Hoy, 8M, no voy a escribir sobre las mujeres que aún son sometidas a la mutilación genital femenina, ni de los 15 millones de niñas adolescentes que han sido violadas, ni de las 3.5 de cada 10 mujeres que han experimentado violencia física y/o sexual en algún momento de su vida, ni de las más de 137 mujeres que mueren diariamente en el mundo, en manos de sus parejas o miembros de su círculo cercano; ni de los femicidios que ocurren, uno cada 72 horas, en Ecuador.
Tampoco voy a escribir sobre las brechas de desigualdad que persisten en relación a los derechos, ni del rostro masculino que tiene la historia mal llamada universal, ni del rostro femenino de la pobreza, ni del rostro masculino del poder. No voy a hablar de las repudiables amenazas contras las activistas feministas, como Liz Zhingri; ni del puente que, como metáfora de la ciudad, se banquea una y otra vez; ni de los preocupantes mensajes escritos hace pocos días en ese mismo espacio.
Hoy es 8M, y no hablaré sobre esta fecha, sino sobre lo cotidiano. Escojo escribir sobre los pequeños lugares, aquellos que, aunque inconscientes y sutiles, no son inofensivos, sino que sostienen y dan lugar a la violencia en sus formas más solapadas y naturalizadas, y también en las más crudas y brutales. Voy a hablar del caldo de cultivo de los agresores, violadores y femicidas, de la responsabilidad y retos que están en nuestras manos, en lo cotidiano, en mí y en usted que está leyendo este texto. Yo hoy decido hablar desde el pequeño lugar en donde los discursos y las prácticas machistas se reproducen.
El caldo de cultivo de la violencia contra las mujeres está en la educación que damos a nuestros hijos. En la manera en que, arbitrariamente, los encasillamos desde pequeños en roles y estereotipos de género.
Está en cada vez que, frente a un femicidio o una violación, nos negamos a ver la realidad y a llamar a las cosas por su nombre, y la eludimos con discursos como “esto es un tema de buenos contra malos”. Pues no, se trata de personas criadas en una sociedad enferma, machista y patriarcal.
Está en los discursos, pensamientos y opiniones que, en lugar de indignarse frente a la violencia, ven al feminismo como el mal al que habría que combatir. En quienes, desde una profunda ignorancia y comodidad de mente, prefieren hablar de “feminazis”. Está en hombres y mujeres que optan por deslegitimar el feminismo, en lugar de unirse contra el machismo y la violencia. Hay que recordar que no es el feminismo el que golpea, el que viola, el que odia, el que niega derechos, ni el que mata.
El germen de la violencia también está en quienes piensan que hablar de feminismo, de violencia de género o de nuevas masculinidades es ideología de género, realidad inexistente e inventada para deslegitimar la lucha por derechos.
El caldo de cultivo está en quienes no pegan, no violan, no matan, pero sí justifican una violación porque la mujer estaba sola en la calle o en un billar, porque se tomó unos o muchos tragos demás, o porque llevaba poca o demasiada ropa. Está en los mensajes, chistes, memes y publicidad que denigran a la mujer y la objetivizan y que, a la par, siguen generando malsanos cánones de masculinidad.
Está en los chats de los amigos, de la jorga o del curso, en los que no se para el carro al comentario machista u homofóbico ¿Los chistes son inofensivos? no, el lenguaje y la imagen construyen realidad. El caldo de cultivo está en los grupos de amigos en lo que se habla de cuantas “hembritas se tiró el pana”, en los que se comparte fotos de la amiga ebria o de “la más fácil”; son esos los espacios, precisamente, en los que los no violadores y los no agresores, alimentan e impulsan a los “mangajos” que terminan, aunque no siempre, encerrados en la cárcel.
Abonamos al germen de la violencia cuando no lo combatimos, cuando no somos capaces de decir “no estoy de acuerdo” y argumentar frente a los estereotipos de género, cuanto hemos preferido callarnos para evitar la pelea con el tío o el primo buena gente, o para no ser el aguafiestas de la reunión del viernes o del café dominical.
El germen de la violencia está en que naturalicemos que las mujeres debamos vivir con miedo disfrazado de precaución. Enseñamos a nuestras hijas a cuidarse, pero nos hemos olvidado de enseñar a nuestros hijos a respetar, a no hacer de las mujeres objeto, a enseñarles que los hombres si lloran, que el más chévere no es el más mujeriego, ni el “mejor puñete”, ni el “más macho”; que el hombre sensible no es “mariquita”, ni aquel que no cumple el rol de género que le ha sido impuesto.
El caldo de cultivo para la violencia y las inequidades está en los hombres que temen, rechazan y cuestionan el feminismo. Y está en las mujeres que tienen vergüenza de sentirse o llamarse feministas, que critican a las mujeres que salen a la calle, a las que luchan por justicia para nuestras muertas, pero también por mejores días para todas. El feminismo no es el enemigo, el feminismo lucha por derechos, por ti, por mí, y también por los varones que siguen siendo presos de una masculinidad tóxica.
El caldo de cultivo está en que nos escandalicemos más por un muro, por un puente o por un grupo de mujeres marchando desnudas, que por los femicidios y las violaciones que siguen ocurriendo y los vemos pasar como si fuesen parte de realidades ajenas, de la noticia de crónica roja que se olvida con la del nuevo día.
Está en los discursos de “a mis hijos los educo yo”; pues no, yo puedo garantizar la educación de mi hija, pero no la de los hijos de mis amigos, de mis vecinos y de mis desconocidos. Necesitamos un estado que garantice una educación pertinente, una educación que combata toda forma de discriminación y violencia; una educación que contribuya para que su hijo y mi hija puedan vivir una sociedad un poco más justa.
Sostienen la violencia los discursos que plantean que “el machismo es igual de malo que el feminismo”, que “no hay que hablar de machismo ni de feminismo, sino de complementariedad”. No, el machismo existe, y es el ejercicio de poder de una parte de la población sobre otra, como lo es el racismo o la xenofobia; el feminismo no es lo opuesto al machismo, no es un ejercicio de poder o de violencia, es la lucha por derechos. Este no es un tema de buenos contra malos, ni de mujeres contra hombres. El problema de fondo es erradicar, como sociedad, un mal que es social y nos incumbe a todos: el machismo.
Es cierto que no todo machista es asesino, ni toda violencia machista termina en femicidio, pero el machismo es ya una forma de violencia y la violencia física contra las mujeres se sustenta y comienza, precisamente, en una estructura machista que luego lleva al femicida a decir que creyó que la golpiza “no había sido para tanto” o que “se le fue la mano”.
¿Se puede ser mujer y machista? sí, porque lamentablemente el machismo está en la sociedad. ¿Se puede ser hombre y feminista? sí y quizá cada vez sean más los hombres y las mujeres que encuentren en la lucha feminista un camino para una mejor sociedad. Quizá un día no tengamos que hablar de feminismo; sin embargo, mientras nos sigan violentando y matando, el feminismo seguirá siendo urgente y el 8M un día, no de celebración, sino de conmemoración.
No le tenga miedo al feminismo y no le tenga miedo a salir de la zona de confort de las ideas. Yo también rechacé el feminismo en algún momento de la vida, pues decirse feminista es ponerse un estigma en la frente que ahuyenta, y con el cual no es fácil lidiar. Yo también, como hija de esta sociedad, he tenido -y a veces aún tengo- discursos y prácticas machistas, pero cada día intento revertirlas, evitarlas y no reproducirlas en mi hija.
La violencia empieza en aquello que naturalizamos en lo cotidiano; de manera que no le voy a cuestionar por regalarme flores o decirme feliz día en este día. Sí le voy a pedir que encuentre un 8M en cada día de los cotidianos. No serán ni las flores, ni tampoco los mensajes políticamente correctos de esta fecha, los que cambien la realidad. La realidad, cargada de patriarcado, de machismo, de inequidad y de violencia, se combate en el día a día. Mi invitación hoy, a hombres y mujeres, es a reflexionar sobre el pequeño lugar de nuestras vidas, a cuestionar e interpelar lo cotidiano; a revisar aquellos espacios de construcción de realidad y de sentido, en los que nace y se sostiene el machismo.
Antropóloga, Doctora en Sociedad y Cultura por la Universidad de Barcelona, Máster en Estudios de la Cultura con Mención en Patrimonio, Técnica en Promoción Sociocultural. Docente-investigadora de la Universidad del Azuay. Ha investigado, por varios años, temas de patrimonio cultural, patrimonio inmaterial y usos de la ciudad. Su interés por los temas del patrimonio cultural se conjuga con los de la antropología urbana.