Resiliencia ha sido una de las palabras recurrentes durante la pandemia. Es un término que cautiva y apela a la subjetividad individual. Muchos habremos leído sobre esa bella metáfora del arte japonés de la reparación de la cerámica rota, el kintsugi, técnica en la cual con polvo de oro, y sin ocultar las grietas, se resalta los daños como parte de la historia y el valor del objeto; así, las fracturas y las grietas reparadas agregan valor al objeto y lo embellecen.
Según la Real Academia Española, la resiliencia sería la “capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos”; en su segunda acepción, consistiría en la “capacidad de un material, mecanismo o sistema para recuperar su estado inicial cuando ha cesado la perturbación a la que había estado sometido”.
Hoy se habla de la cultura y del patrimonio inmaterial como fuentes de resiliencia; por ejemplo, se señala que las comunidades, a partir de sus saberes y prácticas tradicionales, de la cohesión social y la creatividad, pueden alcanzar una capacidad de readaptación y recomposición de los tejidos sociales y productivos en situaciones post desastre.
Hasta aquí, y vista desde un plano individual y colectivo, la resiliencia, como capacidad de adaptarnos y de salir fortalecidos y recuperados tras un problema, resultaría plausible y necesaria. Sin embargo, esta noción se vuelve compleja y discutible cuando pensamos a la resiliencia como discurso surgido desde las instituciones y el Estado, pues la resiliencia debería ser –al igual que la fiesta- anti estado y anti poder.
Ya varios autores han advertido sobre las implicaciones de dicha noción. Así Jesús Manuel Macías (2015), considera que el concepto de resiliencia se ha expandido para desplazar, deliberadamente, o como efecto colateral, la noción de vulnerabilidad social.
Lo problemático de la noción de resiliencia, promovida desde instituciones, es que, en la medida en que resalta atributos de las personas o grupos para sobreponerse a las dificultades o desastres, desvía o posterga la discusión y reflexión sobre otros temas que son urgentes.
El discurso de la resiliencia invisibiliza las condiciones estructurales que determinan el nivel de vulnerabilidad frente a una crisis; esto es, las relaciones de poder, las diferencias socioeconómicas, la pobreza, la desigualdad y la inequidad.
La resiliencia, como discurso, transfiere a las personas y a la sociedad la capacidad de rehacerse o recuperase tras un desastre, en lugar de visibilizar el rol de los Estados. El papel del Estado y sus instituciones no debería ser prepararnos para la resiliencia, sino superar las inequidades estructurales y transformar positivamente la realidad previa a los desastres.
A la par, el concepto de resiliencia elude la relación causal entre pobreza, desigualdad y efecto de los desastres y las crisis, resultando funcional para la inacción de Estado. Actúa como parche, al tiempo que no soluciona los problemas estructurales que hacen que no todos tengamos el mismo nivel de vulnerabilidad frente a las catástrofes de diversa índole, como una pandemia; es decir, pondera la capacidad de respuesta ante las adversidades, pero omite las condiciones sociales que determinan las maneras diferenciadas en que los grupos deben afrontar las crisis y que determinan su nivel de vulnerabilidad.
El discurso de la resiliencia promueve la aceptación y la respuesta comunitaria frente a los desastres, pero evade el cuestionamiento, la protesta, la reflexión crítica y la contestación social frente a esos contextos. El optimismo del concepto permite eludir ciertos tópicos que podrían resultar incómodos para aquellos que ejercen el poder y son responsables de generar la política pública, lo que convierte a la resiliencia –a diferencia de la resistencia- en un dispositivo ideológico funcional al poder, pero políticamente vaciado respecto a la sociedad.
Antropóloga, Doctora en Sociedad y Cultura por la Universidad de Barcelona, Máster en Estudios de la Cultura con Mención en Patrimonio, Técnica en Promoción Sociocultural. Docente-investigadora de la Universidad del Azuay. Ha investigado, por varios años, temas de patrimonio cultural, patrimonio inmaterial y usos de la ciudad. Su interés por los temas del patrimonio cultural se conjuga con los de la antropología urbana.