democracia implica abordar la igualdad, e implica, también, hablar de la responsabilidad de los Estados en el respeto a los derechos humanos. Quienes se han expresado con los argumentos anotados, han omitido mencionar el uso excesivo de la fuerza en Colombia, Chile o Ecuador y los informes o llamados de atención que varios organismos han realizado al respecto.
Estos discursos tienen como sus principales ausentes la desigualdad, las inequidades, la concentración de la riqueza, la corrupción, el desempleo, la pobreza, la ineficiente gestión de la pandemia y la indignación ciudadana. Estas miradas simplicistas, omiten que en América Latina las políticas sociales han sido largamente postergadas o desmanteladas, en nombre del paradigma macroeconómico, y que las protestas sociales, de ayer y hoy, son el reflejo del malestar ciudadano y de las sociedades profundamente fragmentadas en las que vivimos; omiten que América Latina es la región con mayores desigualdades en el mundo.
El poder, desde sus miradas planas, no solo requiere descartar o minimizar la complejidad; además, precisa de la construcción de cucos y monstruos. Los cucos y monstruos no son solo seres ficticios que asustan a la población, sino entes eficaces para condicionar y normar las acciones. Los cucos tienen una condición de amenaza moralista y normativa, que permite generar imaginarios del miedo y materializar formas diversas de violencia.
Así, en esta América Latina en llagas, partida y con desigualdades históricas, la reacción popular debe ser neutralizada mediante imaginarios que materialicen miedos colectivos. La izquierda, el comunismo, el castrochavismo, el socialismo -incluso el feminismo- se convierten en la materia prima de dichos imaginarios. En ese contexto, el Foro de Sao Paulo, el Socialismo del Siglo XXI o el Grupo de Puebla, aparecen como el enemigo perfecto y necesario y, seguramente, más útil en el discurso de la derecha, que en la realidad pragmática de la izquierda. La derecha continental, sin capacidad de respuesta a las grandes demandas de la población, e incapaz de leer los tiempos actuales, requiere revivir los viejos cucos y fantasmas, propios de la Guerra Fría.
El poder teme a la protesta popular y al empoderamiento de los movimientos sociales y, en el marco de ese temor, crea y reproduce un discurso hegemónico productor de imaginarios del miedo. El temor al pueblo sublevado necesita crear cucos y monstruos y, junto a ellos, la estigmatización de los manifestantes: vándalos, zánganos, terroristas, borregos, etc.
Toda construcción discursiva y, por ende, los imaginarios que crean, parten de la negación. En este contexto, el imaginario del cuco niega toda posibilidad de lectura crítica, toda grieta que permita comprender al otro, al diferente, al pueblo en su complejidad. Al mismo tiempo, la creación de un enemigo común es fundamental para legitimar la violencia de Estado; pues, creado el enemigo común, hay que terminar con él, y todos los medios lo justifican.
En la actual coyuntura de América Latina, los imaginarios del miedo están cargados de prejuicios contra los sectores populares y los movimientos sociales. Estos imaginarios hacen del manifestante, del ciudadano que sale a las calles a protestar, una especie de títere movido por fuerzas externas -el cuco- y, por tanto, una negación como sujeto social y político, carente de subjetividad y de agencia. Al negarles a los manifestantes su condición de sujetos, se invisibiliza sus reivindicaciones, al tiempo que se anulan sus derechos. El poder necesita disciplinar, y lo hace, entre otras estrategias, mediante la creación de discursos. Sin embargo, los manifestantes en la calle devienen en cuerpo colectivo que se sitúa, siempre, al margen del disciplinamiento.
Estos discursos hegemónicos, cargados de cucos y monstruos, construyen y se nutren de miradas parcializadas, acríticas, superficiales y miopes, indolentes ante el dolor y la indignación ciudadana e incapaces de analizar la complejidad de la realidad social. Estas miradas subestiman la voz, el malestar y la autodeterminación del pueblo.
¿Para qué sirven los cucos? Para persuadir, para distraer, para negar. ¿Tienen eficacia simbólica? sí, y eficacia práctica, también. Pero ¡Cuidado! ¡quienes han perdido el miedo, no creen en cucos! Para un pueblo consciente de sus reivindicaciones, cargado de irá, de impotencia y de dignidad, los cucos pueden devenir en la gasolina con la que se pretende apagar los incendios.
Fotografía: Cindy Muñoz Sánchez (@cindycolores), Cali, 28 de abril de 2021
Antropóloga, Doctora en Sociedad y Cultura por la Universidad de Barcelona, Máster en Estudios de la Cultura con Mención en Patrimonio, Técnica en Promoción Sociocultural. Docente-investigadora de la Universidad del Azuay. Ha investigado, por varios años, temas de patrimonio cultural, patrimonio inmaterial y usos de la ciudad. Su interés por los temas del patrimonio cultural se conjuga con los de la antropología urbana.