Es difícil para la mayoría, ponerse en el lugar de quien padece sufrimientos físicos y/o emocionales que vuelven su vida insoportable, porque como dice Paul Auster, supongo que es imposible entrar en la soledad de otro. Creo también, que las palabras no alcanzan para expresar de manera comprensible para otros lo que el padecimiento implica, la verdad es que hay situaciones, sensaciones, sentimientos y manifestaciones físicas y psíquicas que no tienen nombre, y están acompañadas de segundos de espanto para los que no hay lenguaje (Peter Handke, en el epígrafe de Lo que no tiene nombre, historia testimonial de Piedad Bonnett).
Como muchas otras personas, he estado pendiente de la demanda de Paola Roldán ante la Corte Constitucional, que pide se declare la inconstitucionalidad del Art. 144 del Código Orgánico Integral Penal, para que la eutanasia sea legal en Ecuador. La Corte admitió la demanda y decidió alterar el orden cronológico de la causa para tratar el caso. Esperamos que el fallo sea favorable e inmediato, para que Paola pueda recibir la ayuda que necesita para morir con dignidad, un derecho que debe ser reconocido, respetado y protegido por el ordenamiento jurídico nacional.
En el Ecuador desde 1995, los pacientes tenemos el derecho de aceptar o declinar tratamiento, sin embargo, un profesional de la medicina no puede asistirnos a bien morir, porque ese acto se considera homicidio y puede ser condenado entre 10 y 13 años de prisión. Paola y otras personas necesitan de ayuda profesional para terminar definitivamente con sus padecimientos, hay médicos que están dispuestos a hacerlo pero no pueden porque la ley lo impide.
Su historia y valentía han conmovido y sacudido a una parte de la sociedad ecuatoriana, en mí ha removido la experiencia vivida.
Transité como cuidadora, el complejo proceso de deterioro paulatino de mi marido, quien producto de un infarto medular a nivel cervical, perdió definitivamente la movilidad del lado derecho de su cuerpo, así como la sensibilidad de gran parte de él, esto último resultó un alivio pues casi no sentía dolor físico y pudo soportar –entre otras- varias operaciones de abdomen abierto en un periodo muy corto, necesarias para resolver problemas intestinales causados por la falta de movilidad; estuvo meses conectado a un dispositivo por el que se administraba a la vena alimentación (nutrición parenteral), ya que su aparato digestivo no funcionaba. Con amor a la vida y a su familia, y una enorme fuerza de voluntad logró recuperarse por un tiempo del estado crítico, y dentro de su condición realizar una “vida normal”, sin dejar nunca de tomar medicación, necesitando permanentemente de una silla de ruedas y la asistencia de otras personas para las actividades básicas de la vida como bañarse, vestirse, peinarse, movilizarse, etc. etc.- mi reconocimiento a las auxiliares de enfermería que se convirtieron en parte de la familia-. Mi hija de 7 años –entonces- aprendió de memoria las medicinas que su papá debía tomar a distintas horas del día, mi hijo de 11 le acompañó incluso en el hospital para que nunca estuviera solo, ambos le ayudaron en todo lo que a su corta edad fue posible e incluso más, aprendí a hacer cateterismo vesical, curar escaras, limpiar y cambiar la funda del estoma, a manejar la máquina y cambiar la alimentación parenteral… Tuvimos todos, el soporte de la familia cercana y de los amigos.
A lo largo de casi cinco años, ingresó demasiadas veces a hospitales por complicaciones diversas. Pronto supimos que no recuperaría nunca la movilidad del lado derecho de su cuerpo, se sometió a procedimientos y tratamientos varios que no sólo provocaban deterioro físico sino un enorme sufrimiento emocional suyo y de quienes estuvimos a su lado. Permanecíamos en constante estado de alerta, pues podía sobrevenir una infección, una obstrucción intestinal, alergias, resistencia a medicamentos o cualquier otra complicación incapacitante o fatal…
Fue un ser humano vital, se sometió a todas las alternativas de tratamiento, procedimientos y rehabilitación que estuvieron al alcance, mientras hubo opciones de mejoría o al menos de mantener lo que había. Aprendimos de su resiliencia, mis hijos y yo acoplamos nuestra vida para apoyarlo y contenerlo.
El último día del mes de julio de 2011, ante la evidencia de que si se sometía a una nueva operación -para resolver una obstrucción grave del intestino delgado- y no moría en el quirófano, el resto de su vida volvería a estar conectado a una máquina, con absoluta conciencia, voluntad y autonomía, tomó la valiente decisión de rechazar los tratamientos y procedimientos que los médicos le presentaron, habló con sus hijos, hermanos y su madre para que conocieran de su propia voz que la decisión la tomaba por él pero también por su esposa y sus dos hijos pequeños, pues los últimos años sólo nosotros sabíamos cómo lo habíamos afrontado y lo que nos había afectado.
Apoyé su decisión -necesitaba mi respaldo-, pues sabía que había llegado al límite de sus fuerzas y lo que se avizoraba sería insoportable para todos. Los médicos no podían ayudarlo a morir, renegamos que en el país no fuese legal la eutanasia. Si se quedaba en el hospital, tenían que mantenerlo “con vida” pero en su estado ya no podía considerarse tal.
Solicitó el alta voluntaria, sabiendo que el final estaba cerca, preguntó si sentiría dolor y cómo sería el momento de la muerte, le dijeron que no le dolería, porque no tenía sensibilidad y que al no poder comer ni tomar nada se quedaría dormido. Nos fuimos con una sensación de vacío y mucho miedo, aunque con la esperanza de que fuera verdad lo último que nos dijeron.
Pasaron 7 días difíciles, terribles sería el calificativo más adecuado, en los que el cuerpo se fue consumiendo, volviéndose gris, las fuerzas lo abandonaron, la voz se apagaba hasta que no salió más, lo último que recuerdo es el brillo triste de su mirada. Nos despedimos mis hijos y yo, le dijimos que íbamos a estar bien. Al relatarlo suena hasta romántico, pero no lo fue, todo lo contrario, fue una muerte indigna, en la que había una sensación de abandono, impotencia y un enorme desasosiego.
Al enterarme del caso de Paola Roldán, sentí que era el momento de contar parte de nuestra historia -seguro hay más casos-, para que se sepa, que al no ser legal la eutanasia, grandes seres humanos se ven forzados a tomar la decisión de consumirse lentamente y su familia ser partícipe de ese inhumano y cruel proceso, que no se olvida jamás.
Los argumentos constitucionales y legales respaldan la demanda de Paola Roldán, esperamos que los jueces constitucionales así lo determinen.
A quienes leen esta columna les invito a pensar en la soledad de Paola –porque la decisión final, aunque tenga apoyo es solitaria- y a reflexionar en lo que Paul Auster dice al iniciar su novela Diario de Invierno: Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán esas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro.
Foto de portada: https://www.comunidad.madrid/
Mujer estudiosa y analítica, lectora atenta y escritora novel. Doctora en Jurisprudencia y Abogada – Universidad de Cuenca, Máster en Gestión de Centros y Servicios de Salud – Universidad de Barcelona, Diplomado Superior en Economía de la Salud y Gestión de la Reforma – Universidad Central del Ecuador. Docente de maestría en temas de políticas públicas y legislación sanitaria –Universidad Católica de Santiago de Guayaquil; en el área de vinculación con la sociedad, legislación relacionada con el adulto mayor – Universidad del Adulto Mayor. Profesional con amplia experiencia en los sectores público y privado, con énfasis en los ámbitos de legislación, normativa y gestión pública.