LA MESA DE LA MAMÁ MARIANITA:
EL PLACER DE CONVIVIR Y LOS RECUERDOS DE INFANCIA
La cocina, una de las más ingeniosas herramientas del omnívoro, abrió las puertas a todo un nuevo panorama de comestibilidad. De hecho, probablemente la cocina nos convirtió en lo que somos.
M. Pollan, 2011
La alimentación es un contexto especialmente apropiado para pensar nuestro mundo.
P. Cantero y E. Ruiz-Ballesteros, 2012
Desde muy chicos se nos enseña toda una “gramática alimentaria”, un catálogo de conductas, reglas, vocabulario, sintaxis… La mesa de nuestra infancia marcará nuestro imaginario de modo indeleble.
P. Cantero, 2016
Como sostiene el maestro Pedro Cantero (2016), la mesa es mucho más que un mueble sobre el que se come; la mesa implica todo un ritual de elección, situación y reparto que cada sociedad vive en común o en familia, por humilde que sea el hogar. La mesa es lugar de encuentro, de expresión de afectos, de construcción del yo y del nosotros, de recuperación de la memoria, de creatividad. La mesa constituye uno de los campos más fecundos para expresar la creatividad, tanto en lo que atañe al gusto como a la vista. “La creatividad es la clave de la mesa como arte pero también de la mesa apetecible y, por ende, saludable. Suele ser un don considerable contar en su entorno con un creador o una creadora culinaria. De ello va a depender el placer de convivir e incluso el bienestar de una familia” (P. Cantero, 2016: 41).
La capacidad creadora de la mesa ha favorecido el desarrollo de la convivialidad, es decir, del arte de vivir en comunidad, de vivir con otros, de construir el nosotros. En efecto, el acto de comer juntos, de compartir los alimentos, tiene una importancia central en el proceso de socialización a tal punto que se afirma que el comer juntos nos hace humanos, viabiliza nuestra comprensión del mundo y amplía nuestro conocimiento personal y social (P. Cantero, 2016).
Al tiempo que la comensalidad es un vector de reunión e inclusión, lo es también de diferenciación. Ciertamente, la comensalidad construye y refuerza los lazos familiares, comunitarios, nacionales, entre los comensales. La creatividad en torno al gusto y a la vista congrega a la gente, no solo en pequeños grupos alrededor de una mesa, sino en forma de comunidades. En cierto sentido representa “uno de los pegamentos sociales más fuertes de los que disponemos”, según señala el maestro Pedro Cantero. Pero, al mismo tiempo, estructura jerarquías, diseña fronteras, establece límites, relega a los no favorecidos, excluye.
En este corto relato pretendo recuperar algunos recuerdos de mi madre, estructurados alrededor de la mesa de mi abuela –la Mamá Marianita, como le decíamos con cariño sus nietos y nietas–. Ciertamente cuando hablamos de la mesa de la Mamá Marianita no solo nos estamos refiriendo a aquella mesa de madera vieja, larga y rectangular que ocupaba el espacio central de la cocina en la casa de los abuelos, en Ibarra. Nos referimos a la mesa en torno a la cual se estructuró el gusto por la comida casera y abundante, sólidos lazos de hermandad, las jerarquías entre hermanos, los relatos de mi abuelo (El Papá Victitor) sobre la oficina, el banco y los logros académicos y profesionales de sus hijos/as y nietos/as, así como los más atesorados recuerdos de las vacaciones de fin de curso de nosotros/as, sus nietos/as, entre los años setenta y 2000.
Pensar en la mesa de la Mamá Marianita es relacionar los recuerdos de infancia con la cocina, espacio central de la casa de nuestros abuelos en la ciudad de Ibarra, aquella que visitábamos cada año en las vacaciones escolares. Repasar el espacio físico implica recordar un cuarto grande y oscuro, con olor a tiempo pasado. La mesa se encontraba en el centro de la cocina. A su alrededor se podía observar el lavador, la cocina pequeña de gas y la alacena. Buena parte de las ollas estaban a la vista. También lo estaban las cucharas de madera, implementos imprescindibles. No podía faltar el cucharón, los freidores, los cuchillos y la piedra de moler ají o pepa de zambo. Por mucho tiempo la piedra de moler fue una parte indispensable de la cocina de la Mamá Marianita. Y si la asociamos con olores específicos, están, sobre todo, el del (maíz) “tostado” y del café, olores de antaño que se extendían hacia el patio de la casa.
Sí, mamá preparaba el café, proceso que incluía tostar el grano, molerlo en un típico molino de manivela, y pasar el café. El grano provenía, en algunas ocasiones, de la cosecha de unas pocas plantas de café, cultivadas en un pequeño espacio del jardín de la casa. El frasco de la esencia estaba siempre listo, lo mismo que el tostado para acompañar cualquier comida.
La mesa en la vida cotidiana
La preparación del almuerzo se iniciaba muy temprano. A las 09h00 o 10h00 la Mamá Marianita empezaba a prender el carbón. Esa tarea se modificó cuando se instalaron las cocinas con gasolina o querosene, de dos quemadores. No obstante, al tener únicamente dos quemadores la cocción de los alimentos también demandaba bastante tiempo:
Nos gustaba prender el carbón para preparar el desayuno, y desde las 9 o 10 de la mañana, avivarlo para que estuviera la comida lista a las 12 en punto, porque a esa hora llegaba papá. La comida se preparaba en unas dos o tres horas, aproximadamente. Con la cocina de gas ya se podía cocinar desde las 10H30 u 11H00. Recuerdo la alegría y asombro de mi madre cuando una de esas cocinas fue la adquisición fundamental para la actividad familiar, por el ahorro de tiempo y comodidad de su uso.
La mesa siempre estaba puesta con uno de los manteles del diario que utilizaba la Mamá Marianita. Los cubiertos y los vasos debían estar colocados en cada puesto. Al inicio se utilizaban servilletas de tela –la Mamá Marianita tenía un montón de servilletas de tela, muchas confeccionadas por ella misma; después se utilizaron las de papel–. Necesariamente se debía colocar el “tostado” –tostado seco o tostado de manteca– en un plato ubicado en el centro de la mesa, para que todo el mundo lo pueda probar. Era imprescindible el plato de ají picante. Se acostumbraba la chicha de arroz o avena, ocasionalmente, la chica de jora que era muy laboriosa. Si había queso, se lo ponía en la mesa; pero esto no era frecuente.
Una vez que todos estuviéramos sentados, mi mamá servía la comida. Nadie podía comer si no estaba mi papá. Era la época en la que todos estaban a tiempo para el almuerzo. Raro era que algún hermano llegara con retraso. Se servía la comida, en primer lugar, a mi papá y, por supuesto, era el plato más grande. Se trataba de la primera entrega con preferencia. Luego se servía al resto de personas, generalmente, desde los más grandes a los más pequeños, en orden y en cantidad.
Los alimentos tenían un orden. En primer lugar, se servía la sopa: locro de papas, arroz de cebada, sancocho, sopa de fideo, sopa de lenteja, sopa de porotos, sopa de habas, cremas de harina de haba, de harina de arveja, quinua, sopa de pollo, sopa de huevo. Siempre había sopa; generalmente no llevaba carne, excepto el sancocho y la sopa de pollo. Luego se servía el segundo plato, generalmente, con carne, arroz seco, papas, yuca o tallarín, y alguna ensalada. Al final, se servía el postre, pero en forma ocasional. La bebida de arroz u otra preparada con alguna fruta era imprescindible.
En mi casa no se comía el arroz todos los días. A mi mamá le gustaba combinar los alimentos del segundo plato; era una exigencia de mi papá. Ella comía al final, después de haber servido a cada uno, o cuando ya podía sentarse después de que todos hubieran comido.
Todos debían comer en silencio y cuando se podía conversar, los temas se desarrollaban en relación con las tareas de la escuela o del trabajo. Básicamente era mi abuelo quien hacía las preguntas, recomendaba el estudio, orientaba la realización de las tareas, o simplemente daba órdenes. Los hermanos mayores comentaban las novedades o problemas de su trabajo, mientras que mi abuelo se encargaba de orientar o sugerir la solución. La mesa también era aprovechada para comentar acerca de las amistades, los vecinos, hacer alguna broma o ser víctima de alguna picardía. No se podía dejar de comer ningún alimento. Todos tenían que comer hasta el final. Al concluir, todos agradecían y se levantaban de la mesa.
La preparación de alimentos especiales
Algunos alimentos evocan un recuerdo especial. Para mi madre son las empanadas. Su preparación no formaba parte de la cotidianeidad. Su elaboración estaba destinada a ocasiones especiales: las visitas, algún paseo, el viaje de alguno de los hijos, el retorno de sus nietos –para quienes era necesario preparar el avío–. Hacer empanadas representaba una actividad colectiva con el apoyo de las hijas, una previa interacción con otros actores del barrio, la permanencia en la cocina durante un largo rato y el desarrollo de una larga y amena conversación:
No he vuelto a comer esas empanadas… El proceso de preparación de la masa era demorado. Como formábamos parte de una familia numerosa –debido a lo cual debíamos preparar una gran cantidad de empanadas– necesitábamos mucho tiempo para ello. La receta incluía como ingrediente central la harina de trigo no tan refinada. El trigo se molía en el molino del barrio, un molino de piedra, ubicado a una cuadra y media de nuestra casa. El trigo y otros productos provenían de las cosechas anuales de los terrenos de mi papá y de los abuelos paternos, cultivados con el sistema de partidiarios, hasta el año 63 del siglo pasado, en que esas tierras fueron intervenidas con aplicación de la reforma agraria.
El molino tenía gran demanda, acudía gente del barrio y de otros lugares, sobre todo, del campo. Los granos provenían de las tierras cultivadas de la zona. El molino se activaba con más frecuencia en agosto y septiembre, tiempo de cosechas. La Mamá Marianita encargaba la tarea de llevar a moler el trigo y otros granos a sus hijas mayores –Lucita, Juanita, y también a las menores–.
Yo también participaba en este proceso, siendo niña y adolescente, alrededor de los años 50 del siglo pasado. El molino era de propiedad de una pareja –don Manuel y la señora Isabelita–, quienes se dedicaron toda la vida a esta actividad. Ellos ponían en funcionamiento el molino, se encargaban del proceso y recogían la harina para entregarla a las personas que esperaban pacientemente. Los recuerdo con su cuerpo cubiertos con el polvo de la harina, desde el pelo hasta los zapatos, trabajaban desde muy temprano hasta la noche. Recuerdo también el típico sonido de las bandas del molino, el sonido de los granos y hasta el olor diferenciado de las harinas…
A más de la harina de trigo, la elaboración de las empanadas requería de mantequilla –que se la podía conseguir en las tiendas aledañas al mercado, a unas cuatro cuadras de la casa–, sal, agua, leche, huevos, levadura –todos ingredientes que se compraban en las tiendas cercanas–. De ahí que el proceso de preparación de los alimentos no solo implicaba el establecimiento de lazos de familiaridad, sino también de vecindad, donde la tienda del barrio y el mercado jugaban un papel central.
La Mamá Marianita tenía unas bateas, recipientes cóncavos y alargados de madera pulida, confeccionados artesanalmente –que también se podían conseguir en el mercado central–, típico recipiente para mezclar los ingredientes:
Se ponía la harina, el agua tibia con sal, a veces un poco de azúcar y luego se iba añadiendo la mantequilla y los huevos. Se revolvía y se daba forma a la masa con las dos manos… Volteando y volteando la masa hasta que estuviera suave y todos los ingredientes muy bien incorporados. Tenía que desprenderse la masa de la batea… Entonces estaba lista. Había que moverla, golpearla, hasta que estuviera homogénea. Se la dejaba reposar, tapándola con un mantel para que se mantenga con buena temperatura y pueda leudar. La cocina era un lugar abrigado…
Al mismo tiempo, era necesario preparar el relleno: el queso picado –queso fresco que se desmenuzaba con las manos, los dedos, o utilizando un tenedor–. Se añadía cebolla y finamente sal en caso de necesidad. El otro relleno era de dulce: plátano cocinado, aplastado y mezclado con azúcar. Después de veinte o treinta minutos de estar la masa en reposo se hacían trozos de un tamaño más o menos homogéneo y se formaban bolitas del mismo tamaño. Se las aplastaba con la mano para obtener una especie de tortillas redondas y se las expandía sobre la mesa utilizando un bolillo o un vaso. Para hacerlas más planas se las golpeaba con los dedos. De una mano se pasaba la masa a la otra mano, proceso en el que la masa permanecía colgada entre las palmas de las manos por unos instantes, con el propósito de obtener una superficie cada vez más delgada.
Una mano sobre la otra… El movimiento de las dos manos debía ser muy parejo hasta lograr que la masa esté delgada. Era el movimiento de las manos lo que garantizaba que la masa vaya tomando forma. Denotaba habilidad y práctica… Las niñas y las jóvenes no lográbamos perfección en el movimiento de las manos; en ocasiones se nos caía la masa…
La Mamá Marianita demostraba mucha habilidad en esta tarea; aplicaba su propio movimiento. Y es que sus manos reflejaban el paso del tiempo, la sabiduría de la vida cotidiana, la creatividad que todo arte condensa y el ritmo que demanda una empresa rigurosamente construida:
Recuerdo la facilidad con la que mamá movía los dedos, rodeando los filos para que la masa se aplane. Luego ponía el relleno directamente con las manos o con una cuchara. Cerraba la masa juntando los extremos de la tortilla. Ahí actuaban los dedos: pegando los filos y haciendo el repulgado, una especie de orejas para contener el relleno. Una era la forma para las empanadas de sal y otra la de las empanadas de dulce. Las de dulce tenían una especie de torneados de los extremos; en cambio las de sal tenían el repulgado a lo largo de todo el contorno. Era un ritual hermoso…
Las empanadas se freían en una paila con gran cantidad de aceite que estuviera hirviendo. Se colocaban varias empanadas al mismo tiempo, cuidando que se cocinaran uniformemente. Para ello se les daba vuelta continuamente con el freidor. Luego, se las iba sacando una por una y colocando en un recipiente. Al final, se las servía en una bandeja, salpicadas con un poco de azúcar. Era el detalle que nos encantaba… Quedaban muy ricas y doraditas…
Los mejores recuerdos ligados a la mesa
El plato típico de la Navidad eran los tamales. Era un plato que se preparaba en familia, colectivamente. Era cuestión de “grandes”; los pequeños éramos espectadores y comensales. La Mamá Marianita junto a dos o tres de sus hijas mayores asumía la tarea más dura. El proceso era muy laborioso porque implicaba preparar la masa con harina de maíz que se debía cocinar en gran cantidad y por largo tiempo. Mover la masa –en una paila grande con una enorme cuchara de madera– era una tarea pesada, demorada y de mucho cuidado.
Era tarea de “mayores”. Se hacían bolas grandes y numerosas que luego de cocinadas se aplastaban con enormes cucharas de madera para poderlas mezclar con manteca de cerdo, convertir la masa en una estructura suave para ser rellenada con preparados suficientemente cocinados y condimentados de carne de res, de pollo o cerdo. Los “pequeños”, de seis a diez años, limpiábamos las hojas de achira para envolver el tamal. Mi hermano menor nunca participaba en esta tarea –la de limpiar las hojas. A él había que servirlo, igual que a mi papá. Era tanta la cantidad que se preparaba en ese tiempo… Comía toda la familia, pero también se convidaba al barrio. Era una actividad colectiva de la familia, para compartirla con los vecinos.
A los “pequeños” no les gustaba participar porque la preparación de los tamales era sentida como un proceso “pesado”. Y es que la preparación de los tamales se prolongaba hasta la media noche. Grandes y pequeños permanecían despiertos, porque luego tenían que asistir a la misa de las 12 de la noche. Pero a los “pequeños” sí les gustaba comer los tamales, sobre todo, los de dulce. Quedaban muy ricos y duraban frescos durante varios días. En aquella época, de los años sesenta, no se contaba con refrigeradora; no obstante, los tamales se conservaban bien, en grandes ollas, en un lugar fresco.
Otro plato especial era la fanesca de Semana Santa. Así mismo, para su elaboración colaboraba toda la familia, comenzando por el Papá Victitor. A él le gustaba pelar los granos, las habas, las arvejas, desgranar el maíz tierno o choclo. Generalmente los granos se cocinaban en la noche. Si bien la hechura era de la Mamá Marianita y de las hermanas mayores, en la preparación de la fanesca colaboraban todos, grandes y pequeños. Era otro plato especial que también se compartía a lo largo de los años 50 a 70 entre las familias del vecindario con quienes se mantenía amistad o parentesco. Se trataba de una especie de intercambio afectuoso y crítico, pues se podía evaluar la preparación y presentación, el color, el sabor, la calidad y cantidad de “adornos” del plato: queso, plátanos y bolitas fritas de masa, rodajas de huevo, trozos de bacalao, y concluir determinando de dónde procedía la mejor preparación.
En el mes de noviembre, en “la fiesta de los difuntos”, se preparaba “el champús”, una bebida quizás similar a la colada morada. Su preparación se realizaba a base de harina de maíz. Por un lado, se preparaba la colada y, por otro, una miel con panela, canela y otras especias, combinada con gran cantidad de trozos de babaco o chamburo, frutas de cultivo familiar en la provincia de Imbabura. Se mezclaban los dos preparados y el resultado se servía frío. La colada se vertía en un pondo de barro para ser ubicado en un lugar fresco de la cocina para que fermente lentamente. El champús se preparaba para varios días; al tercero o cuarto día su sabor mejoraba. Se servía con guaguas de pan, conseguidas en la panadería del barrio, o preparadas en casa pero horneadas en aquélla.
Reglas, rituales y nostalgia
Algunas reglas estaban indisolublemente asociadas a la mesa. La puntualidad, por ejemplo. Los comensales debían ir dispuestos a comer. Estaban obligados a comer todos los alimentos, sin desperdiciarlos. No se podía escoger la comida. No se debía conversar en exceso. No pelear, no reírse, no…, no…, no…
Algunos alimentos se guardaban para todo el año –el trigo, la cebada, el maíz, la lenteja, los porotos, la quinua, cultivados en los terrenos de los abuelos–. El resto de alimentos se compraba en el mercado, ubicado en el centro de la ciudad. El mercado es recordado como el lugar del encuentro, del establecimiento de relaciones, y del regateo de los precios.
Ir al mercado era una cosa importante… Hacíamos una lista previa de lo que había que comprar. Al principio llevábamos canastos, después bolsas grandes. Mi mamá se arreglaba para salir a la calle e iba acompañada de alguna de mis hermanas. Se ponía uno de los vestidos de calle de su gusto, preparada para encontrarse con las amigas del barrio…
El mercado estaba dividido en tres diferentes lugares. Primero, los abastos municipales, donde se podía comprar el azúcar y algunos granos secos a bajo precio; los productos estaban bien conservados y se vendían en orden. Luego, el mercado propiamente dicho, donde se vendían las frutas, las verduras, las legumbres, las papas, los granos tiernos, y también la carne de chanco, de res, de borrego, de pollo. Finalmente, las tiendas ubicadas alrededor del mercado, donde se podía comprar fideos, arroz, aceite, manteca y otros productos industrializados.
En el mercado se contaba con personas conocidas, las caseras. Mi mamá tenía una caserita amiga que le vendía con preferencia. Habían puestos conocidos, de los que éramos clientes. Se podía obtener una rebaja, nos preferían en la calidad o reserva de las cosas. En el mercado se podía conseguir las mejores cosas a buenos precios. Ir a los abastos, transitar por la parte abierta y regresar por los almacenes y tiendas periféricos, era el orden seguido para comprar los productos. El regateo era clave para conseguir alimentos a buen costo.
Finalmente, no se puede recordar la mesa de antaño sin añoranza. De modo especial, mi madre recuerda con nostalgia las tortillas de trigo que preparaba la Mamá Marianita. Era el pan que simbolizaba cariño, casa y tiempo de infancia de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, el pan familiar que saciaba el hambre de los niños, en medio del juego y las tareas escolares cuando faltaba el dinero para comprar el pan de la panadería o de la tienda del barrio. Para los “chicos” era “lo mejor que podía haber”. Las tortillas se guardaban en un canasto y duraban algunos días, listas en cualquier instante y cantidad suficiente, condiciones no permitidas por el pan comprado.
Las tortillas de harina de trigo eran de casa… Mi mamá las hacía con la ayuda de las hijas más grandes. Las tortillas se cocían en tiestos de barro. Era lo mejor que podíamos encontrar al regreso de la escuela. El calor de hogar estaba impregnado en las tortillas de trigo y tiesto. Se las comía con azúcar, dulce de leche, nata, mantequilla, queso u otras golosina de casa… Las relaciono con la falta de dinero, pero cubiertas de ternura y contradictoriamente de abundancia… de afectividad, cuidado y protección familiar. En su recuerdo aparecen mi madre y mis hermanas mayores, mujeres como otras, hacedoras de la historia de los mejores sabores y los mejores afectos.
Bibliografía
Cantero Martín, P.A. (2016) ¿Qué significa alimentarse?, en Cuerpo, alimentación y sociedad I.
Cantero Martín, P.A. (2016) “Cultura y Naturaleza / Mesa y cultura”, en Cuerpo, alimentación y sociedad ll.
Cantero Martín, P.A.; Ruiz Ballesteros, E. (2012), “El alimento y su dimensión socioecológica. En torno al tomate “rosao” de la sierra de Aracena”, en Revista de Dialectología y Tradiciones populares, vol. LXVII N° 2.
Pollan, M. (2011) El dilema del omnívoro, Rentería, lxo edítorial: cuadernos Mugaritz de Gastronomía.
Doctora en Jurisprudencia por la Universidad de Cuenca. Obtuvo un Maestría en Género y Desarrollo en la misma universidad. Posee un Doctorado (Phd) en Derecho por la Universidad Andina Simón Bolívar. Fue Directora del Instituto Nacional de la Niñez y la Familia, en Azuay, Cañar y Morona Santiago. Secretaria Ejecutiva del Concejo Cantonal de la Niñez y Adolescencia de Cuenca. Se desempeñó también como Jueza Provincial de Familia, Mujer, Niñez y Adolescencia del Azuay. Laboró en el Municipio de Cuenca y en el Gobierno Provincial del Azuay. Autora de artículos y libros sobre derechos y género. Ha participado como ponente y coordinadora en seminarios nacionales e internacionales vinculados a su campo de estudio e investigación