DECIR MADRE
Carlos Vásconez
Decir madre es decir milagro y es decir pan. Decir madre es oír a la memoria de la humanidad cobrando fuerza en nuestra boca. Decir madre es abrir campo para que nuestros sueños tengan el terreno necesario para correr a sus anchas, para expandirse, para volverse parte de nuestra realidad y de nuestro porvenir. Decir madre es reconocer que la vida es bella. Bella y múltiple, amplia como el cielo y profunda como las aguas del mar. Una palabra así cabe en nuestras bocas porque significa amor y significa ternura, y significa sacrificio. La labor última de todo ser humano es eliminar los escollos que empañan su mirada, que amargan su paladar, que limitan su olfato y que taponan su escucha. La madre nos limpia las manos para tomar mejor las cosas, para acariciarlas, para devolverles su textura original. La madre nos limpia las orejas para que la música se apropie de nuestro cuerpo y nos enseñe a bailar al son del viento. La madre seca nuestras lágrimas y limpia de legañas nuestros ojos, para que la realidad adquiera de nuevo su imagen de fantasía y magia, para que veamos de vuelta el nacimiento perpetuo del mundo y la maravilla de habitarlo y ser habitado por este. La madre nos enseña a lavar nuestra boca para que las palabras sagradas tengan en esta su hospedaje asegurado, para que los besos tengan la capacidad de despertar a nuestros amados de sus malos sueños, para que aprendamos que sabemos cantar.
Cuando me han preguntado si hay algo por lo que vale la pena luchar, he respondido, sonriendo, que eso es por algún bendito día ver la luz en los ojos de una madre cuando su hijo llora de felicidad.
He visto esos ojos cansados que solo los tienen las madres, no solo de tanto llorar, no únicamente por trabajar a deshoras, no en exclusiva por trasnocharse porque los andamiajes del mundo no se desengranen, he visto esos ojos cansados de tanto soñar en sus hijos, dormida o despierta, y ver más allá del presente, atravesando las múltiples capas de la existencia y el tiempo, encontrando a sus pequeños en los sitios más inesperados, dichosos, siendo nada más y nada menos que ellos mismos. Eso es el amor de una madre, el que no juzga y sin embargo entiende, el que está en el hijo como en el hijo están las manos o está el aliento.
Cuando he buscado el significado último del amor -que todos buscamos, aunque a veces nos olvidemos a propósito y por despistados de que lo hacemos-, he descubierto que este se da al momento en que una mujer deja de hacer sus cosas, en especial las más importantes, a cambio de jugar con sus pequeños y volverse niña, infante de nuevo.
Cuando una mujer se arrepiente por no ser algo espléndido, como aire para su hijo que ya no respira, o agua para su hijo sediento, o sueños para su hijo que vive pesadillas.
He visto así al amor en su estado más puro, cuando una mujer se ha interpuesto entre su criatura amada y todas las balas del mundo, contra todos los dragones, convirtiéndose en la heroína y salvándolos de no ser lo que están destinados a ser. He visto al amor en las arrugas de la madre, en esas que descansan en la cuenca de los ojos y que ninguna cirugía sabe esconder.
Decir madre es decir alma. Ella es nuestra parte más de afuera, la que nos enseña a ver lo de más adentro. Es curioso y es cierto, ella es las dos cosas, un telescopio y un microscopio. Indaga hasta los precipicios más peligrosos y no le hace falta nada más que vernos, aunque sea de reojo. Gracias a sus ojos podemos vernos y descubrir así que lo que nos mueve es algo celestial que tiene nuestro nombre. Decir madre es, sencillamente, finalizar todos los principios y empezar lo que nunca jamás acabará: el amor.