La vida tiene de todo, es una verdad de Perogrullo, en el Ecuador estamos en un largo período de caos, a momentos parece que vivimos en el escenario de una novela negra, en otros como protagonistas de una tragicomedia, pues con todo lo que nos enteramos a diario es fácil confundirnos e incluso pensar que lo que acontece y lo que se descubre es un relato de ficción, pero no, la realidad la supera.
Sin embargo, más allá del estado de conflicto armado interno, del espectáculo vergonzoso al que asistimos como espectadores en la Corte Nacional de Justicia, y otros más de la realidad nacional y la política, el tiempo pasa, las efemérides llegan y a todos nos viene bien un poco de solaz, el que a pesar de los pesares no debemos desaprovechar.
Se acerca el Carnaval, celebración que siempre me ha gustado y he pensado es la más igualitaria, pues no hace falta tener dinero, ni condiciones especiales para el disfrute general. Desde que me acuerdo, con tener a mano agua de la llave, de los ríos o las acequias ha sido suficiente.
Con el paso de los años, cómo se vive el Carnaval ha ido cambiando. Mis recuerdos de niñez y juventud, ubican el inicio de la fiesta a finales de diciembre, con los primeros pases del niño. Era común que los miembros de las comparsas fueran alcanzados por baldes de agua que caían desde algún balcón, recibiendo además como “ofrenda” pétalos de flores y harina que coloreaban de forma diferente el atuendo de los reyes, pastores, ángeles, etc.; el sonido de la tuba se acallaba al haber ingresado en ella una bomba llena de agua…
Transitar por las calles de Cuenca, sobre todo para las mujeres durante los meses de enero y febrero, implicaba el diseño de una estrategia que nos permitiera llegar secas al colegio, la universidad o el trabajo, así como en el camino de vuelta a casa; ir por calles menos concurridas y en permanente alerta para avizorar desde dónde vendrían los bombazos y poder esquivarlos. La tarea no era nada fácil, por supuesto que no nos hacía ninguna gracia el que nos alcanzará un “proyectil” lleno de agua cuando caminábamos para cumplir con las obligaciones ineludibles, pues muchas veces eso nos sometía a pasar varias horas con la ropa mojada con el riesgo de una constipación; pero a quienes nos gustaba el juego del carnaval, tampoco nos representaba una afrenta el que se fijaran en nosotros como víctimas de la “botada de bombas” que constituía un plan de primera para diversión de los niños de todas las edades.
Conocí personas mayores que pagaban a jóvenes para que desde su balcón o su puerta de calle, “galantearan” a las mozas con suaves bombazos que no las hacían sentir agredidas, e incluso les proporcionaban la dosis de sonrisas y chanzas para capear el día.
Había también quienes sacaban a relucir su agresividad y con o sin intención expresa, lanzaban tan duro la bomba que hacía daño a la persona que se había convertido en su blanco –eran los menos-.
El juego no estaba prohibido, por lo que otro espectáculo común eran las camionetas ataviadas con tanques o lavacaras grandes llenas de bombas infladas con agua; y, varios niños y adolescentes de distinto género, trepados en las pailas, circulando por las calles de la ciudad, lanzando a diestra y siniestra a cualquier transeúnte que asomara en el trayecto.
En todos los casos, los mayores siempre fueron respetados (cuando digo mayores se me vienen a la mente personas de 35 en adelante, ya a esa edad se merecían un respeto), es decir de manera intencional su humanidad no era el objetivo en el que impactar con una bomba, un balde de agua o un chisguetazo, pues el chisguete era un artilugio que durante toda la época señalada iba en el bolso, el carril, la mochila, cartera o bolsillo de la mayoría de habitantes de la ciudad.
Años después se sumó a la celebración la carioca o espuma de carnaval, que llegó para quedarse y con el tiempo fue reemplazando a las bombas en ámbitos públicos, en los que están prohibidas las nombradas, aunque no han desaparecido, pero se juega con ellas mayoritariamente en espacios privados; en unos y otros se sigue apelando también a las legendarias serpentinas y picadillo.
Había y hay personas a las que no les gusta el carnaval, o más bien no les gusta la mojada, ensuciada y empolvada del carnaval, porque ya entrados en asunto, un juego que se precie incluía a más del agua obligatoria: maicena, huevos, tizne, comida de sal y dulce, lo que hubiera a mano, al punto que en los festejos de carnaval usábamos ropa que probablemente no nos volveríamos a poner, pues muchas veces quedaban “vueltas nada”.
Lo que sí nadie ha despreciado nunca son las delicias de la gastronomía local, típicas de la época, como el Mote Pata, potaje preparado de distinta manera dependiendo de la receta de familia, pero en todas la base es mote, chancho y pepa de zambo. Los dulces de durazno e higo no podían faltar y el pan de carnaval amasado y horneado especialmente para abastecerse en el feriado, porque en la Cuenca de antaño, en carnaval ni las panaderías trabajaban, era la fiesta en la que todos descansaban y festejaban con familia y amigos.
Algunos que podían y tenían dónde, engordaban chancho durante todo un año, o pagaban a quienes hacían la labor, para tenerlo a punto y dar buena cuenta de la comida del “cuchi muerto” en el día o los días de reunión (pues duraba para más o menos días dependiendo de los comensales), ahí las cascaritas, caldo de costilla, morcillas, sancochos, fritada, tostado y más variedades que se podían preparar con cada parte de generoso marrano.
Escribiendo este relato me ha dado un hambre y unas ganas de todo lo que he nombrado, se me ha hecho agüita la boca, así como unas ganas locas de jugarme un buen carnaval como en los “ñaupa” tiempos, ojalá todos podamos y lo hagamos, pues buena falta nos hace algo de diversión sacando a ese niño que llevamos dentro.
Se me olvidaba que otro infaltable en el carnaval era y es el dulce canelazo, o un guaspete bien puesto, que ayude a abrigar el cuerpo, ese rato en que tiritando por el frío del día y de la ropa mojada no dábamos más.
Si le suena lo que cuento, es de mi leva -o de mi generación como dicen los guambras de hoy-, si no, ya aprendió algo de la historia tradicional de nuestra ciudad.
En cualquier caso -salvo excepciones-, coincidirán conmigo: ¡Qué bonito es carnaval!
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Mujer estudiosa y analítica, lectora atenta y escritora novel. Doctora en Jurisprudencia y Abogada – Universidad de Cuenca, Máster en Gestión de Centros y Servicios de Salud – Universidad de Barcelona, Diplomado Superior en Economía de la Salud y Gestión de la Reforma – Universidad Central del Ecuador. Docente de maestría en temas de políticas públicas y legislación sanitaria –Universidad Católica de Santiago de Guayaquil; en el área de vinculación con la sociedad, legislación relacionada con el adulto mayor – Universidad del Adulto Mayor. Profesional con amplia experiencia en los sectores público y privado, con énfasis en los ámbitos de legislación, normativa y gestión pública.